miércoles, 6 de febrero de 2013

Huérfanos

Mi padre cumplió en junio ochenta y dos años, mi madre tiene setenta y nueve, llevan cincuenta y siete años de vida juntos, todo un registro si uno piensa en lo que duran hoy las parejas. Con Carla y Matías, mis dos hermanos, los vemos poco. En nuestra familia, en realidad, todos nos vemos poco, nunca pusimos mucha energía en esto de reunirnos y para cuando sucede elegimos un restaurante.

Un restaurante es el sitio acorde porque es territorio neutral, hay una serie de reglas por cumplir, uno no puede andar levantando la voz, tirándose platos por la cabeza, o acomodándose para dormir la mona en un sillón; pero a cambio goza de ciertas ventajas: cuando sobreviene el aburrimiento o nos hartamos de escuchar al que tenemos al lado, sencillamente nos paramos y nos vamos.

En su vida activa mamá daba clases de piano, papá era profesor de educación física y guardavidas. Una historia como tantas: se conocieron en el colegio donde ejercían, se pusieron de novios, se casaron y luego entramos en escena mis hermanos y yo. Gracias al trabajo de guardavidas de mi padre, con Carla, Matías y mi madre recorrimos todas las playas de la costa atlántica, ese es el mejor recuerdo que guardo de mi infancia: papá desde su atalaya con la vista concentrada en los bañistas, mi madre bajo tres toallones leyendo alguna revista sin el menor interés por nosotros, que podíamos movernos y retozar a gusto por la playa y los médanos.

De los tres hermanos yo soy el mayor y, de lejos, el más sensible, a causa de esto arrastro algunos problemas con el alcohol. Matías, en cambio, siempre ha tenido una energía y una seguridad envidiables, hoy es un exitoso abogado del foro judicial, con domicilio en un barrio caro de Zona Norte, esposa y tres hijos en edad escolar. Mi hermana Carla, por su parte, creo que desde siempre estuvo algo tocada, es psicóloga de niños, va por el segundo divorcio, tiene dos varones adolescentes que prefieren vivir con el padre y se tiñe el pelo de color anaranjado. Yo soy editor de revistas, trabajo en forma independiente para un par de sellos importantes, el año pasado me separé, mi vida está algo descompaginada, aunque asisto regularmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos.

Voy a intentar contar esta historia lo más llanamente posible, de lo contrario puede pasar por un chiste exagerado, una alegoría, o directamente (y me adelanto a decirlo antes de que alguien lo piense) como el resultado de una botella y media de J&B. Primero sucedió lo de mamá. Yo vivo en Barracas, al centro vengo poco, un viernes de principios de mayo tenía una reunión en una de las editoriales y se me ocurrió organizar uno de estos encuentros familiares. Matías enseguida dijo que no –sospecho que no tenía muchas ganas de movilizarse con toda la prole hasta el centro- y Carla avisó por mensajito que estaba en Córdoba en un congreso, o un seminario de psiquiatría.

Llamé a papá y a mamá por teléfono y, entonces, quedé con ellos. Se me ocurrió reservar en un restaurante de cocina vasca que había conocido en un almuerzo con unos editores españoles, que está a un par de cuadras de Plaza Congreso. Llegué una media hora antes, era temprano y el local estaba vacío. Me tomé una botella completa de agua mineral pensando en nuestra infancia y preguntándome qué cosa había sucedido para que todo resultara de la forma en que luego resultó. ¿Cuánto hacía que no veía a papá y a mamá? Unos cuatro meses, desde la última Navidad. A los pocos minutos los vi trasponer la puerta: papá me pareció algo más delgado, pero se lo veía erguido y aún mantenía los hombros poderosos de sus épocas de bañero, mamá venía semioculta detrás. Sortearon la distancia que había hasta la mesa y cuando llegaron junto a mí sucedió esto que quiero relatar: la mujer que había ingresado detrás de papá y que entrevista detrás de su corpachón mientras se aproximaba era mi madre, al llegar junto a mí ya no. Quiero decir, era alguien con un parecido notable a mamá, pero era una extraña.

Si me permiten, quiero detenerme para razonar un poco esto: una persona puede tener la complexión física, la estatura, el cabello, el corte de la cara, el color de piel, el estilo en el vestir parecidos, muy parecidos, incluso idénticos a los de otra; sin embargo hay algo indubitable que a simple vista distingue un ser humano de los otros siete mil millones que habitan el Planeta Tierra, y que, podríamos decir, constituye su ADN, ese algo está en los ojos, en la expresión de la mirada. Pues bien, esos ojos, la expresión de esa mirada no eran los de mi madre, esa mujer, sin dudas, no era ella.

Como es lógico, sentí un sacudón interior, el desconcierto se agravó cuando la mujer, con una sonrisa natural se inclinó y me besó en la frente tal cual lo hacía mi madre. Levanté la vista hacia papá, que me contemplaba con la afabilidad un poco torpe de cada encuentro y, porque lo conozco, tuve la certeza de que ignoraba lo que estaba sucediendo.

Justamente esa noche yo cumplía ocho meses sin alcohol -lo recuerdo porque cuando llegué a casa lo anoté en un papel que tengo pegado en la heladera- venía durmiendo bien, no estaba consumiendo psicotrópicos, no podía haber error ni engaño: esa mujer que ahora se sentaba como si nada y, escandalosamente, estaba ocupando el lugar de mi madre, era otra persona.

Ahora bien, sabido esto y volviendo al almuerzo, ¿qué hacer? ¿Cómo sobrellevar la situación? Ignoro si fue instinto, desesperación, o esa inteligencia oscura que hay detrás del pensamiento, la cuestión es que ese algo me murmuró al oído que nada de gritos, ni de escándalo, no debía producirse una escena; y entonces disimulé, fingí naturalidad, compartí una cena agradable hablando de generalidades -por las dudas nunca de nada que pusiera en aprietos a la desconocida-; y así transcurrió la velada, cenamos una entrada de rabas, cazuela de mariscos, tiramizú y nos despedimos pasadas las once.

Mi padre siempre fue un hombre distraído, para mí esa es una realidad incontrastable. Nuestra infancia está plagada de anécdotas al respecto, baste mencionar la vez que volviendo de Mar de Ajó (mi madre esa vez no era de la partida) nos dejó a Carla y a mí, de 5 y 6 años, olvidados en una estación Isaura a la altura de Santa Teresita. Se percató a los 60 kilómetros, cuando Matías,  desde su sillita del asiento trasero le preguntó por qué sus dos hermanos se habían quedado a vivir en la playa y él no. Se comprenderá que hablo de distracción intentando encontrar algún argumento que explique lo sucedido, pero la verdad es que incluso hoy no lo entiendo.

Dejé pasar todo el día siguiente y por noche llamé a mis hermanos. No les adelanté de qué se trataba, solo dije que debíamos reunirnos porque tenía algo importante que comunicarles. Nos encontramos a la mañana siguiente en el consultorio de Carla. Era domingo, el edificio en que mi hermana atiende estaba vacío. Preparó café y nos sentamos entre un grupo de mesas, muebles y silloncitos para liliputienses (como trata a niños, vaya uno a saber por qué mi hermana entiende que el lugar debe mostrar un aspecto a escala). Les relaté paso a paso lo sucedido, Matías me estudiaba en silencio, Carla se puso a caminar con su taza en la mano.
- Si decís que hace ocho meses que no tomás, no lo pongo en duda –dijo.
Supe que ninguno de los dos me creía. Para mis hermanos yo soy un ser en equilibrio inestable, alguien que no sabe muy bien cómo lidiar con la vida, no les faltan argumentos pero en este caso se equivocaban:
- Organicemos un encuentro –propuse.
Aceptaron a regañadientes. No había cumpleaños cercanos y que cayésemos en casa de papá y mamá sin motivo iba resultar más que sospechoso. Matías planteó que el sábado siguiente su hijo mayor había invitado a los compañeritos de rugby de la escuela porque habían ganado un torneo intercolegial, no era el mejor argumento para citar a nuestros padres, pero en fin. Carla quedó en que se encargaría de avisarles y convinimos para el sábado a primeras horas de la tarde en casa de Matías.

Ese día abordé un ómnibus diferencial y estuve en Olivos pasado el mediodía. Cuando llegué Carla ya estaba allí, se la notaba ansiosa, los hijos de Matías y el ruidoso team de rugby zapateaban en algún lugar de la planta alta, donde la dueña de casa les había servido pizzas y gaseosas. Cerca de las dos llegaron papá y nuestra falsa madre. Cuando ingresaron al living a Carla le salió de la garganta un gritito ahogado, quiso incorporarse del sillón pero trastabilló y se cayó de traste al piso. En esos primeros segundos se produjeron una serie de movimientos inconexos: la mujer de Matías, que había hecho bajar a sus tres hijos para saludar a los abuelos, los remontó casi en el aire de regreso a la planta alta, mi hermana, imposibilitada de hablar, no hacía más que buscar con ojos homicidas la mirada de la extraña. Temiendo que la situación se desbocase Matías improvisó unas palabras sobre lo bueno de reunirnos y la importancia de los lazos familiares. Dentro de lo raro de la escena, yo por lo menos sentía la tranquilidad de que ahora sí me creían.

Como dos trenes que se aproximan de frente por la misma vía, pensé, la confrontación tarde o temprano se haría inevitable. Pero no, para mi sorpresa tampoco esta vez sucedió: una energía blanda y algodonosa  –conectada tal vez con esa tarde soleada y de clima agradable- propició el mismo mecanismo de la cena y entonces todos fingimos, hicimos como si nada fuera de lo común estuviese sucediendo. Nuestra falsa madre enumeraba recuerdos de familia con una precisión de cirujano, por su parte, papá asentía y nos contemplaba con una ternura tal que partía el alma. ¿Qué contraponer a eso? ¿Cómo imponernos y triunfar?

Tomamos el té, en algún momento aparecieron un par de álbumes de fotos, los hicimos circular bromeando y riendo. Yo, de todas formas, vigilaba las reacciones de mi hermana, que sobrellevaba el encuentro presa de una violenta lucha interior. Salvo la confusión de Carla, el clima se hizo tan relajado que en un momento la mujer de Matías propuso una partida de burako. A eso de las seis y media papá dijo que se tenían que ir, Matías les pidió un coche, los chicos bajaron a despedirlos y papá y la mujer partieron.

¿Puede alguien confundir a una persona con la que convivió por más de cincuenta años? Si esto sucede, ¿debe enmarcarse dentro de los parámetros de un comportamiento normal o implica un desorden? ¿Papá estaba senil? ¿Adónde había ido a parar nuestra madre? ¿Qué se proponía la extraña? ¿Y si nuestro padre no estaba demente y era cómplice de la desaparición de su verdadera esposa? Si esto ocurría ¿no era una ingenuidad mostrar a la impostora a sus propios hijos? ¿Debíamos hacer la denuncia? ¿En qué términos? ¿Y si por el contrario era mamá la responsable y había abandonado a nuestro padre? Peor aún, ¿si ella había contratado e instruido a esta falsa madre para cubrirla en la huida?

Nos mantuvimos sopesando la situación en casa de Matías casi hasta la medianoche. Como buen abogado, a mi hermano le preocupaba la criminalización del asunto, si lo denunciábamos lo más probable era que se iniciase una causa por la desaparición de nuestra madre, si existía peligro de fuga la impostora podía ir a la cárcel, papá otro tanto o, en el mejor de los casos, sería declarado insano e internado en un neuropsiquiátrico.

Que no suene a justificación de nada, pero nuestra relación con mamá no se había caracterizado precisamente por el afecto, en nuestra infancia y mucho más luego, su comportamiento hacia nosotros había sido el de un raro desapego. Recuerdo que de chico había odiado eso, ¿dónde estaba el amor?, me preguntaba, era como si en algún momento algo se hubiese quebrado en su interior y a partir de allí su deseo se localizase en una zona remota, más allá de nosotros y de mi padre. Si a papá ahora se lo veía animado en compañía de la otra y mi madre había iniciado una nueva vida, ¿era una monstruosidad aceptar el actual estado de cosas y ya?

Nos separamos con un montón de interrogantes y sin decidir nada. Lo mejor por el momento era dejar las cosas como estaban. Busqué poner la cabeza en el trabajo, tenía en carpeta la producción periodística de una revista sobre alimentación y unos fascículos encargados por un sello del exterior sobre las virtudes del caballo criollo.

Una noche, pasadas las doce, como es su costumbre, me llamó mi hermana diciendo que estaba deprimida y con un montón de dudas:
- Estuve pensando, ¿y si nos equivocamos y es nuestra madre?
- ¡Carla, esa mujer no es mamá!
- No lo sabés, no la vemos seguido, la gente cambia…
Se puso a llorar, no quise seguir escuchando y le corté.

No sé cómo sucede, pero a veces los problemas por algún mecanismo secreto se encausan solos, lo único que hay que hacer es dejar transcurrir tiempo en el medio. Pasó un mes, luego dos, y cuando reaccioné estábamos en vísperas de Navidad. Como cada año teníamos nuestra cita del restaurante, para bien o para mal allí habría que hacer frente definitivamente a la situación.

Nos reunimos al mediodía del 25, pasados los excesos y el vértigo de la Noche Buena. Mi hermano Matías había elegido un local de comida armenia en Palermo, yo llegué media hora tarde porque al Subte D se le había antojado dejar de funcionar. El restaurante era pequeño, allí estaba mi familia completa ocupando una mesa larga: en el extremo que daba a la vidriera se ubicaban mis sobrinos abstraídos en sus videojuegos (les habían anticipado que iban a ver otra vez a la hermana gemela de la abuela, porque ella seguía enferma; al parecer ellos lo tomaron con naturalidad, pero para Carla era un disparate que podía provocarles trastornos y había discutido con mi hermano); junto a los chicos se sentaban Matías y Carla, luego la mujer de Matías, a continuación nuestra falsa madre, y junto a ella la silla vacía con el saco de papá, que estaba en el baño. Quedaba libre la cabecera, así que allí me senté yo.

La mujer de Matías y la impostora conversaban en voz baja sobre algo ininteligible, parecían congeniar, en cambio, por la actitud de mis hermanos supe que algo no estaba del todo bien. Matías no me había saludado y le untaba un menjunje verde en un pancito al menor de mis sobrinos con una dedicación incomprensible. Mi hermana, en tanto, se llenaba la copa de vino y la vaciaba con la mirada clavada en el techo (se notaba que había estado llorando) La busqué sin disimulos hasta que bajó los ojos:
- ¿Qué pasa? 
- No voy a hablar –me respondió, cortante.
Convengamos que no era la situación ideal, estamos de acuerdo, pero en la sociedad también había familias que albergaban comedores de insectos, piratas del asfalto, no sé, gemelos unidos por la espalda, a nosotros nos habían cambiado a nuestra madre, qué otro remedio. Decidí que si para los postres Matías no encaraba de una vez por todas el asunto, como hermano mayor lo haría yo.

Se acercó el mozo y pedimos las entradas, le pregunté si preparaban un plato hecho con hojas de parra rellenas con arroz y especias del que no recordaba el nombre, en ese momento sentí la mano en el hombro y respiré el perfume del agua colonia de papá:
- Feliz Navidad, Martín.
La vista del desconocido y la sensación de un puño cerrándoseme en el estómago fueron simultáneas. Me brotó una carcajada. ¿Quién era ese anciano? ¿Qué hacía allí, vestido y hablando como mi padre, esa mala copia de mi padre? Reí y reí sin parar (se comprenderá que ante ciertos estímulos uno no maneja las reacciones), Matías y Carla sacaban chispas por los ojos, mis sobrinos, que en un principio me habían mirado con curiosidad, se contagiaron y de las mesas vecinas se empezaron a escuchar murmullos.
¿Era un disparate? ¿Era una locura? Probablemente. De todas formas el fenómeno guardaba una lógica brutal: lo que en un principio había sucedido con mamá, con nuestro padre cerraba el círculo, lo completaba. Allí teníamos ahora a dos muletos, más frescos, renovados, sin la carga de tanta historia en común, ¿por qué no?  No había que buscar una explicación, estaba en nosotros aceptarlo o rechazarlo.
Con los ojos llenos de lágrimas, poco a poco me fui calmando, vi que Carla con manos temblorosas volvía a servirse vino en su copa y le acerqué la mía (era una pena, caían por tierra doce meses sin beber). Entonces me mantuve ajeno al ruido de los cubiertos y a las voces de la mesa, imaginando un sitio insólito, un lugar absurdo en una dimensión extraña a todo lo conocido, y en él logré divisar a papá y a mamá caminando juntos por lo que podía ser una costa o una playa vacías, con aspecto relajado, exceptuados para siempre de la obligación de ser, y me sentí mejor.