Paso a explicar: mi nombre es Carlos Martínez Vidal,
Carlitos para mis parientes y amigos. Soy fotógrafo y prolífico escritor del
género ciencia-ficción. Autor de veinticinco libros exitosamente publicados por
la editorial independiente Destellos del espacio, dirigida por mi tío segundo
Armando Carvera Lynch. Y según los entendidos, es decir, mi tío Armando: “una
imaginación y una voz potentes, un valor en despegue, candidato a encabezar
todas las listas de best sellers.”
Hasta allí todo fenómeno, pero ocurre que
hace cosa de veinte días algo sucedió. ¿Cómo decirlo? La fuente se apagó, mi
cabeza se vació, me bloqueé y ya no me salió una línea. Alarmado, desempolvé mi
colección de historietas del espacio que tengo arrumbada en lo alto del placard
y me puse a hojear buscando ideas. ¿Otra lucha de mega-computadoras en el
núcleo oscuro de la vía láctea? No. ¿El colapso de la última ciudad sumergida
en el lago mayor de Urano? Menos. Pensaba, me devanaba chapoteando en la masa
cenagosa de la duda, cuando de golpe surgió lo que nunca tendría que haber
surgido. ¿Por qué no intentar una ruptura?, me dije. ¿Dejar por una vez el frío
espacio sideral para arriesgarme fuera del género y abordar algo más próximo?
Por ejemplo un relato totalmente realista que transcurriese en el lugar donde
habito, que involucrase a gente de carne y hueso, como mi familia.
No fue una buena idea. Vivo, mejor dicho
vivía, en un viejo edificio de departamentos construido por un tío abuelo ya
fallecido, compartido con mi madre, tres
tías, una prima atractiva con su hijo adolescente, un vecino anciano algo
tocado, la portera. En suma un ecosistema difícil, en equilibrio inestable.
Pero nada de esto me pareció relevante y cuando me quise
acordar ya estaba metido en la historia hasta más arriba de la cintura: en la
trama la prima Miriam, luego de una noche de alcohol y desenfreno rompía con su
segundo marido, corredor de turismo carretera (cosa que había sucedido en la
vida real, porque el tipo hacía un año la había abandonado por una promotora de
agua para el radiador). Tommy, el hijo rebelde, testigo de la amarga escena,
para expresar su descontento se encerraba en su cuarto, ponía el equipo a 3.000 watt de potencia y escuchaba hard rock
durante cuarenta y ocho horas ininterrumpidas. En medio del maratón metalero,
el viejo edificio sufría un escape de gas y un gasista contratado al efecto
buscaba obsesivamente el lugar de la pérdida. A medida que transcurriera el
tiempo, la música iría violentando la relación de las mujeres de la casa,
provocando además la muerte de los hámsters del señor Campolongo, del
departamento “B”, jubilado del ferrocarril. Como introducción no estaba mal:
drama, acción, suspenso, un toque de erotismo. No habría choques con mutantes
de segunda generación, ni evacuaciones de cruceros interestelares, pero la cosa
podía encaminarse.
El lunes por la tarde preparé un litro de café y me puse
a teclear con determinación. Comparto el escritorio con el taller de Tía Olga,
que hace confecciones para novias y madrinas. La mañana del martes no hubo
clientas, el golpeteo de mi máquina portátil era un concerto para piano y
orquesta.Hacia el mediodía Tía Juana, de paso para el almacén, se acercó a mis
borradores y levantó una hoja al azar (yo digo que fue una circunstancia
fortuita, una combinación de aleatoriedades, porque para mi familia lo que yo
hago es tan comprensible como el sistema de refrigeración del motor gasolero o
la decodificación del ADN) Leyó moviendo los labios y de golpe estrujó la hoja
entre las manos:
- ¡Ese chico es tarado! –dijo, y sin darme tiempo a nada
salió disparada del taller. En el departamento de mi prima se escucharon voces,
un taconeo febril y al rato Miriam entró hecha una fiera:
- ¿Qué significa esto!? – tenía un salto de cama casi transparente.
Su presencia alteró por unos segundos mis respuestas motoras. Paseaba por mi
cara el bollo de papel del borrador:
- ¿Estás sordo? ¡¿Qué significa esto?!
- E-es lo que iba a explicarle a la tía. Es el argumento
para una historia que estoy escribiendo....
- ¡Para que sepas, tarado, Tommy tiene roto el equipo
hace una semana!
Detrás de su madre se asomó Tommy, con
aspecto de haberse tomado un litro y medio de jarabe para la tos. Tía Juana
volvió al ataque:
- Carlitos tiene razón: ¡tu hijo nos tiene hartos!
- Mi hijo no hace nada.
- Si no hiciera nada, ¿de dónde sacó mi sobrino lo que
acabás de leer?
Se hizo un silencio: el argumento de la tía
parecía irrefutable.Yo me había ido deslizando debajo de una de las máquinas de
coser, tratando de recuperar el bollo de papel de mi borrador. Miriam quebró la
cintura y me apuntó con sus pechos amartillados:
- ¡Ni siquiera te molestaste en cambiar los nombres!
El sonido del teléfono intervino por milagro. Llamaban de
la agencia. Me excusé y salí a cambiarme. Agarré el bolso con la cámara, el
trípode y huí al trabajo. Mientras viajaba en el subte, comenzaron a desfilar
por mi cabeza problemas en los que nunca había pensado. ¿La gente cree que lo
que está escrito debe suceder? ¿Sucede porque está escrito o está escrito
porque sucede?
Cuando al atardecer volví a casa, en el
hall había dos inspectores de la Asociación Protectora de Animales: analizaban
con detenimiento dos carillas de mis borradores junto a la portera. ¿Mis
papeles eran de uso público? Ya que estaban, ¡por qué no hacían fotocopias y
los repartían por el barrio! Iba a protestar cuando Tía Juana se interpuso y me
tapó la boca:
- Vinieron por los hámsters –murmuró.
¿Los hámsters? ¿La portera había hecho una denuncia por
los hámsters? En efecto, el viejo Campolongo, en pijama y chinelas, yacía en un
banquito junto al espejo de la entrada, sollozando. Hice un esfuerzo para creer
lo que veía: era una imagen extravagante pero a la vez llena de sentimiento.
Desde que en el año ‘62’ se había caído del Expreso Sanjuanino en plena marcha,
la salud del viejo Campolongo era de cuidado. Entre mi madre y Tía Olga lo
apantallaban para evitarle el soponcio. Estuve a punto de palmearle la espalda
y explicarle que sus mascotas de ninguna forma iban a morir, que mi rubro era
la ficción, que todos debían reflexionar por un segundo y rever su
comportamiento, pero me sentí abrumado. Rumié con dificultad: tal vez haciendo
algunos cambios, transformando la muerte de los hámsters en la agonía de otro
bicho, digamos un matrimonio de loros que sufrieran una infección en los
tímpanos producto de la música metalera, aunque fuera un hecho dramático no
sería tan crudo, ya que no había loros en el edificio.
Me escabullí por la escalera del costado
pero un extraño de mameluco azul me cortó el paso:
- ¿Usted quién es? –preguntó.
- Yo vivo acá. ¿Y usted?
- Yo soy el gasista ¿Dónde está el caño mayor?
- ¡Ni idea!
- ¿Vive acá y no sabe dónde está el caño mayor?
- ¡Le digo que no tengo ni idea! Hable con la portera.
Corrí y me encerré en el taller de Tía Olga
ya completamente asustado. ¿Había visto un fantasma? ¿Era un gasista de carne y
hueso, o uno de ficción? Ya no podía razonar. Me tomé dos tazas de café
recalentado sin respirar y llamé a mi tío Alberto, el de la editorial, pero la
secretaria me dijo que estaba de viaje en Mendoza. Necesitaba una voz amiga que
me asegurara que no estaba loco. Volví a marcar y ubiqué a Diego, un ex compañero
de colegio, admirador incondicional de mis libros. Le conté atropelladamente:
- ¡Un argumento impecable! ¡Una historia buenísima para
una película! Cada día se te ocurren mejores cosas –me dijo.
- ¡No es ningún argumento para ninguna película! -le
grité-. ¡Está sucediendo de verdad!
- No entiendo –balbuceó, pero le tuve que colgar porque
estaba entrando al taller Tía Olga, en puntillas y con una expresión de
misterio:
- Nene, quiero pedirte un favor... –dijo la tía y me hizo
una seña para que la siguiera hasta una pequeña despensa. Entonces, de la
cajita forrada donde guarda los botones, ¿qué pudo haber sacado? Por supuesto,
otra de mis páginas, muy manoseada y doblada en cuatro.
- Perdoname, nene –murmuró, ruborizándose- pero viste
acá, donde ponés que voy hasta el departamento de Miriam con ese trajecito
oscuro que no uso desde hace dos años, si no es mucho problema, me gustaría
aparecer con el vestido de chiffon que me regaló tu madre para el cumpleaños.
¿Pueda ser, nene? ¿Si lo cambiás no perjudica tu trabajo?
Me dio un escalofrío, ahora sí necesitaba de mis
alienígenas: Duplicator, X Omega, decenas, cientos de peligrosos hombres del
espacio, especies hiperdesarrolladas con alto poder destructivo que habían
pasado por mi portátil sin un sí ni un no, que ignoraban mi presencia como para
venir con semejantes reclamos. Me tomé tres aspirinas, junté las carillas que quedaban, corregí lo
de los hámsters, le puse el vestido a Tía Olga (en el texto, quiero decir) y,
extenuado, me dormí sentado en el escritorio.
Pero por la noche
la cosa comenzó a desmadrarse. Tommy despertó de uno de sus largos sueños,
preguntó que sucedía, al enterarse se sintió una incomprendida estrella del
rock y, obviamente, corrió a encerrarse a su cuarto para poner el equipo a 3.000
watt de potencia. Mi madre estalló:
- ¡CARLITOS!
- Tranquila, mamá… ¡yo lo voy a convencer! –dije sin
mucha convicción. Golpeé la puerta de mi sobrino, intenté forzar la cerradura,
traté de derribarla, finalmente me arrodillé a implorar. El gasista, mientras
tanto, sin una directiva precisa, se había puesto a desmantelar los caños del
tanque de agua.
- ¿Estás conforme? ¡Ves lo que lograste! –por el verde
pálido en la cara de mi madre, supe que estaba a punto de sufrir uno de sus
ataques de hígado. Tía Olga, coquetamente maquillada y con su vestido de chiffon,
me tomó del brazo y con una sonrisa esotérica me arrastró hacia el taller. Allí
me esperaban la portera, tía Selma, tía Juana, Miriam y el viejo Campolongo.
Tía Juana fue la encargada de hablar:
- ¡Nene, hay que volver a modificar!
En la ancha mesa de costura estaban mis
borradores prolijamente acomodados. Con un frasco familiar de Liquid Paper, tía
Selma se encargaba de tachar aquí y allá. Miriam y tía Olga me miraban con la
misma expresión curiosa. Había reprobación pero a la vez cierto aire de respeto,
de mudo acatamiento, como si en ese momento yo encarnase una especie de oscuro
alquimista con la facultad de disponer sobre sus destinos. ¿Yo era eso que
estaban pensando o en todo aquello no había más que una tremenda, delirante,
equivocación? Con manos temblorosas puse una hoja en la máquina de escribir, me
inquietaba el silencio expectante, todas esas miradas:
- ¡N-no sé, decidan! –tartamudeé.
Pero mantenían un silencio pertinaz. Claro,
cómo preguntarle a ellas si era yo el que debía saberlo. A gatas había
terminado el secundario, no tenía novia, ni siquiera había podido abrir una
cuenta en el banco, ¿cómo iba a hacerme cargo de aquel embrollo? Supe que había
que huir.
- La agencia
–grité mirando el reloj. Tenía que salir, había un trabajo urgente que
terminar, les juré que traería todo resuelto al volver y me escabullí.
Esa tarde tuve que viajar a Pilar y hacer
algunas tomas para una campaña de comida naturista. Trabajé mal, inquieto,
pensaba todo el tiempo en lo que me esperaba al regresar. Pero si quería
regresar tenía, justamente, que pensar en algo. Me surgían combinaciones
calamitosas: Miriam se reconcilia con su marido; Tommy se hace monaguillo; la
portera se enamora de Don Campolongo y ponen un criadero de hámsters. En esa
situación patética en la que me había metido solo, cualquier cosa era posible.
Antes de que cayera el sol estuve de vuelta
y entonces sí fue el Apocalipsis. El rugido intolerable del heavy metal había obligado al uso de gruesos tapones de
algodón en los oídos. A la pobre tía Selma, como siempre había sido la más
callada de las hermanas, se me había olvidado ponerle algún parlamento en el
texto. La cuestión es que desde el lunes vagaba de un lado para otro moviendo
las manos y aclarándose la garganta para empezar a decir algo que nunca
llegaba. Mi madre al verla así se inquietó, llamó al médico y la internaron en
observación. A don Campolongo finalmente le había saltado la térmica. Fue a
detener el escándalo de Tommy, pero como no consiguió franquear la puerta de la
habitación siguió hasta el baño y se metió en la bañera mientras Miriam tomaba
su baño de inmersión.
Cuando entré al taller, mi madre y Miriam
me saltaron como gatas rabiosas:
- ¡Enfermo mental!
- ¡Irresponsable!
Don Campolongo había sido inmovilizado con
una soga, al parecer no respiraba bien, ya que por la boca le salía una copiosa
espuma blanca. Alguien hasta ese momento fuera de mi campo visual se me vino
encima y empezó a golpearme en la cara.
- Carlitos, nuestro autor… Éste es el hijo menor del Sr.
Campolongo –nos presentó Tía Olga. Caí al piso. La situación se había
desquiciado. Por entre los golpes sentía el ruido de unos potentes mazazos
provenientes de las calderas. De pronto el piso tembló y escuchamos la
explosión.
Un cyborg, a pesar de su aspecto reconcentrado y
circunspecto, es un ser vulnerable. Al ser atacado, su fluido sintético altera
su composición y un braamaliano puede derrotarlo con el pensamiento. Más allá
de nuestra galaxia se producen conflictos terribles, guerras sangrientas en las
que se juega la subsistencia de civilizaciones enteras, pero en cada una de
estas historias impera un orden, una lógica, cierta prolijidad que parecerían
no prosperar entre ocho terráqueos insanos encerrados en un viejo edificio de
departamentos de una ciudad perdida del Cono Sur.
¿Por qué? ¿Cuál es el error? ¿Dónde está la
falla?
El edificio debió ser evacuado. Con el auxilio de los
bomberos se pudo rescatar al gasista que había quedado embutido en el tambor de
un termotanque. Hasta que se repararan los daños, mi familia tuvo que mudarse
al hotel de enfrente. Digo tuvo y no tuvimos porque lógicamente entendieron que
yo era el culpable de todo. Mi madre me retiró la palabra. Después me preparó
la valija y por señas me fue guiando hacia la salida. Desde una de las ventanas
la prima Miriam levantó una mano y me hizo esa desagradable seña con el dedo
mayor extendido. La Tía Olga, en cambio, se cubrió los ojos con un pañuelito.
Y esa es la
historia. Dada mi situación acepté una propuesta que me habían hecho tiempo
atrás en la agencia y me vine para Pergamino, donde hago fotos de nutrias y
garzas moras. Disfruto de la soledad, leo mucho y cuando me asalta alguna idea
estrafalaria corro a refugiarme en lo mío. Mi próxima novela se va a titular
Androides del espacio sideral, y será editada por Destellos del espacio, de tío
Armando. Claro, siempre y cuando caduque el castigo y mi madre y sus hermanas
lo autoricen.