martes, 4 de marzo de 2014

Dormir (monólogo)


Entra Mario, despeinado, ojeroso, un pómulo enrojecido y con un comienzo de hinchazón, en eslip, con una media tres cuartos sí y la otra no, lleva una casaca de fútbol de Banfield con un desgarrón bajo una axila.

MARIO: Si, sí, ahora que las bestias habían parado, tomaban la teta y empezaban a entornar los ojitos, me dije: lo único a lo que aspira cualquier chabón normal, el lujo exótico al que puede entregarse sin culpas, nace de levantar el culo de la silla, ir enfilando para el cuarto mientras con la mano derecha se va aflojando el cinto y –sin pasar por el baño, sólo pateando el pantalón a un rincón- desmoronarse, implosionar, caer como una bolsa de papas en el catre para perder la conciencia para siempre.

Ni más ni menos. Dejar a tu ‘peor es nada’ viendo “Indomables”, el programa de Marley o cualquiera de esas porongas, venirte para este lado, a oscuras, procurando no dar contra nada que pueda alertar a los mellizos; y caer sin más trámite en el deseado pozo oscuro, mínimo deleite, único placer que un esclavo que labura doce horas, almuerza bocados inmundos en parripollos al paso, viaja de una punta a otra de la ciudad junto a otros tres millones de pobres tipos apiñados y sudorosos, puede arrancarle a esta vida infame.

¿Qué soy muy negativo? ¿Qué no hay que tomarse las cosas a la tremenda? ¿Qué hay que amar al prójimo como a uno mismo, o cualquiera de esas mierdas? Okey. Ponele. Supongamos… Te lo aceptaría si uno fuera David Beckham, si uno fuera Leonardo Di Caprio, si uno fuera Brad Pitt, tipos de película, súper exitosos, con mujeres descomunales al borde de una piscina, terrible cuenta bancaria, rodeado de siervos que les traen bandejas con tragos y que vos nunca terminás de entender de qué carajo se están riendo. Porque se ríen todo el tiempo. Pero cuando uno es esto que soy yo -mirame con detenimiento- ¡no me vengas con pelotudeces, por el amor de Dios! ¡Dormir es el único bien, la única riqueza! Dormir, eso tan elemental que el cuerpo y la mente necesitan durante tantas horas de corrido, para que al otro día puedas completar una frase sin tener que esperar como un pelotudo el retorno de la sangre al cerebro.

Pero esta vez no. “Dormir”, quiero decir, esta vez no. ¿Y por qué no, si es jueves, son las 12 y 10 de la noche, mañana es último día laborable y vengo con el cansancio acumulado de toda la semana? ¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? Respuesta: porque en “ese” balcón, de “ese” edificio de ahí, del otro lado del pulmón de manzana, están de nuevo esos mexicano-colombianos narcotraficantes patrones del mal indocumentados ilegales del orto, armando su fiestita, con las ventanas abiertas, el balcón iluminado, la música que sale como un rugido haciendo tiritar los vidrios, rebotando contra los muros, como en un puto mega-recital de Metallica en la cancha de River.

No es nuevo. Quiero decir, lo de la fiesta es la segunda vez, la primera no recuerdo si fue el martes o el miércoles de la semana pasada. Esa vez fue más tranqui: abrí la ventana, los puteé un rato, después fui hasta la heladera, volví con una caja con una docena de huevos y se los tiré a distancia. Luego, como los mellizos apenas ronronearon y los tipos cortaron a un horario prudencial, la cosa no pasó a mayores.

Pero esta vez no y -miren qué sorpresa- esta vez la cosa viene con un aditivo: “es con show en vivo”. ¡Sí, amigo, sí señora, pasaron diez minutos de la medianoche, las bestias duermen en las cunas en delicado equilibrio inestable, yo intento hacer otro tanto y ahí, a treinta metros, un amanerado pervertido cocainómano de Zacatecas, Juárez, Tingo María o algún agujero de esos, vistiendo un ridículo traje blanco con zapatos bicolores, grita al micrófono sobre cuáles son los movimientos correctos para bailar el merengue!

Que se entienda, soy un ser pacífico, ante cualquier conflicto intento razonar, entonces me pregunto: ¿Yo, Mario Eduardo Salamendi, DNI 22.626.475, “quiero aprender” a bailar el merengue? ¿Yo, como el medio centenar de ciudadanos que viven detrás de aquellas persianas, “queremos aprender” a bailar el merengue? La respuesta es ¡NO! ¡POR SUPUESTO QUE NO! ¿O algo ha cambiado en el contrato social? ¿O hay una nueva norma del gobierno de esta ciudad que dice que los jueves a la una de la mañana es el momento de los recitales en vivo y en los balcones de los barrios habitados por familias de pelotudos debe enseñarse a bailar el merengue, la rumba, la guaracha, o el ritmo latinoamericano del orto que se les ocurra?

Siguiendo con el relato: allá los mellizos, acá estoy yo, allá arriba el balcón festivalero, las luces centellean, con la guía del amanerado del micrófono la multitud sigue el compás. ¿Y tras las persianas vecinas qué? Saco medio cuerpo por la ventana. Ni una puta luz, ni un movimiento, apenas un murmullo de ratas tras una cortina, un “shhhht” casi insonoro, como pidiendo disculpas. ¡Dan náuseas, dan vergüenza ajena! ¿Qué ha hecho la modernidad con el poblador nativo, con el argentino con dos dedos de frente? ¿Hasta dónde nos ha quebrado la voluntad como para bajar la cabeza de esta forma ante la penetración caribeña que nos vende su droga y nos corrompe con sus ritmos pegadizos?

De golpe el bramido de Manuel me hace dar un respingo –de las bestias, Manuel es el de los pulmones más potentes-, es un aullido animal que nace de las propias entrañas de mi hogar. Me llevo las manos a los oídos y me enceguece la furia. Salgo del cuarto puteando, de pasada entro a la cocina cazo el sacacorchos y un cuchillo tramontina.

- ¿Adónde vas? -dice mi mujer, que cruza al trote del televisor hacia las cunas, porque –como corresponde- Manuel, acaba de despertar a Nicolás y ahora ladran a dúo.

-¡A luchar por la justicia! –digo sin volverme.

Salgo a la vereda, la noche está fresca, voy hasta la esquina y desemboco en la avenida. Al pasar junto a la marquesina del drugstore comprendo la sensación en el cuerpo: olvidé vestirme, llevo la casaca siete de “El Taladro” que uso para el sueño nocturno, las medias tres cuartos y el eslip. Me digo que eso carece de importancia, que no debo distraerme del objetivo. En la entrada del edificio narco hay un tipo en pijama y chinelas. Pelado, algo entrado en kilos, al verme reconoce a un aliado y se me viene encima esgrimiendo el celular:

- Ya llamé al 911 –dice.

- Al pedo, no va a venir nadie –contesto.

Se pone a despotricar: que es una vergüenza, que esta ciudad es una anarquía, que adónde vamos a ir a parar. El tipo habla y mientras lo hace suda y no deja de retorcerse las manos, hace pensar en un protesorero de Banco Nación trasladado y abandonado por su mujer, todo en el mismo día. No pienso entablar diálogo: él en pijama y yo en calzoncillos, a la entrada de ese edificio, o damos un par de putos, o un dúo de colifas fugados del Moyano.

Me acerco a la botonera: es el piso doce contrafrente, por lo que tiene que ser el departamento B. Llamo, pasan unos segundos y se escucha una voz de mujer:

- ¿Aló?

- Mire, soy un vecino de acá a la vuelta…

- ¿Qué es lo que quieres tú?

- Que corten con la fiesta.

- El dueño no está.

- ¡Y A MÍ QUÉ CARAJO ME IMPORTA!...

La Celia Cruz, o la Jennifer López del orto me deja con la puteada en la boca y corta con un sonoro “cloc”. Sacudo la puerta pero está cerrada.

- Tenemos que encontrar la forma de entrar –le digo a mi compañero.

En ese momento escucho dos broncos aullidos que cabalgan las distancias, traspasan medianeras y se imponen al ruido de la avenida y a la música de la fiesta.

- ¿Y eso? –dice el protesorero, ya abiertamente asustado.

- Mis mellizos –contesto y se me seca la garganta de la indignación. ¿Por qué un tipo ordinario, un laburante que paga el ABL, está al día con el crédito hipotecario y va una vez por semana al supermercado, tiene que estar ahí intentando hacer justicia por mano propia? ¡Es absurdo, es deprimente! Les abrimos las fronteras a esta escoria, que se burla, que nos falta el respeto en la cara y mientras tanto nuestros ingenieros nucleares huyen en masa a las universidades de Massachusetts ¡Que vayan, que vayan a lo de los yanquis, que intenten entrar en Alemania a ver si los dejan si no demuestran una ocupación decente! Así estamos, así este país se está yendo poco a poco a la mierda.

En el hall aparece un tipo con ropa de trabajo que nos hace una seña con una mano y viene hacia nosotros. “No digan que yo les abrí”, murmura casi sin detenerse y sale a buen paso hacia la esquina.

- ¿Ese era el encargado, no? –pregunta el protesorero. No le respondo. Los del piso doce, calculo, como mínimo son del Cártel de Sinaloa, o de esos que decapitan gente y los cuelgan de los puentes, que creo que son los de Yucatán. Pulso el botón del ascensor, cuando me vuelvo veo que el protesorero lucha por decidir si viene conmigo o se queda. Le transpira la papada, le cuesta respirar, realmente el tipo da pena. No lo dejo pensar, le muestro el sacacorchos y se lo pongo en una mano:

- Usted lo único que tiene que hacer es cubrirme las espaldas- le digo.

Subimos. Cuando se abre la puerta del ascensor, la sorpresa nos deja congelados: el hall del piso es propiamente el vestíbulo de una “disco”, el humo artificial y la poca luz dificultan la visión, hay parejas abrazadas, grupos de mujeres bailando solas, tipos con manos enjoyadas y camisas de cuello ancho abierto hablando a los gritos. La vibración de la música se siente en el estómago. Aquel piso, tal vez el edificio entero, es lo que en los informes de la tele llaman “zona liberada”. El protesorero me agarra de la cintura y -él en piyama y chinelas, y yo en calzones y medias tres cuartos- salimos del ascensor y comenzamos a avanzar en fila india.

Hacia el fondo hay una puerta abierta de la que sale un resplandor azul verdoso. Ingresamos en un primer ambiente, está abarrotado: hombres y mujeres se sacuden evidentemente bajo los efectos de sustancias prohibidas. El protesorero me agarra tan fuerte que me hace doler. En un momento siento un roce en el cuello y descubro que alguien nos colocó un par de guirnaldas de papel. A los efectos de mi plan no está mal, debemos aparentar una pareja de bailarines haciendo “el trencito”. Le ordeno al protesorero que mientras avancemos mueva el culo como si estuviese bailando. Dije "plan" pero ignoro cualquier cosa parecida a un plan, más bien es una astuta improvisación sobre la marcha. No tengo en claro qué daño voy a hacer, pero algo me dice que para lograrlo hay que llegar hasta el centro de esa perdición, donde ahora se escucha al amanerado del micrófono que da instrucciones para bailar el mambo.

Pasamos a un segundo ambiente bastante más grande, ahí el humo es espeso, cuesta respirar y como si hubiésemos entrado al país de los sueños, por sobre el mar de cabezas veo surgir una fuente de aguas danzantes. ¡Sí, querido, sí, señora, una fuente, y de agua auténtica! Está iluminada por luces interiores de color esmeralda, ocupa el centro de la habitación y en el interior un cardumen de peces tropicales va y viene en un nado imbécil. Es una grasada tan tremenda, una mariconada tan ostentosa que dan ganas de ir a buscar una masa y, al grito de “¡Jus-ti-cia!”, convertirla en arena de setecientos martillazos.

Giro para ver la reacción del protesorero, pero noto que sus ojos desorbitados están clavados en un rincón, donde un tumulto de invitados se agita, silba y alienta a alguien. Nos aproximamos: sobre un sofá una chica joven, extremadamente delgada, cabalga desnuda encima de un negro provisto de una pistola de tamaño descomunal. El miembro del negro ingresa y egresa del interior de la chica, que parece sufrir una descarga eléctrica con cada envión. Eso, al parecer, provoca un entusiasmo irresistible en el público, que sigue la operación a un metro de distancia.

Es demasiado para el protesorero. En el paroxismo del cagazo el tipo se pone a temblar y a tartamudearme al oído una catarata de disparates, habla de lo cara que paga las expensas, de una tía que tiene en Morón. Parece estar al borde del colapso. De golpe me clava las uñas en la cintura y doy un salto:

- ¡Contrólese, viejo!

En ese momento se corta la luz, siento un fuerte empujón y se produce una avalancha que me hace dar unos pasos a tientas y caer al piso. La música también se detuvo. Cuando intento pararme se enciende una luz blanca y observo que estoy a los pies de alguien. Identifico unas botas de cuero de víbora, un jean nevado, debajo de una panza de regulares dimensiones asoma un cinturón con una hebilla dorada con las iniciales J S, dos manos de dedos amorcillados con media docena de anillos, una camisa de raso negra, una gran cruz de plata al cuello, habano, dos ojitos de suricata bajo una frente corta rematada con un jopo negro a la gomina. Deduzco que no puede ser otro que el dueño del puto circo.

Alguien a mis espaldas dice:

- ¡Es el pinche cabrón que tocaba el portero!

Todavía de rodillas, busco con un movimiento disimulado el mango del cuchillo tramontina que hasta ese momento llevaba en la cintura, pero en los empujones alguien lo ha hecho desaparecer.

- Soy Joaquín “el Chapo” Salazar –dice el tipo.

“Y a mí qué carajo me importa”, pienso. Me sorprende mi serenidad, tal vez sean mis últimos minutos de vida pero no siento miedo, más bien un rencor liviano, un odio saltarín que me hormiguea en el estómago y la garganta. El“narco” me mira con curiosidad:

- ¿Qué hay wey? ¿Qué anda buscando por aquí?

- Dormir –digo con sequedad.

Se hace un silencio, el tipo de golpe parece haber descubierto algo que le produce una gracia enorme y larga una carcajada:

- ¿Y qué sucedió con sus pantalones, friend? ¿Acaso los perdió jugando al truco?

Risa general. ¡Qué sentido del humor! ¡Qué chispa! Con la boca abierta y la buzarda temblequeante, el “Chapo” Salazar este más que reír parece estar sufriendo un ataque de epilepsia. De golpe, se me cruza un pensamiento: ¿Y el protesorero? Busco entre la gente intentando ubicarlo. Seguro que se escabulló llevándose mi sacacorchos.

Veo que el “narco” habla con alguien que tiene al lado, le entrega una pistola automática plateada y se está desprendiendo las correas de la sobaquera donde lleva el arma. La circunferencia que se había formado en torno nuestro se cierra un par de pasos. Resoplando y con expresión concentrada, el “Chapo” ahora se coloca frente a mí, separa los brazos doblando las rodillas y comienza a moverse en círculos. ¿O yo estoy loco, o el tipo quiere que luchemos?

No hay mucho para elegir, pienso, escapar es imposible así que desde mi posición arrodillada me abalanzo como un perro de presa sobre mi rival. Con el envión caemos al piso y comenzamos a rodar.

- ¡Órale, Chapo!

- ¡Destroza al pendejo! –escucho.

El “Chapo” Salazar me agarra de ambas muñecas y con una facilidad asombrosa me inmoviliza, se me monta encima y me da un violento puñetazo en el pómulo derecho que me hacer ver las estrellas. Evidentemente, el tipo está habituado a las peleas de los barrios peligrosos de Juárez o Mérida. Lo agarro de una pierna e intento volcarlo hacia un costado pero debe andar por los ciento diez kilos y es inútil. Recibo una feroz andanada de golpes en momentos en que escucho dos broncos, taladrantes aullidos que acallan las voces del ringside y distraen a mi rival. Por el timbre reconozco a los mellizos y de golpe se me nubla la razón y veo todo rojo. Con una energía desconocida agarro un pie de mi rival y se lo retuerzo con tal violencia que, en un grito, el tipo se incorpora a medias, cae pesadamente de costado y en una décima de segundo ya estoy montado sobre él machacándole la cabeza contra el piso.

“¡Ahora mastiquen! ¡Zaparrastrosos! ¡A chuparla! ¡Aguante, Argentina!”, digo para mis adentros. ¡Era hora! ¡Alguien por una vez tenía que poner las cosas en su lugar! A cada golpe contra el suelo la cabeza del “Chapo” Salazar emite un ruido a cáscara de coco a punto de colapsar. Entonces siento un fuerte impacto en un oído y dos pares de manos poderosas me elevan.

- ¡Déjenlo! –escucho desde el piso la voz ahogada del jefe. Las manos me sueltan. Estoy mareado, el esfuerzo de la lucha ha sido demasiado, a duras penas puedo sostenerme parado. Cuando doy la vuelta, el círculo que nos rodeaba lentamente comienza a abrirse. La “luz de sala” ha roto con todo el glamour: la “narcodisco” resultó ser un departamento de tres ambientes bastante sucio, la fuente parece un bidet, las mujeres trolas baqueteadas de Plaza Constitución. Si no sintiese ese mareo debería ir por el cocainómano del micrófono, dejarle un rodillazo en los huevos de recuerdo.

Salgo al hall y comienzo a descender por las escaleras. La simetría y la repetición de los pisos del descenso agravan la sensación de irrealidad. En un momento me cruzo con una decena de tipos vestidos de negro, con armas largas, cascos, la cara cubierta por pasamontañas. Nada para extrañarse, como el merengue y la fuente de aguas danzantes, forman parte de la misma alucinación. Desemboco por fin en el hall y me detengo frente al espejo. Lo que veo da pena: despeinado, el pómulo izquierdo enrojecido y con un comienzo de hinchazón, perdí una media y la casaca de “El Taladro” tiene un desgarrón bajo una axila. Así funciona el mundo, pienso, los platos rotos siempre los terminan pagando los mismos.

Me saco la guirnalda de papel y la estrujo. En la distracción no vi lo que sucedía en la vereda: hay dos carros de asalto de la policía de culata, tres cámaras de televisión y unas treinta personas detrás de un vallado de seguridad. Al salir reconozco a varios: un matrimonio con dos hijos pequeños de la otra cuadra, el viejo del videoclub, Adelma, una vecina de mi edificio. Al verme aplauden. ¿Qué pasa con la gente? ¿Qué pasa con el mundo?

- El señor fue el que ingresó primero –está diciendo alguien frente a cámaras, reconozco al encargado del edificio que me señala. Las luces giran y me enceguecen.

- ¿Es verdad que ha desarticulado un cartel de la droga?

- ¿Se da cuenta de que usted es un héroe?

- ¿Para quién trabaja?

No hay arreglo posible, estamos perdidos, hay que entender de una vez por todas que el ser humano fracasó, no tiene salvación. Y ojo que no hablo del Apocalipsis y todas esas gansadas. El ser humano no tiene salvación por lo pelotudo que es, por lo superficial, ingenuo, manipulable, nabo y compra-buzones que es.

En fin, cerrando con la historia me digo tengo que desaparecer, doy dos pasos y paso por debajo de la cinta perimetral:

- ¡Por favor, no se vaya! -escucho a mis espaldas.

Me vuelve el mareo, siento frío en la planta del pie sin la media. Lo único que quiero es llegar a mi casa y dormir. Voy hacia la esquina, estoy a unos metros del drugstore cuando un tsunami sonoro pega la vuelta a la ochava y me da de lleno en pleno pecho: con menos obstáculos, los bramidos de mis hijos ahora son una explosión seca, compacta, en mi estado de debilidad trastabillo. Calculo: tres de la mañana, una hora hasta lograr que se callen, hacen las cuatro, veinte minutos hasta que me relaje y pueda conciliar el sueño, las cuatro y veinte. Para hacer tiempo a bañarme y llegar al tren de las seis tengo que levantarme a las cinco menos diez. Resultado: treinta minutos de sueño. ¡TREINTA MINUTOS, MIL OCHOCIENTOS SEGUNDOS, MEDIA PUTA HORA SUEÑO! ¡NO HAY JUSTICIA! Antes de dar vuelta a la esquina cambio de idea y me planto en seco.

- ¡Vuelve! ¡Ahí viene! ¡Va a hablar!

Los curiosos detrás de la valla se agitan, los movileros luchan por hacerse espacio y que no les pisen los cables. Me acercan un micrófono.

Transmitir un mensaje, ¿por qué no? Algo que sacuda los cerebros de estos retrasados mentales, algo que los motive a comprender que un edificio tomado por narcotraficantes está mal; que una policía que no llega nunca y cuando lo hace ya es demasiado tarde, también está mal; que la presencia de ellos mismos ahí, a las tres de la mañana, para salir en la tele en vivo y así tener algo para contar de sus mierdosas vidas, también está mal.

- ¿Qué va a decir? ¿Qué quiere declarar?

Me aclaro la garganta, los miro, me tomo mi tiempo, total el daño está hecho y ya no voy a dormir:

- Señores –digo, y hago una pausa para dar mayor énfasis a mis palabras-, sólo quiero trasmitirles un deseo: ¡PUEDEN IRSE TODOS A LA RE-PUTÍSIMA MADRE QUE LOS RE-MIL PARIÓ!

APAGÓN