miércoles, 4 de noviembre de 2020

Mala leche (o la extraña metamorfosis de Santos “el tuerto” Comesaña)

 Personaje

El Tuerto

Buenos Aires, década del 60’, con una bolsa de las compras Santos “el tuerto” Comesaña circula por la verdulería, se mueve entre los exhibidores, selecciona para comprar. El personaje debe hablar y moverse como un malevo y en algún momento delatar algún gesto femenino. Viste traje entallado de compadrito y una cicatriz brutal que le obtura el ojo izquierdo, sin embargo lleva sandalias de mujer y bajo la camisa se le adivinan dos abultadas tetas.

EL TUERTO: Pero fíjese el descaro de la mocosa: “No se preocupe -me dice. “Hoy ya vendimos corpiños a seis caballeros tan varoniles como usted”, me dice. ¡Habrase visto! Treinta años trabajando en el puerto, treinta años entre una mersa mitad delincuentes, mitad animales, ¿y esta chitrula va a explicarle a Santos “el tuerto” Comesaña si tiene o no tiene que preocuparse? Juro que me subió un impulso de manotearla por el gañote...

Es como decía la vieja: "Santitos vos tenés mala estrella" (se señala la cicatriz del ojo) ¿Cómo arrancó la cosa? La cosa arrancó esa misma mañana cuando me levanté, después  de afeitarme y cambiarme me tomo a la carrera el mate cocido con leche en la cocina de la pensión y rajo hasta la parada de la esquina para agarrar el rápido de las seis. Pero algo me decía que no, algo me decía la cosa no venía bien. Y ya en el bondi escucho en la radio: las autoridades de salubridad advierten a la población que un compuesto en mal estado en la leche entera “La Martita” está provocando un raro cambio en la población masculina.  Yo había tomado mi tasa diaria de mate cocido con leche, yo sabía que la patrona compraba leche entera “La Martita”, era sumar dos más dos. ¡Listo, cartón lleno!.

A alguien próximo, amenazante.

EL TUERTO: ¿Qué pasa? Sí a usted, ¿qué pasa? ¿Dije algo gracioso?... Ah, bien... El primer síntoma lo sentí alrededor de las diez de la mañana, un hormigueo, como si la sangre se me hubiese puesto a hervir. Después un sudor frío acá. Al entrar en la garita el Chino que me advierte que estaba caminando raro.
Yo lo paro en seco: “¿Qué pelotudez estás diciendo vos?”. 
“Y, raro, raro, don  Comesaña. No sabría precisarle –se atropelló el chico.
Apenas una hora después, pude advertir lo que había descripto mi compañero: los zapatos de golpe me bailaban, los pies se me habían reducido por lo menos dos números y al caminar debía hacer un esfuerzo terrible para no contonearme como esas mocosas que pasean por la calle Florida (se abre el saco y apunta con las tetas) Antes del mediodía ya habían empezado a crecerme estas.

¡A ver, usted que tiene pinta de despierto, míreme y explique ¿cómo un tipo como yo, alguien que ama andar en mangas de camisa, dando órdenes por el playón, transpirando y puteando a los gritos, un líder, digamos; podía ahora de golpe encerrarse en la garita como un puto monaguillo, sin moverse, sin decir esta boca es mía, sin desabotonarse el saco para no mostrar esto?

Pero uno es pobre, la plata nunca sobra y hay que trabajar. Pasadas las doce salieron tres contenedores con frutas secas de República Dominicana, dos con abanicos y muñecos de tela con origen en Taiwán, y después ingresó un embarque de aceite de oliva de San Rafael. Seguí hasta la una supervisando la salida de los camiones (se señala las tetas) pero estas dos eran una presencia anormal y de mierda que me sacaban la concentración y me ponían ciego de furia. Pasadas las dos tuve un cruce de palabras con el Turco Matta. El Turco es un tipo de cuidado, es uno de los choferes más antiguos y a partir de una cuestión turbia por un faltante en un embarque de gomina para el pelo habíamos discutido y haciendo uso de mi autoridad yo le había dado un par de sopapos. Nada del otro mundo, sólo para poner las cosas en su lugar. Pero sabía que el ladino estaba esperando que cometiera el mínimo error para exponerme.

Y a eso de las tres mi paciencia ya llegó al límite. El vaivén de caderas con un poco de buena voluntad podía sobrellevarlo, en cambio estas ubres habían tomado una dimensión tal que, por más que me encorvara y metiese el tórax para adentro ya se me notaban bajo el saco. Para hacer bulto me envolví el cuello con una chalina medio apolillada que encontré en la garita, pero en el playón hacía cerca de 35 grados y transpiraba como un beduino. Para colmo, cuando daba alguna orden la voz se me aflautaba en un falsete que por más que tosiera y simulara un catarro era imposible de justificar (a alguien próximo) ¿A usted le parece que así un hombre honrado puede trabajar?

Se me ocurrió poner como excusa una diligencia a las oficinas de la Aduana, dejé al Chino a cargo de la garita y me fui. Me tomé el primer ómnibus de regreso, me bajé en Tacuarí, a tres cuadras de la pensión para evitar encontrarme con algún conocido y cuando reconocí el escaparate de la tienda entré. Ahí fue donde compré el corpiño y la pelotuda esta me dice “señor, no se preocupe”

Revisa en la góndola. Al verdulero.

EL TUERTO: “¿A cuánto la papa blanca, Jaime?”… Decidí recluirme en la pieza para analizar la situación. Apagué la luz y me tiré a fumar en la cama. Más que indignado, me aturdía el desconcierto, ¿cómo podía un hombre de cincuenta años, ya hecho como yo, terminar convertido en hembra? Se me vino la imagen de Albertito. Albertito es el hijo de la Delia, mi hermana. El pobre chico siempre fue manfloro, le robaba la ropa a la madre, se depilaba las cejas. Pero Albertito quería ser mujer, en cambio, ¿en qué categoría entraba lo mío? ¿Había sido víctima de un envenenamiento? ¿De un capricho del destino? ¿De un accidente? ¿Dónde tenían la cabeza los fabricantes de esa podrida leche para provocar semejante desbarajuste? Demasiadas preguntas –me dije- y yo no tenía ni tiempo ni ganas para preguntas, era un hombre de acción y, sobre todo,  ¡necesitaba seguir siendo hombre, caray!

Esa noche, a la hora de la cena me quedé en la pieza mordisqueando unos bizcochos y me tomé media botella de grapa mientras buscaba en la radio: los informativos no aportaban demasiadas novedades, en las puertas de la empresa láctea se había reunido una manifestación con los familiares de los intoxicados. Esas cosas no sirven para nada. Recién pude conciliar el sueño de madrugada, dormí mal, soñé con el Turco Matta. Estábamos en el playón de descarga frente a frente. Presagiando pelea, todo el personal de la mañana se había reunido en torno a nosotros. El Turco llevaba algo en una mano y me lo extendía: “Che, Tuerto, te traje este obsequio” –decía, alzando la voz con tono zumbón. Yo agarraba el paquete, lo abría, era una cajita de música, levantaba la tapa y una bailarina diminuta vestida con una de esas polleritas de gasa rosa se incorporaba y se ponía a dar giros. Yo notaba que entre los curiosos se forzaban algunas toses para evitar la risa. El desafío estaba echado. Dejé caer esa cajita de mierda a un costado y reculando un paso saqué el cuchillo. Comencé a medirlo, agazapado, haciendo amagues rápidos. Tenía que estar concentrado porque el Turco tenía fama de diestro con la navaja. De golpe, de la manera estúpida con que suceden las cosas en los sueños, yo me veía vestido con la pollerita, las medias can can y las zapatillitas con puntera de la bailarina. Dejaba caer el cuchillo y elevando las manos empezaba a hacer giros sobre mí mismo. El  personal completo de la dársena estallaba en una carcajada. El Turco Matta, desparramado en el piso y sosteniéndose la barriga con las manos me decía algo que no alcanzaba a entender. Cuando conseguía detener el bailoteo corría hacia la avenida para subirme al primer ómnibus que me sacase de ese papelón. Algo vergonzoso, una experiencia de mierda, la verdad.

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando salí de la pieza y fui al baño, el impacto fue tremendo: me habían crecido dos largos bucles de cabello grisáceo que me caían casi hasta tocar los hombros. Las facciones de la cara, antes duras, angulosas, se me habían rellenado y poblado de gestos delicados. Los hombros anchos y poderosos habían desaparecido, en su reemplazo tenía estas formas regordetas en los brazos, en las caderas y, por supuesto, estaban las dos macizas tetas.

Desnudo y tembloroso, estuve estudiándome sin dar crédito a lo que mostraba el espejo: salvo por esto (se señala la cicatriz del ojo) era una copia calcada de mi hermana la Elsa (a alguien cercano) “No, no me da vergüenza reconocerlo, don, del ojo habilitado me saltaron las lágrimas y lloré como una María Magdalena”.  Es que la situación era improcedente por donde se la mirase, yo soy un tipo llano, de otra época, solterón empedernido, asiduo al cabaret, la verdad que nunca sentí demasiado respeto por las mujeres, las juzgaba como una herramienta o para brindar compañía, o para satisfacer una necesidad física. Pero ahora la realidad me había arrinconado en ese baño mugriento transformado precisamente en una. 

Superado el impacto inicial, estuve un rato espiando que no hubiera movimientos en el pasillo, después salí y me refugié en la pieza. ¿En esas condiciones podía ir al puerto? Imposible. Con mucho cuidado volví al pasillo y usé el teléfono común para hablar al trabajo. Di con el Chino, agravando la voz le pedí que cuando terminase el turno me viniese a ver, que le tenía un encargue.

Cuando el muchacho se presentó en la pensión, subió al primer piso y le abrí la puerta, se quedó congelado. “Es esa mala leche”, le dije. Aunque en pantalón pijama y camiseta, había tenido la delicadeza de ponerme el corpiño y de atarme las crenchas de mi ahora aleonada cabellera con una piola. “Escuchame bien, Chino, en algún momento voy a tener que salir de esta pieza así que tenés que conseguirme ropa”. Sin decir más le anoté la dirección donde había comprado el portasenos y le di unos billetes. El otro fue hasta la tienda y volvió con tres vestidos, una blusa, dos polleras tableadas y dos pares de sandalias del cuarenta y tres. Después se ofreció a ir hasta la cocina a traer la pava con el agua, yo serví un plato con criollitas y compartimos unos mates. El Chino me puso al tanto de las novedades de la dársena, el entrerriano, uno de los operadores más antiguos de la grúa, también había resultado intoxicado. El Turco Matta hizo correr la voz de que lo había visto bajarse de la grúa y escapar del puerto emitiendo gemiditos y zarandeándose como una bataclana. Nos reímos con ganas imaginando la escena, ya que el entrerriano era un grandote bastante mal arreado.

El día siguiente era sábado, sin embargo el Chino volvió a visitarme. Aunque algo atolondrado, no es un mal chico. Traía como novedad algo que no dejaban de repetir por la radio y, por lo tanto, que yo ya sabía de sobra: la partida de leche había sido retirada del mercado, los médicos habían conseguido identificar el compuesto responsable de la intoxicación, aunque todavía no se encontraba el antídoto para revertir sus consecuencias. Visto que la cosa tendía a dilatarse y echando mano a mis influencias en la oficina de personal pedí una licencia por enfermedad hasta tanto se fuese aclarando la historia.

Pasó la semana, encerrado en la pieza por momentos me deprimía y por momentos me invadía una furia asesina. Me mantenía al tanto de las novedades en la dársena a partir de lo que me trasmitía el Chino por teléfono, o de lo que me contaba cuando venía a verme después de cumplir con su turno. Pero el domingo siguiente, los acontecimientos tomaron un giro inesperado cuando el muchacho se me apareció por la pensión con un ramo de flores.

Aunque difícil de medir en toda su magnitud, hay que entender que –digamos- mi interioridad estaba pasando por un momento complejo: junto con los cambios físicos mi sensibilidad, en tránsito de acomodamiento, era bombardeada por un millón de emociones y sentimientos nunca antes experimentados. Así, detalles pavotes, como un valsecito criollo escuchado por la radio, o los malvones florecidos de una maceta del pasillo, de repente y sin motivo me provocaban un nudo en la garganta y hacían que el ojo sano se me llenase de calientes lágrimas. O de golpe sentía el impulso irrefrenable de cantar y reír a los gritos, algo que dos semanas atrás era inconcebible y lo más alejado de mi carácter. ¿Debía aceptar esa novedad o reprimirla?  ¿Seguía siendo Santos “el Tuerto” Comesaña o estaba naciendo en mí otro ser? (a alguien cercano) A usted, el de la cara inteligente, ¿qué tiene para decir? ¿Qué opina?

En cuanto a las emociones que me unían con el Chino, la confusión obviamente no iba a la zaga. ¿Cómo se da el tránsito de un sentimiento varonil a otro que no lo es tanto? ¿Qué es lo que se trastoca? Una tarde de sábado en que habíamos estado escuchando los resultados de los partidos del ascenso, al verlo volver al cuarto con la pava de agua caliente supe que estaba enamorado.

El Chino y yo nos casamos un cinco de enero del año siguiente, fue una ceremonia discreta y, lógicamente, sin valor legal,  ya que corría el año 67 y en el país una legislación sobre el casamiento entre personas del mismo sexo todavía era impensable. El responsable de casarnos fue el hijo de mi hermana la Elsa, que habiendo postergado sus propios planes para transformarse en mujer se había puesto a estudiar de cura.

Pedí la jubilación anticipada en el puerto y empecé a coser para afuera. Un año más tarde mi cambio físico, por lo menos desde lo exterior, ya era casi completo, entonces decidimos agrandar la familia. Consultamos y decidimos adoptar, nuestra hija se llama Martita, ya tiene cuatro años. La llamamos Marta lógicamente en homenaje a la leche entera “La Martita”.

Vuelve a buscar en las góndolas. Al verdulero.

EL TUERTO: “No sé si voy a llevar las papas o un kilo y medio de zucchinis, Jaime. Esta noche puedo hacer zapallitos rellenos”... Acostumbrarse a lo que nos toca y aguantar, qué se le va a hacer. Lo que nunca terminó de cuadrarme fue lo de vestirme de hembra, por ahí a las cansadas me pongo una pollera estampada, algún body, más que nada de entrecasa porque al Chino le gusta. 

Y esa es la historia. El problema de la mala leche al final se arregló, las autoridades reaccionaron, de ahí en más se reemplazó el conservante y la empresa indemnizó a los afectados. ¡Bah, la realidad es que nos dieron una miseria! Pero ese año unos trescientos cincuenta varones tan inocentes y desprevenidos como yo vieron cambiada su vida. Y hubo que adaptarse y seguir, qué otro remedio.

Y ahora me voy. ¿Qué hora es? Todavía tengo que pasar a buscar a Martita por la guardería (al verdulero) “Me voy a llevar los zucchinis, Jaime” (a alguien cercano, amenazante) ¿Qué pasa?  ¿Y por qué esa sonrisa? ¿Le parece gracioso lo que digo?... Ah, me parecía. Salute.

Sale rumbo a la Caja. APAGÓN