Quizás resulte más claro lo que digo si se me permite contar una breve historia. El relato tiene como protagonista a alguien que llamaré Carlos “Milanesa” Rodriguez (el nombre es falso, pero a los efectos del relato sirve). Milanesa Rodriguez era uno de estos seres dedicados a vivir de lo ajeno, desde hacía unos cuatro años se aplicaba a entrar por la fuerza en domicilios en la que sólo se encontraban ancianos. Milanesa era meticuloso, trabajaba solo y –algo bastante peculiar, ya que hablamos del mundo del hampa- odiaba las armas.
Como no iba armado, para franquearse la entrada a los domicilios se travestía de empleado de una conocida compañía de gas. Había descubierto que el uniforme generaba confianza, bajaba las defensas e invariablemente los viejos le abrían la puerta con una actitud amistosa. Entonces, simulando la punta de un arma dentro del bolsillo irrumpía a los gritos, hacía retroceder a los ancianos hasta la cocina y los maniataba a una silla.
Milanesa operaba en barrios tranquilos, con poco movimiento,
y le iba muy bien. El secreto de su éxito radicaba en el trabajo de
inteligencia previa, la información que obtenía en minuciosas recorridas de
estudio le permitían dar los golpes siempre en el sitio conveniente, minimizando
los riesgos y maximizando los resultados. Así trabajó durante dos años, sin un
traspié, hasta que un día como tantos, al irrumpir en un hogar, mientras ataba
a su víctima a una silla de la cocina, sintió olor a gas.
Al momento de elegir su falsa identidad de operario, Milanesa Rodriguez se había provisto de una importante cantidad de folletos, manuales e instructivos sobre el funcionamiento de las redes de gas domiciliario, si a esto sumamos el know how propio de alguien que se da maña para reparar cualquier desperfecto de su propio hogar, se comprenderá la seguridad y rapidez con que identificó que ese olor se debía a una pérdida y que dicha pérdida provenía de la cocina de cuatro hornallas que veía allí, entre la mesada y la heladera de aquella casa.
No pudo evitar el impulso, y luego de recaudar todo el efectivo que logro encontrar, se instaló junto a la cocina y desarmando los quemadores, controlando las conexiones del horno y las juntas de la manguera con la red de gas de la pared, solucionó la pérdida. Durante el tiempo que duró la operación, el anciano no pudo sacarle la vista de encima ni disimular la expresión de desconcierto, y antes de que Milanesa se retirase le agradeció el arreglo.
Se trató –convengamos- de un comportamiento extravagante, y aquella noche, ya en la cama, Milanesa tuvo una sensación extraña, contradictoria: ¿el arreglo de esa cocina había respondido a una necesidad genuina, o había sido el uniforme que llevaba puesto el responsable de aquella reacción? ¿Había un trasfondo de culpa, de prurito moral que se manifestaba de esa manera, o ya no lo satisfacía robar y estaba necesitando nuevas emociones? Los pensamientos lo desvelaron durante varias horas, impidiéndole el descanso, pero Milanesa Rodriguez era un optimista de la acción, una persona extremadamente práctica que aceptaba lo que la vida le ponía adelante. “El ser humano es un mecanismo complejo –se dijo- puede tener momentos de lucidez y otros de comportamiento errático, pero tanto unos como otros obedecen a un plan mayor, a una energía superior que estipula hacia dónde va la vida de cada quién y contra eso no hay tu tía”.
A partir de aquel suceso, sin embargo, en la interioridad de Milanesa pero, sobre todo, en el modus operandi de sus asaltos, algo se alteró para siempre: no sabría explicar el por qué, pero cuando irrumpía en los domicilios era como que una porción de su cerebro siempre estaba atenta a la falla, a la fuga, al desperfecto. Pasaba revista a las conexiones externas, al termostato de los calefones, al piloto de los tiro balanceado, y si encontraba una anomalía, luego que concluir con el robo, se ponía manos a la obra. No es necesario aclarar que por estos trabajos no cobraba (obviamente acababa de robar a sus clientes, con qué iban a pagarle). En su bolso de trabajo comenzó a llevar algunos repuestos: válvulas, llaves de paso, termocuplas. En una ocasión, constató una pérdida en la cañería central que entraba de la calle, se trataba de un trabajo de magnitud que había que emprender a la brevedad, él mismo se encargó de llamar a la compañía para que mandaran a una cuadrilla. El cliente domiciliario, por lo general era imprudente con el manejo del gas, no tenía conciencia del peligro al que se exponía con la más sencilla pérdida, y tras los asaltos se encargaba de concientizar a sus víctimas, de dejarles un mensaje.
Lo cierto es que Milanesa Rodriguez con el correr de los atracos fue adquiriendo experiencia. No era un mal técnico y, sobre todo, el oficio le gustaba. En una noche de copas habló sobre lo que estaba viviendo con sus compañeros del ambiente, se rieron pensando que les estaba haciendo una broma y no hizo más comentarios sobre el tema. Debía relajar, permitirse vivir el momento, en definitiva quién podía atribuirse la autoridad para dictaminar qué hacer, o cómo vivir.
Transcurrió un año completo, Milanesa seguía cumpliendo el doble rol con dedicación y buen ánimo, hasta que se produjo el incidente de la camioneta. Buenos Aires es una ciudad intrincada, pero más tarde o más temprano los destinos terminan por cruzarse: cierto día, saliendo de asaltar un chalet de Zona Norte vio pasar la camioneta de la compañía a la que simulaba pertenecer, el vehículo disminuyó la velocidad, un operario se asomó por la ventanilla y le gritó si iba para la empresa. Milanesa Rodriguez se paralizó, un cúmulo de sensaciones lo tomaron por asalto: ¿Qué hacer? ¿Era una señal, o era el simple azar que lo ponía a prueba? No lo pensó demasiado, con mil cosquillas en el estómago les gritó que lo esperaran, apretó el bolso de trabajo bajo el brazo y se trepó al vehículo.
Luego del suceso de la camioneta -y con una gran cuota de audacia - Milanesa aprovechó el malentendido para incorporarse a una de las cuadrillas de calle de la compañía. De inmediato mostró excelentes cualidades, pasaron varias semanas de trabajo intenso, pero como era dable esperar la situación irregular debía llegar a su fin: era alguien que no figuraba en la oficina de personal, nadie lo conocía, nadie lo había contratado y, sobre todo, no reclamaba sueldo alguno. Con el apoyo de sus compañeros blanqueó su condición y como era un buen operario fue incorporado y cobró su primer sueldo.
Su ascenso en la empresa fue meteórico: a los seis meses de integrar las cuadrillas de calle pasó a la Oficina de Mantenimiento, en poco tiempo fue nombrado Jefe de Sección, medio año más tarde lo enviaron a la Planta Central de la compañía, en Amsterdam, para perfeccionarse. Mientras tanto, los robos, como ahora debía cumplir horario quedaron para los fines de semana. Además, representaban una complicación, porque al ser ya un operario legítimo sus compañeros lo interrumpían a cada rato por handy para pasarle órdenes de reparación, hacerle consultas o, simplemente, para convenir un horario para pasar a buscarlo por el domicilio de sus víctimas. Pero la realidad es que fue perdiendo el interés, sus salidas a robar se fueron espaciando, comenzaron a languidecer y con la misma naturalidad con que había reparado la primera pérdida de gas, un día cualquiera llegaron a su fin.
Hasta aquí llega, a grandes trazos, esta historia. En la actualidad, Carlos “Milanesa” Rodriguez es Gerente de Logística para América Latina y el Caribe y ocupa una oficina con vista al Río de La Plata. Es precisamente de ese despacho desde donde escuchó por radio la noticia del asalto en Ingeniero Budge (él y yo, se habrá deducido, somos la misma persona) Y así funcionan las cosas en el mundo, a veces las historias se reiteran, con algo de maquillaje, cambios de escenario y de actores, los argumentos se repiten. Tengo la esperanza que los muchachos que irrumpieron en esa casa, robaron y antes de huir le dieron una mano de pintura al living y a un cuarto, colaborando con esta buena gente que evidentemente estaba en proceso de reciclar el hogar, si leen estas líneas puedan sentirse algo menos confusos.
Al momento de elegir su falsa identidad de operario, Milanesa Rodriguez se había provisto de una importante cantidad de folletos, manuales e instructivos sobre el funcionamiento de las redes de gas domiciliario, si a esto sumamos el know how propio de alguien que se da maña para reparar cualquier desperfecto de su propio hogar, se comprenderá la seguridad y rapidez con que identificó que ese olor se debía a una pérdida y que dicha pérdida provenía de la cocina de cuatro hornallas que veía allí, entre la mesada y la heladera de aquella casa.
No pudo evitar el impulso, y luego de recaudar todo el efectivo que logro encontrar, se instaló junto a la cocina y desarmando los quemadores, controlando las conexiones del horno y las juntas de la manguera con la red de gas de la pared, solucionó la pérdida. Durante el tiempo que duró la operación, el anciano no pudo sacarle la vista de encima ni disimular la expresión de desconcierto, y antes de que Milanesa se retirase le agradeció el arreglo.
Se trató –convengamos- de un comportamiento extravagante, y aquella noche, ya en la cama, Milanesa tuvo una sensación extraña, contradictoria: ¿el arreglo de esa cocina había respondido a una necesidad genuina, o había sido el uniforme que llevaba puesto el responsable de aquella reacción? ¿Había un trasfondo de culpa, de prurito moral que se manifestaba de esa manera, o ya no lo satisfacía robar y estaba necesitando nuevas emociones? Los pensamientos lo desvelaron durante varias horas, impidiéndole el descanso, pero Milanesa Rodriguez era un optimista de la acción, una persona extremadamente práctica que aceptaba lo que la vida le ponía adelante. “El ser humano es un mecanismo complejo –se dijo- puede tener momentos de lucidez y otros de comportamiento errático, pero tanto unos como otros obedecen a un plan mayor, a una energía superior que estipula hacia dónde va la vida de cada quién y contra eso no hay tu tía”.
A partir de aquel suceso, sin embargo, en la interioridad de Milanesa pero, sobre todo, en el modus operandi de sus asaltos, algo se alteró para siempre: no sabría explicar el por qué, pero cuando irrumpía en los domicilios era como que una porción de su cerebro siempre estaba atenta a la falla, a la fuga, al desperfecto. Pasaba revista a las conexiones externas, al termostato de los calefones, al piloto de los tiro balanceado, y si encontraba una anomalía, luego que concluir con el robo, se ponía manos a la obra. No es necesario aclarar que por estos trabajos no cobraba (obviamente acababa de robar a sus clientes, con qué iban a pagarle). En su bolso de trabajo comenzó a llevar algunos repuestos: válvulas, llaves de paso, termocuplas. En una ocasión, constató una pérdida en la cañería central que entraba de la calle, se trataba de un trabajo de magnitud que había que emprender a la brevedad, él mismo se encargó de llamar a la compañía para que mandaran a una cuadrilla. El cliente domiciliario, por lo general era imprudente con el manejo del gas, no tenía conciencia del peligro al que se exponía con la más sencilla pérdida, y tras los asaltos se encargaba de concientizar a sus víctimas, de dejarles un mensaje.
Lo cierto es que Milanesa Rodriguez con el correr de los atracos fue adquiriendo experiencia. No era un mal técnico y, sobre todo, el oficio le gustaba. En una noche de copas habló sobre lo que estaba viviendo con sus compañeros del ambiente, se rieron pensando que les estaba haciendo una broma y no hizo más comentarios sobre el tema. Debía relajar, permitirse vivir el momento, en definitiva quién podía atribuirse la autoridad para dictaminar qué hacer, o cómo vivir.
Transcurrió un año completo, Milanesa seguía cumpliendo el doble rol con dedicación y buen ánimo, hasta que se produjo el incidente de la camioneta. Buenos Aires es una ciudad intrincada, pero más tarde o más temprano los destinos terminan por cruzarse: cierto día, saliendo de asaltar un chalet de Zona Norte vio pasar la camioneta de la compañía a la que simulaba pertenecer, el vehículo disminuyó la velocidad, un operario se asomó por la ventanilla y le gritó si iba para la empresa. Milanesa Rodriguez se paralizó, un cúmulo de sensaciones lo tomaron por asalto: ¿Qué hacer? ¿Era una señal, o era el simple azar que lo ponía a prueba? No lo pensó demasiado, con mil cosquillas en el estómago les gritó que lo esperaran, apretó el bolso de trabajo bajo el brazo y se trepó al vehículo.
Luego del suceso de la camioneta -y con una gran cuota de audacia - Milanesa aprovechó el malentendido para incorporarse a una de las cuadrillas de calle de la compañía. De inmediato mostró excelentes cualidades, pasaron varias semanas de trabajo intenso, pero como era dable esperar la situación irregular debía llegar a su fin: era alguien que no figuraba en la oficina de personal, nadie lo conocía, nadie lo había contratado y, sobre todo, no reclamaba sueldo alguno. Con el apoyo de sus compañeros blanqueó su condición y como era un buen operario fue incorporado y cobró su primer sueldo.
Su ascenso en la empresa fue meteórico: a los seis meses de integrar las cuadrillas de calle pasó a la Oficina de Mantenimiento, en poco tiempo fue nombrado Jefe de Sección, medio año más tarde lo enviaron a la Planta Central de la compañía, en Amsterdam, para perfeccionarse. Mientras tanto, los robos, como ahora debía cumplir horario quedaron para los fines de semana. Además, representaban una complicación, porque al ser ya un operario legítimo sus compañeros lo interrumpían a cada rato por handy para pasarle órdenes de reparación, hacerle consultas o, simplemente, para convenir un horario para pasar a buscarlo por el domicilio de sus víctimas. Pero la realidad es que fue perdiendo el interés, sus salidas a robar se fueron espaciando, comenzaron a languidecer y con la misma naturalidad con que había reparado la primera pérdida de gas, un día cualquiera llegaron a su fin.
Hasta aquí llega, a grandes trazos, esta historia. En la actualidad, Carlos “Milanesa” Rodriguez es Gerente de Logística para América Latina y el Caribe y ocupa una oficina con vista al Río de La Plata. Es precisamente de ese despacho desde donde escuchó por radio la noticia del asalto en Ingeniero Budge (él y yo, se habrá deducido, somos la misma persona) Y así funcionan las cosas en el mundo, a veces las historias se reiteran, con algo de maquillaje, cambios de escenario y de actores, los argumentos se repiten. Tengo la esperanza que los muchachos que irrumpieron en esa casa, robaron y antes de huir le dieron una mano de pintura al living y a un cuarto, colaborando con esta buena gente que evidentemente estaba en proceso de reciclar el hogar, si leen estas líneas puedan sentirse algo menos confusos.