Mientras la ciudad entera parecía sumirse en un sueño
profundo, sin sobresaltos, algo, sin embargo, enturbiaba el descanso del Lic.
Fernando Napoleón Banegas. ¿Estrés? ¿La nueva fórmula del solvente fosforado?
¿Fantasías verdes? Difícil precisarlo: la mente de todo gran hombre guarda
dobleces, bolsillitos, furtivas oquedades. Tratando de no despertar a su
esposa, el científico y empresario corrió las sábanas de raso, se deslizó fuera
del lecho y bajó a las habitaciones de servicio. Enfundado en su robbe de
chambre, fue hasta la cocina y abrió la heladera: se sirvió una porción de
ensalada rusa, palmitos, un cuarto de pollo con salsa tártara, rabas, paté,
zanahorias en escabeche y descorchó un Chateaux Petrus cosecha 1989. El
insomnio le despertaba notablemente el apetito.
Minutos después vagaba, perdido en sus pensamientos, por habitaciones inacabables. La Exterminadora del Sur, su mega empresa descucarachizadora, sufría los vaivenes propios de todo gran emprendimiento: bonos, certificados de deuda, movimientos de capital. ¿Podía una mente brillante desasosegarse por tales simplezas? Alzó una París Match, fue al toilette de la planta baja y se sentó en el inodoro. Había llegado a los sesenta con la salud de un roble, a puro talento había construido la mayor compañía exterminadora del Cono Sur, todavía amaba a Olinda, los azares del mercado no podían ni debían quitarle el sueño.
Mientras aguardaba la evacuación se abstrajo en cálidas imágenes: sus primeras cucarachas, siempre había amado exterminar, guardaba audible en su memoria el crujido de los caparazones al ser despachurrados por sus zapatitos escolares ante la mirada amorosa de su madre. ¡Querida mamá! Inicialmente había sido un juego para provocar su admiración, mas tarde nacería la vocación. ¡Mamá, quiero descucarachizar!, habían sido sus palabras adolescentes. Hijo, es una profesión difícil, tu tío Delsio lo intentó con las hormigas negras y fracasó, fue la advertencia de ella. Aunque Carmela Quintas viuda de Banegas nunca lo había reconocido abiertamente, confiaba ciegamente en las capacidades de su hijo, en secreto le compró el primer veneno sulfurado, lo había acompañado a los cursos de exterminio de las Academias Casita Yale, a la tesis de grado en la Universidad de Standfort, Massachussets. Hasta la trágica tarde que murió desnucada por el ala de un parapente.
Sentado en la taza estilo inglés, el Lic. Banegas se dejaba mecer por los recuerdos cuando algo lo trajo abruptamente al presente: primero fue un roce, luego un cosquilleo, seguido por una acometida violenta que le hizo dar un respingo. ¡Caray! ¿Algo se está metiendo por mi traste? Por acto reflejo cerró los esfínteres, pero cien alfileretazos le marcaron que a pesar la valla interpuesta la presencia invasiva lograba franquear la entrada y corría pasillo arriba. Se incorporó, dio un paso torpe hacia el lavatorio pero el pantalón pijama le aprisionó los tobillos y cayó pesadamente al piso. Fueron unos segundos de muda lucha con la ropa de cama. Ya libres los pies, avanzó dando saltos de rana, se colgó de la araña del comedor, subió y bajó una y otra vez las escaleras a la planta alta, pero todo fue inútil. Se detuvo jadeante. Grumos de pensamientos se entrechocaban en su cerebro: ¿Una cucaracha? ¿Una cucaracha había penetrado por su orificio excretor? ¡Caray! ¡Qué abuso! ¡Qué escándalo de la razón! Enjugándose el sudor se dejó caer en un sillón. Debía serenarse. Si no se trataba de una pesadilla y en verdad había ocurrido, ¿por qué tanto espamento? No iba a enloquecer. Justamente él, un milagro del pensamiento occidental, sólo necesitaba organizarse y buscar la forma de librar esa nueva batalla.
Las primeras luces del amanecer descubrieron la figura de aquel hombre inescrutable, el rostro gris, los ojos como brasas, sentado en la inmensidad de un living fastuoso, sumido en fatídicas cavilaciones.
Aquel lunes, La exterminadora del Sur inició la semana laboral con los movimientos de rutina: el personal de limpieza terminó su trabajo hacia las seis, a las siete rotaron los recepcionistas y se habilitó el comedor para el desayuno. A las ocho en punto, el personal de seguridad franqueó el ingreso a una figura por demás curiosa: de lentes ahumados, sobrero de ala ancha, piloto con solapas levantadas y un extraño andar, la autoridad máxima de la empresa se dirigía hacia los ascensores en un estado de completa abstracción. Si una ‘periplaneta americana’, en su defecto, si una repulsiva ‘siplorella’ habían osado penetrar en su cuerpo, ¿se trataba de una circunstancia fortuita, de un hecho casual? De ninguna manera. Él era un científico, una mente positivista: había allí un acto absolutamente premeditado. Ahora bien, ¿el ortóptero en cuestión tenía una somera idea de con quién se enfrentaba? Su Compendio del Matacucarachas era la Biblia del exterminador, había agotado veinte ediciones, era utilizado de manual en las escuelas primarias. Sólo debía enfriar la mente y poner manos a la obra.
Ya en su despacho, el Lic. Banegas suspendió las entrevistas del día y le pidió a su secretaria una pizarra y marcadores. Echó llave a la puerta, consultó sus cuadernos y se puso a transcribir en la pizarra apuradas fórmulas. La tetrametrina, tanto como los insecticidas órganofosforados actúan sobre el sistema nervioso inhibiendo las enzimas. Mediante la transmisión de señales eléctricas impiden la metamorfosis transportando al nido el poder exterminador. ¿Pero podía pensar en fórmulas convencionales? Evidentemente no estaba razonando bien: el campo de operaciones había cambiado de cabo a rabo, se trataba de su propio cuerpo.
En tales disquisiciones se hallaba, cuando se produjo el primer ataque: de pronto el cuerpo se le plegó como un libro y el Lic. Banegas se chocó fuertemente la frente con sus propias rodillas. Al parecer, el invasor estaba trepando con sus patas ganchudas por el primer tramo del intestino grueso y esto le provocaba tremendas cosquillas. Por oscuros actos reflejos la picazón voló del intestino al pie derecho y de allí a la oreja siniestra. El cuerpo, como un ente autónomo, empezó a ensayar un raro vaivén a la altura de la pelvis, acompañado de unas pataditas y un juego acompasado del hombro hacia la oreja afectada. El científico y empresario, se mantuvo prisionero de aquella coreografía insensata por espacio de seis minutos. ¡Caray! ¡Qué escándalo! ¡Que atrocidad!... Cuando el suplicio cesó, se derrumbó en una silla y escondiendo la cara entre las manos, lloró como un chico. ¡Justamente él, ocupado de forma tan artera y ahora objeto de un vergonzoso mal de San Vito! ¿Por qué Dios lo castigaba de esa forma? Extenuado por el esfuerzo, cerró los ojos y poco a poco se fue quedando dormido.
Hacia media mañana, los ruidos en una obra en construcción vecina lo sacudieron. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba? En ese lento tránsito hacia la vigilia que a veces alberga los pensamientos más lúcidos, Banegas de pronto tuvo una revelación. ¡Caray! ¡Cómo no lo pensé! La solución de tan obvia casi daba risa: debía dejar actuar a la naturaleza, la delincuente se vería expulsada en cuanto fuese de vientre. Corrió a la pizarra, anotó con apurada letra imprenta “caca”, y se quedó contemplando la palabra de brazos cruzados y con la cara iluminada por una sonrisa.
Llegado el mediodía, el Presidente de la Exterminadora del Sur le pidió a su secretaria una corbata y una camisa limpia, se refrescó y perfumó y bajó al comedor de la empresa. Se sentía exultante, otra vez dueño de su destino, hizo un par de chistes ingeniosos y hasta pidió un tercer plato de tagliatellis con salsa de almejas. ¿Era esto casualidad? Claro que no, una lógica simple le dictaba que cuanto más comiese, más se agilizarían sus funciones vitales. Pero en el horizonte inmediato no todas podían ser buenas nuevas: para que el plan funcionase tenía que cerciorarse de la salida. Esa tarde, entonces, luego del café con crema, el científico y empresario se disculpó con el directorio, se encerró con doble llave en su baño privado y con los ojos turbios, el rostro descompuesto por la ira, se puso a revisar su mierda con un palito.
Transcurrió una larga semana, la primavera ya mostraba sus alegres señales, los jardines de La exterminadora del Sur se poblaron de fresias y olorosos jazmines del país y un aire tibio provocaba un entusiasmo indescifrable entre clientes y empleados. En el último piso, en tanto, el presidente de la compañía no participaba de la fiesta, sólo se afanaba en revisar caca y una y otra vez las esperanzas de ver aparecer a su agresor se veían frustradas.
El sábado por la noche decidió invitar a su esposa a la ópera, una compañía inglesa reponía una de sus favoritas, Madam Butterfly. El contacto con la música, pensó, al tiempo de serenarlo lo ayudaría a concebir una nueva estrategia. Era su lucha y su vergüenza, no podía compartirla, y mucho menos con Olinda, que era impresionable y había sufrido un episodio cardíaco. Antes de salir para el teatro, Fernando Napoleón Banegas tuvo un mal presagio. En la primera mitad de de la ópera la música de Puccini hizo maravillas con sus nervios, se enfrascó en la historia romántica olvidándose completamente de su tragedia, pero al llegar a la escena de la muerte de la protagonista el segundo ataque lo abordó sin preámbulos. Esta vez, la acometida fue a la altura de la vejiga, como un rayo la cosquilla se le transmitió a la nuca, a la planta de ambos pies y al ojo derecho. Saltó de la butaca loco de picazón, intentando evitar un papelón se puso a aplaudir y a patalear dando cortos saltitos, mientras el ojo afectado latía y giraba amenazando salírsele de órbita. Su mujer lo contemplaba con espanto. No pudo evitarse el escándalo: los chistidos de la sala trocaron en abierta protesta y finalmente terminaron llevándose a ambos por la fuerza.
A partir de aquel episodio lamentable, la entereza de presidente de La exterminadora del Sur comenzó a decaer, su comportamiento cada vez más errático y absorbido por su guerra interior, comenzó a ser motivo de habladurías de pasillo. Lo cierto es que el Lic. Banegas estaba descuidando el trabajo, se retiraba intempestivamente de las reuniones de directorio, con cualquier excusa corría a encerrarse en su despacho. Encargó a su secretaria una lámina gigante del cuerpo humano que marcaba con chinches, hacia llamados extemporáneos a su médico personal, al que preguntaba qué distancia había entre el colon y los riñones, o cual era el camino más corto al hígado.
Una madrugada de domingo, vagaba por los bosques de Palermo con un aspecto alarmante: en chinelas, el gorro de dormir sosteniendo a duras penas los revueltos cabellos, los ojos enrojecidos por el insomnio y una barba de dos días; cuando de golpe su mente volvió a irradiar: ¡Caray! La terrorista lleva una marcha evidentemente “contra natura”, eso significa que tarde o temprano va a llegar al estómago, y allí no podrá resistir la causticidad de mi jugo gástrico. Esa es la llave, el arma que definirá la batalla para siempre. ¡Caray! ¡Caray!... Feliz como un chico, el presidente de La exterminadora del Sur se puso a saltar, penetró en las aguas del lago y chapoteó y celebró junto a un grupo de patos hasta las primeras horas de la tarde.
El descubrimiento le permitió recuperar la paz, retomó el control de los negocios y viendo reverdecido un viejo impulso de épocas estudiantiles volvió a escribirle sonetos de amor a Olinda. Todo parecía encauzarse, retornar a la senda acostumbrada; pero entonces sucedió algo inesperado (o, mejor dicho, dejó de suceder): de un día para otro y sin causas aparentes la ocupante desapareció. Fernando Napoleón Banegas se levantó por la mañana, defecó, como era su hábito revisó la caca, reparo en cada estímulo, cada murmullo interior, y nada. Los súbitos ataques de cosquillas también habían desaparecido. Luego de un breve análisis, concluyó que la ocupante había fallecido. ¡Reventó! ¡Cagó fuego! ¡Es el final! ¡Caray!... Esta vez sí fue presa de una descontrolada algarabía: besó en la frente a su chofer, en viaje a la empresa sacó medio cuerpo por la ventanilla de la limousine y lanzó un grito salvaje. Decidió reunir a empleados y directivos, servir champagne, hacer un brindis. ¿Pero no estaba apresurándose? ¿Y si, nuevamente, volvía a dar un paso en falso? Su formación científica le dictaba que sin pruebas era estúpido adelantar cualquier conclusión. Ya en el despacho, clavó una mirada aguda en la lámina perforada con chinches: la terrorista había detenido su marcha en el páncreas, o al menos, en el lugar donde debía estar el páncreas. Es sabido que las cucarachas resisten pruebas nucleares. ¿Y si no había muerto? ¿Y si sólo se había detenido?
Volvieron horas de agitación, los empleados de La exterminadora del Sur finalmente se convencieron de la insanía de su líder. ¡Qué injusticia que se lo malinterpretase de tal forma! ¡Qué tortura no poder gritar a los cuatro vientos su tragedia! En un último impulso desesperado, había llamado al jefe de compras para encargarle un estetoscopio: se plantaba imprevistamente en los pasillos, pedía silencio y se auscultaba el abdomen. Un jueves entró intempestivamente a la reunión de directorio ordenando la inmediata elaboración de un cucarachicida en píldoras.
¿El hombre realmente había perdido la chaveta? Claro que no. Desde el comienzo, desde mismísimo principio tomaba forma en su interior un temor minuciosamente eludido pero que ahora se imponía a gritos: ¿Y si todo el suceso no había sido más que una práctica natural de la preservación de la vida y la invasora era hembra? ¿No es normal en toda especie que en trance de desovar se busque un lugar protegido, humedad y temperaturas propicias? Vaya si lo sabía: localizar aquel sitio y bombardearlo con sulfuro había sido una de las recetas de su éxito.
El sol del atardecer caía a pique, contra el ventanal de cristales polarizados el contorno pétreo del científico y empresario se quebró, afloraron lágrimas ardientes y la viva imagen de su madre se materializó junto al escritorio y lo contempló con tristeza: ¡Querida mamá! ¡Yo, tu preclaro hijo, el hombre que se forjó a sí mismo, convertido en un vulgar nido de cucarachas!...
A partir de aquí los hechos se aceleraron, en el despacho ensombrecido sonó el teléfono que avisaba de la junta de directorio. Quince minutos después, en la sala de reuniones, el jefe de contadores peroraba sobre números y estadísticas, los demás consultaban carpetas. En la cabecera, el presidente de La Exterminadora del Sur se mantenía laxo y pálido, con aire ausente.
- La pregunta es si estamos en condiciones de absorber a nuestra principal competidora ¿Licenciado, cuál es su opinión? –las palabras del contador hicieron girar las cabezas. Hubo un instante de perplejidad, Fernando Napoleón Banegas, la vista fija en su abdomen, levantó un índice reclamando silencio. Se escucharon un par de risas ahogadas. De golpe su cuerpo se tensó, el cosquilleo se disparó en incontables direcciones. ¿Eran diez, eran veinte? El salto y el alarido fueron sincrónicos.
- ¡Caraaaaaaay!
Las reacciones reflejas se potenciaron, como empujado por
un resorte el científico y empresario dio un salto mortal hacia atrás, rebotó
contra un cuadro y como un gimnasta olímpico atacado por abejas africanas se
puso a dar tumba-carneros, medialunas, tirabuzones. Los presentes saltaron de
sus asientos con caras de espanto, Banegas, de dos zancadas, pasó por encima de la mesa de reuniones:
- ¡Caraaaaaaaay!
Y lo vieron correr (las versiones no son coincidentes,
algunos aseguran que iba por las paredes y hasta por el techo) y salir calle
abajo, trepándose a los semáforos, por sobre los capots de los autos, saltando
de toldo en toldo, columpiándose en los cables telefónicos. Y tomar la avenida
y luego la autopista, rumbo al norte, saliendo de la ciudad, hacia los
suburbios, hasta perderse para siempre.