viernes, 24 de junio de 2016

¡Participa y gana!

Cuando esa tarde abrí el sobre y leí “usted es el afortunado” hice un par de pestañeos extra: sin dudas algo a nivel planetario había fallado, un choque de asteroides, un error geodésico a macroescala, algo, porque en ese momento yo no podía ser “el afortunado” prácticamente de nada. La carta impresa en letras grandes acompañaba una caja envuelta y lacrada: la habían dejado en la portería mientras estaba en el trabajo. Leí “en nuestra calidad de empresa acreditada, tenemos el placer de confirmar la selección efectuada por nuestra computadora y anunciarle que está en carrera por el premio mayor”. ¡El premio mayor! Se me escapó una risita nerviosa: desde mi separación de Olivia había tenido que vender la colección de CDs, mi escarabajo Wolskwagen, había perdido el trabajo, vivía en un monoambiente sin muebles del que pronto me iban a desalojar, le debía plata a mi padre, a mi hermana, a mi ex profesor de tae-kwondo; por mejor onda que le pusiera no me veía recibiendo ningún premio mayor. Pero, se sabe, en el acaecer de todo ser humano vivo opera ese mecanismo incomprensible que se da en llamar esperanza, o fe en el mañana, o ilusión por un mundo mejor; en fin, que entonces esa cosa, sin que nadie la llamara, salió de su agujero y de pronto me vi abriendo el paquete lo más contento y lleno de amor por la humanidad. En el interior había una especie de licuadora seis velocidades, pero en la parte de donde debía salir el jarro surgía un cono de goma con forma de sopapa: “inhalador facial para el cuidado de la piel”, decía el folleto. ¿Cómo no lo había previsto? ¿De toda la gama de premios dirigidos a gente selecta como yo, un inhalador facial para el cuidado de la piel no era lo justo y necesario?  Me sentí bien, en armonía con el cosmos, pateé la caja hacia el rincón más apartado y me tiré a dormir en el colchón.
Desde que me echaron de la empresa del padre de mi ex mujer (por razones harto arbitrarias, no tengan dudas) la desesperación y los clasificados me fueron llevando de un sitio abyecto a otro, hasta que al fin aterricé en una oficina oscura y pringosa en pleno Microcentro. Allí, por una paga ofensiva, ofrecían lo que en la jerga de las TIC se conoce como un puesto de data entry. ¿De qué estoy hablando?: un cuartucho rectangular sin ventilación, larga mesa con quince o veinte terminales en las que especimenes poco limpios y menos despiertos ingresan talones de tarjetas de crédito durante nueve horas corridas. ¿Puede haber algo más atrayente? Para los que tienen poca idea de lo que hablo, sin exagerar, a partir de la segunda hora de teclear a velocidad números de seis dígitos empiezan las alucinaciones, a las cuatro horas la espina dorsal se te adormece, se pierde el control de esfínteres y te olvidás nombre y dirección; a partir de la sexta hora las curvas de la actividad neuronal se alisan hasta llegar casi al estado vegetativo. Pero la realidad me decía que no tenía opciones, así que me senté en el hueco vacío y empecé a tipear. Esto fue una semana atrás, así que en esos primeros días aciagos llegaba a casa en estado desesperante, con la única ambición de tirarme en el colchón y desmaterializarme. La caja con el inhalador facial obviamente quedó en el rincón donde había caído y la verdad es que terminé por olvidarla.
 El jueves por la tarde la inmobiliaria me hizo llegar una carta de intimación: debía encontrar un lugar donde dormir si no quería ser desalojado por la fuerza. La situación se complicaba: tomé birome y papel y me puse a pensar en un listado de candidatos al rescate. En estos casos parientes y amigos vaya uno a saber por qué siempre están a punto de mudarse, o tienen visitas de lugares tales como las islas Caimán o la base Vicecomodoro Marambio. Mientras pensaba sonó el timbre, fui hasta la puerta y casi caigo de nuca: allí estaba Olivia, no era otra, después de sesenta días con sus largas noches, otra vez ante aquella criatura sin alma. Su presencia alteró instantáneamente mi sistema nervioso central, aprovechando el saludo intenté morderle el cuello, pero con una ágil flexión Olivia se agachó y pasó por entre mis piernas.
- Seguís fumando porquerías –dijo con aspereza.
¿Cómo hacía para mantenerse tan atractiva? Ante semejante ejemplar de mujer la unidad compleja Patricio Walter Dalmaroni (ese es mi nombre, disculpen si no me presenté) entraba en una especie de block-out: la oficina de gerencia, o sea mi cerebro, la rechazaba, pero el sector de recursos humanos, esto es, mi cuerpo hambriento, la requería como al pan. ¿Qué hacer? La contradicción me hacia avanzar y retroceder como un automóvil en maniobra de estacionamiento.
- ¿Querés sentarte? –dije.
Como no tenía muebles, en un impulso creativo se me había ocurrido dibujar con crayones un sofá de tres cuerpos en la pared opuesta a la ventana, señalé hacia allí: a Olivia no le pareció gracioso. Noté que revolvía en el bolso. ¡Por fin! La culpa había logrado horadar su corazón de piedra. Entraba en razones y como prueba me traía un obsequio para firmar nuestra reconciliación definitiva.
- ¡Tomá! –dijo, agitando un manojo de papeles: eran las liquidaciones de las tres tarjetas de crédito. Sentí un planchazo en plena frente. ¿Dónde quedaban nuestras afinidades, tantos mundos compartidos? Me puse a temblar como un taladro con percutor: no había que ser un genio para entender mi situación financiera. Traté de insultarla pero las palabras por alguna causa extraña no me pasaban de las amígdalas. De golpe mi mente se iluminó:
- ¡Llevátelo! –dije, señalando hacia el rincón donde estaba el inhalador facial.
Olivia fue hasta el aparato y lo alzó. Creo que por primera vez en nuestra corta relación la veía desconcertada. Aspiré el vientito de triunfo:
- ¿Es la circunstancia lo que convierte al ser en la negación del ser? – dije, tratando de sonar filosófico (comprenderán que trababa de reconquistarla apelando a todo tipo de recursos): ella como si volara una mosca. Mi ex se demoró unos segundos más en la inspección del inhalador, lo apretó contra sus pechos inolvidables y sin volver la vista enfiló hacia la puerta:
- ¡Ni se te ocurra llamar! –dijo antes del portazo.
Quedé mal, golpeado, mi vida podía representarse con la clásica postal del barco yéndose a pique en pleno océano: ¿Quién habría sido el creador de una imagen tan vívida? Ahí estaba yo, una joven promesa llena de potencialidades, empezando a tragar agua salada, dando pequeñas arcaditas entre cangrejos y aguas vivas, ahogándome sin remedio.  En la ventana, el sol se puso con un último relumbrón agónico y me sentí un poco peor. Esa noche tuve pesadillas: en la que recuerdo yo era un medallón de merluza, estaba en la góndola de los congelados y los kanikama de golpe empezaban a decir que se nos acercaba la fecha de vencimiento: ¡Vamos a morir, vamos a morir!, gritaban. Se corría el rumor: de la góndola de los “frescos” a la de las “carnes”, de las “carnes” a los “enlatados”, se iba creando la psicosis. Me desperté a los gritos, en calzoncillos y con un nylon en la cabeza, intentando entrar en la heladera.
El sábado a media mañana abrí los ojos con una rara sensación de bienestar, me mantuve un tiempo largo en la cama estudiando el cielorraso. Recordaba algo que había leído en un reportaje al director de cine Roman Polanski: el tipo decía que por la mañana acostumbraba darse una ducha helada, porque después en el resto del día nada peor podía sucederle. ¡Toda una estrategia, no estaba mal! Escuché que alguien se colgaba del timbre:
- ¡Dalmaroni! ¡Dalmaroni! –era la voz de la portera.
Espié por la mirilla: ahí estaba el mamut con un gran paquete entre sus brazos de levantador de pesas. No parecía feliz de haber tenido que subir hasta el departamento. Abrí la puerta y sonreí tratando de sonar amigable: ¿Por casualidad no había visto quién traía el paquete?
- ¡Si usted no sabe quien le envía la correspondencia yo tampoco! –me cortó, brutal. Imposible razonar con un animal extinguido hace doce mil años.
Entré la caja, esta vez era un bulto de buen tamaño. ¡Mi segundo premio! ¿No era maravilloso? Me invadió una alegría pueril, llena de globos, me sentí transportado a mi cumpleaños de cuatro: la expectativa ante los regalos, las velitas, las miradas de odio de mi hermana Carola. En la heladera quedaban los dos últimos pack de cerveza, llevé la caja y la bebida y los deposité sobre el colchón predispuesto a la dicha. Del interior del paquete fue saliendo un juego de varillas, tablitas, raras piezas de madera. “Aprenda las técnicas de nuestros ancestros –decía la carta- haga su propio tapiz con este insustituible telar indígena”. ¡Un telar indígena! ¡Qué tal! ¿Acaso algo mejor me reservaba el destino? ¿Por qué no podía ser yo un tejedor del altiplano? Eran las diez de la mañana, solo, en la cama,  en un estado de completa armonía, me puse a armar el telar indígena. La operación consumió el primer pack de seis latas. De una bolsita acompañante saqué un puñado de muestras de lana y un manual de ejercicios. Al abrir el segundo pack, mientras intentaba insertar sin éxito la lana por entre las varillas, ya era un tejedor puneño, con poncho y sandalias, rodeado de vicuñas y melodías de xicus. Sin necesitar mi ayuda, de golpe las hebras de lana empezaron a moverse y a tejerse solas. Anudado al bastidor de madera por un sutil entramado multicolor, empecé a entonar cantos a la Pachamama, estaba sentado sobre una gran piedra sacramental, en Machu Pichu, a punto de hacer contacto con algún dios extraterrestre. En algún momento los ojos se me cerraron y me dormí.
La llegada del premio siguiente me convenció de que debía aclarar el malentendido. Nadie regala nada en este mundo infame, por lo que era estúpido mantener una situación por la que tarde o temprano tendría que responder. La caja apareció una semana después que el telar, era una  “pulidora manual de pisos de madera” y la carta introducía la novedad de que dos técnicos me harían una visita para explicarme la forma de “armar y mejor utilizar los artículos ya obtenidos”. Intenté llamar a la misteriosa empresa, pero un contestador me fue paseando de opción en opción sin permitirme llegar nunca a una voz humana amiga.
A la noche siguiente, entraba al edificio cuando dos tipos de mameluco blanco y gorra de béisbol me saltaron al paso:
- ¡La empresa le trasmite sus felicitaciones! –se presentó el que parecía ser el jefe, un flaco con barba de dos días y cara de facineroso. Me interpuse para impedirles pasar:
- Mire, caballero, justamente ayer estuve llamando a la empresa...
El tipo no me dejó hablar:
- Amigo, sé lo que va a manifestar, no hay equivocación posible. Permítame ahorrarle excusas, va a decir que no participó de ningún sorteo y la empresa le contesta: Sí que participó, con nuestra empresa todo el mundo participa y gana.
- ¡Participa y gana! –repitió el otro con tonada tucumana.
El jefe aprovechó mi vacilación para apoyar una gran caja de herramientas en el piso:
- Notará que no lo hemos importunado con plantillas adelgazantes, dados mágicos, ni depiladoras sin cera, cada producto es entregado luego de un cuidadoso estudio del  perfil del beneficiado.
Mientras soltaba el espiche, en la cara del tipo se materializaba el juego de tics más elaborado que alguna vez hubiese visto: boca, cejas, comisuras, ojo derecho y hasta las orejas participaban de la coreografía. El otro, mientas tanto, contemplaba a su jefe con arrobamiento. En suma, una pareja de psicóticos y sin saber cómo los tres ya estábamos subiendo por el ascensor. Era una situación para preocuparse, claro, me surgían preguntas inquietantes: ¿Cuánto de azar había en esta historia? ¿Por qué justo a mí? ¿Qué se traían estos tipos? Pero quién me aseguraba a mí que en el tránsito por el camino poceado de esos días no debía prepararme para eso y para mucho más.
Cuando entramos al departamento el de los tics hizo una rápida inspección: la pulidora de pisos yacía junto al telar indígena.
- Veo que ha recibido los productos. ¿Y el inhalador facial?
Recién entonces caí en la cuenta de que al inhalador se lo había llevado Olivia, mis neuronas empezaron a trabajar a velocidad buscando una excusa.
- No se preocupe, de todas formas hoy no vamos a poder ver todo -el flaco entonces chasqueó los dedos- ¡Vaninetti! 
El tucumano coreó “¡Participa y gana!” y se puso a recomponer la galleta del telar indígena. Cuando quise moverme el jefe ya tenía un brazo sobre mis hombros:
- Amigo, no se extrañe si nuestros productos generan en usted cambios de carácter, nuestro equipo de psicólogos lo advierte: la transformación se produce inevitablemente. Me arriesgaría a decir que a partir de hoy usted va a ser un hombre nuevo.
La cara volvió a movérsele con tal violencia que estuve tentado a sostenérsela.
- Escúcheme -dije finalmente, tratando de sonar amigable- estos productos, como usted los llama, a mí no me interesan.
El flaco pareció molestarse:
- ¿No me interesan? Escuchó Vaninetti, dijo “no me interesan”.
El tucumano levantó la vista del telar y sacudió la cabeza con gesto de censura.
- Ni se le ocurra decir “no me interesan”: nuestros productos interesan siempre. Observe esto...–el jefe volvió a chasquear los dedos, al escuchar la orden Vaninetti comenzó a subir y bajar el largo peine de madera por entre las hebras tensadas del telar; transcurrió todo un minuto, como por encantamiento, de entre las toscas manos del tucumano empezó a salir un motivo incaico.
- ¿Alguna vez vio algo más hermoso?
Tuve que reconocer que no.
- Sólo le estamos pidiendo un cambio de actitud -insistió el flaco y volvió a palmearme- Repita conmigo: Cambié mi actitud, soy un hombre nuevo, cambié mi actitud, soy un hombre nuevo...
Repetí obediente. A continuación, los tres nos pusimos a corear ‘cambié mi actitud, soy un hombre nuevo’. Por un momento temí que nos tomásemos de las manos para invocar a algún santo desconocido, patrono de los telares o algo por el estilo. En síntesis, los tipos se quedaron cerca de dos horas, lapso en cual el hábil Vaninetti hizo tres fundas para almohadones, dos tapices y una agarradera para fuentes de cocina, después se fueron por donde llegaron.
Los días posteriores no continuaron mejor: el miércoles por la mañana volvieron los tipos de la inmobiliaria y casi tiran abajo la puerta. Los espié por la mirilla, estuvieron cerca de una hora hasta que se cansaron y se fueron. Entendí que la cosa había superado el punto de no retorno, soy una persona con poca iniciativa, me cuesta tomar decisiones, me paralizan los cambios, pero ahora tenía que hacer algo urgente: decidí ir a ver a mi padre. Mi padre es el tipo más positivo que conozco, luego de separarse de mi madre volvió a confiar en el matrimonio y rehizo su vida junto a Sarah, una vasta y atractiva judía que conoció en un grupo de solos y solas. Papá y Sarah, las tres hijas de ésta, una mucama yugoeslava, y dos perros siberianos viven en animada congregación en un departamento del barrio del Once. Almorcé con ellos y en el momento de la sobremesa llevé a mi padre aparte:
- Papá, necesito un lugar donde dormir –le dije. Mi padre me miró en silencio con sus ojos bienhechores. Es notable como la relación con nuestros padres en algún momento cambia y ese hombre otrora invulnerable empieza a dormirse en la silla, te habla de mujeres, se emborracha y ya nunca más puede velar por vos como cuando eras niño.
- Me ponés en un aprieto -dijo con una sonrisa mansa- hasta octubre en que se casa Marcela y se lleva uno de los siberianos, lo único que puedo ofrecerte es la baulera de la terraza.
- No te preocupes, tengo otras opciones –lo tranquilicé.
Otras opciones, pensé más tarde mientras volvía en el subte, la más fuerte un salto ornamental desde el puente Avellaneda.
Cuando llegué al departamento me encontré un mensaje en el contestador: era Olivia, me citaba en un café del centro para tratar un tema legal. Bajé a la portería y le pedí al mamut una plancha: me bañe, perfumé y planché mi mejor camisa. Cuando llegué al bar, allí estaba mi ex en una mesa de la vidriera con un tipo:
- Willy es mi abogado –dijo Olivia, y agregó con un suspiro –estamos saliendo.
Por la cara de ganador olímpico del tipo y la expresión de languidez de Olivia, se notaba de acá a la China que ya habían realizado “el acto”. El tipo tenía pelos en el cuello, en las orejas,  en las manos, era una especie de orangután con corbata y gemelos, intenté por señas hacérselo notar a Olivia, pero fue imposible. Se besaron todo el tiempo en que duró la entrevista. En un momento, con tono profesional, el tipo me aconsejó firmar cuanto antes el divorcio y de esa forma evitar una causa penal por lo de las tarjetas de crédito.  
Al salir del bar pensé que debía tomar las cosas con filosofía: el suicidio de ninguna manera era una opción, uno debe suicidarse sólo cuando llega a su techo, al cenit de sus posibilidades, de lo contrario es quedarse a mitad de camino. La pregunta era cuánto faltaría para alcanzar ese puntaje. Anduve algunas horas caminando sin rumbo, de golpe se me puso en la cabeza que los tipos de la inmobiliaria estarían esperándome en la puerta de mi casa para emboscarme. Era una noche serena, iluminada por una luna intensa y redonda, di vueltas manzana con la idea de esperar por lo menos hasta la medianoche, pero enseguida me dije que era una estupidez. En la entrada del edificio no había nadie, al subir escuché un sonido penetrante, una especie de zumbido agudo, pensé que el motor del ascensor tal vez necesitara un service. Cuando abrí la puerta del departamento me invadió la niebla y tuve que taparme los oídos. ¿Qué estaba sucediendo? Por entre la nube de polvo logré reconocer la silueta del flaco de los tics, llevaba un barbijo y unas antiparras de expedicionario al Polo Norte, al percatarse de mi llegada se me vino encima:
- ¡Cómo le va, amigo! Aprecie la pulidora de pisos en funcionamiento.
Vaninetti aplicaba el aparato en el parquet: el piso, las paredes, los vidrios de la ventana, el colchón y las sábanas, lo que mirase estaba cubierto por una capa de aserrín y cera pulverizada que se elevaban de la máquina en alegres volutas. El zumbido taladraba los tímpanos. El tipo no cabía en su cuerpo del entusiasmo:
- ¿Y, qué me dice?
Intenté hablar pero la garganta y la nariz empezaron a arderme, me puse a toser y a estornudar como un descosido.
- Tome, póngase ésto –dijo, alcanzándome un barbijo- Es una técnica sencillísima. ¡Vaninetti ayúdelo!
- ¡Participa y gana! –coreó el asistente y entregándome la máquina se ubicó a mis espaldas y me agarró por los hombros para que lograra la inclinación adecuada. Me faltaba el aire, temblando por la vibración del aparato flexioné las rodillas tratando de zafarme, pero el tucumano como un foward experimentado se me prendió a la cintura con fuerza. En medio del forcejeo, escuché la débil chicharra del portero eléctrico.
- ¡No atienda! –conseguí articular.
- Tranquilo –dijo el flaco- no es más que la promoción de la semana, el premio que lo deposita directamente en la recta final por el máximo galardón. Discúlpenos un momento...
Vaninetti y su jefe de golpe desaparecieron. Era mi oportunidad. ¿Dónde estaban las llaves? Busqué en los bolsillos, en el forcejeo con el asistente se podían haber caído, me arrodillé, tanteé  por entre el polvillo. Los estornudos no me dejaban pensar. ¿Se las habrían llevado para abrir abajo? Si no podía cerrar, al menos debía trabar la puerta con algo, pero con qué si no tenía muebles. Fue inútil: al instante ya estaban de vuelta cargando la enorme caja de la promoción de la semana.
Por entre los tics, la expresión del jefe ahora denotaba un arrebato alarmante:
- Observe –ordenó-: un soberbio bote inflable semidirigible, caucho de diez micrones, motor de doscientos caballos, ideal para navegación deportiva. ¿Qué me cuenta?
Pensé en simular un ataque de locura, ponerme a aullar, a correr en cuatro patas, cualquier cosa que los obligara a huir, pero de golpe la garganta se me cerró y se me aflojaron las rodillas.
- ¡Vaninetti, ayude, no ve que el amigo está emocionado!
El asistente me abarajó antes de que cayera. Con la pulidora todavía entre las manos, me dejé llevar: me acostaron en el piso y me levantaron las piernas. Habían sido demasiadas emociones juntas, tal vez estaba somatizando, traté de relajarme recordando los ejercicios de las clases de tae-kwondo: debía pensar en una playa desierta, focalizar mi cuerpo flotando en un agua densa que iba cambiando de color. Poco a poco fui recuperando el aliento, entré en un estado de sopor: como en la lejanía escuché voces, golpes y sonidos metálicos, después un gran silencio.
Dormí profundamente, tuve un sueño cargado de angustia: esta vez yo era un verde ensolve, estaba con mis compañeros en el interior de un lavarropas trabajando en una camisa y de golpe por entre el agua blancuzca divisábamos a una avanzada de jabones inteligentes. Los verdes ensolve y los jabones inteligentes en el sueño eran enemigos mortales. Debíamos organizarnos para entrar en combate, yo sentía terror, alguien me alcanzaba mi arma, una especie de jeringa hipodérmica con mira telescópica, pero la rechazaba y me negaba a pelear; en fin, la batalla se producía y triunfaban los verdes en solves y a mí me condenaba un tribunal de guerra, debían fusilarme, pero por una u otra razón la ejecución siempre se postergaba.
Cuando abrí los ojos creí que estaba muerto, la oscuridad era casi absoluta, moví lentamente la cabeza y sentí un centenar de agujas clavándoseme en la nuca, por la ventana entraba un débil albor gris, me dolían las piernas, la espalda, estaba en el piso. Como un inmenso cetáceo dormido el bote inflable ocupaba las tres cuartas partes de la habitación, al rodearlo tropecé con un remo, el departamento era un campo de batalla abandonado. Fui hasta el baño: el pelo, la cara, la ropa, los tenía cubiertos de polvillo, que con el sudor se había convertido en una especie de máscara de barro pardusca y seca. Intenté lavarme pero el mínimo movimiento me provocaba mareos. ¿Estaría enfermo? Traté de recordar cuándo había sido mi última comida, tal vez era eso lo que me provocaba la debilidad. Necesito un tostado, razoné, un café con leche con seis medialunas. Entonces escuché los ruidos en el palier.
- ¡Dalmaroni, acá los señores de la inmobiliaria y un uniformado preguntan por usted! -era la voz de la portera.
- ¡Sabemos que está adentro! –agregó otra voz.
- Por favor, sea razonable...
Volví lentamente del baño, la luz que ahora entraba por la ventana aumentaba la magnitud del desastre: debía andar con cuidado para no caerme. ¿Que fuera razonable? ¡Si yo era razonable! Debía acomodar, barrer cuidadosamente, incluso si no me desmayaba debía bañarme, cambiarme de ropa y perfumarme si quería dejarlos entrar ¿No era eso razonable? Fui hasta la mirilla y volví, alcé la pulidora, me subí al bote y me senté en el asiento de popa, junto a la palanca del motor. Era absolutamente razonable, y como era razonable lo que necesitaba era tiempo para pensar: complicaciones, una mala racha podía tener cualquiera; por lo demás, si pensaba en los premios recibidos, si pensaba en que todavía faltaba el galardón mayor, ¿acaso no había sido afortunado, un elegido entre mil?  Y cuando uno es afortunado se vuelve magnánimo, se vuelve mejor persona...
- ¡Abra Dalmaroni, no nos obligue a tirar la puerta!

Como decía el flaco de los tics: “un hombre nuevo, con otra actitud”, entonces por qué no levantar el teléfono y llamar a Olivia y al orangután, llamar a mi padre, a Sarah, a mi hermana Carola. No sé, por qué no abrir la guía y llamar al azar: ¡Vengan, los invito! A la portera y a los de la inmobiliaria, a la Policía y a los tipos de los premios, todo es posible cuando uno es un hombre nuevo, con otra actitud. Y conformar un grupo alegre y relajado, abrir la ventana y cargados de ilusiones, con fe en el futuro y tan felices, salir a navegar en la mañana de sol,  en el bote inflable semidirigible, con motor de doscientos caballos, de caucho de diez micrones…