viernes, 24 de enero de 2014

Una del espacio

¿La distancia espacio-temporal facilita el progreso de una historia? ¿Qué diferencia hay entre un braamaliano de Galaxia 0, escamoso y de sangre rosa salmón y mi tía Olga del barrio de San Cristóbal? Son preguntas que me fueron naciendo así, espontáneamente, un par de semanas atrás. Preguntas que vieron la luz cuando todavía no estaba exiliado en Pergamino, no había cortado con mi familia y sobre todo no había resultado eyectado de la casa materna en un acto de extrema e imperdonable injusticia. El poder de la literatura es extraño, espiralado, a bastoncillos y a lunares, en suma: indescifrable.

Paso a explicar: mi nombre es Carlos Martínez Vidal, Carlitos para mis parientes y amigos. Soy fotógrafo y prolífico escritor del género ciencia-ficción. Autor de veinticinco libros exitosamente publicados por la editorial independiente Destellos del espacio, dirigida por mi tío segundo Armando Carvera Lynch. Y según los entendidos, es decir, mi tío Armando: “una imaginación y una voz potentes, un valor en despegue, candidato a encabezar todas las listas de best sellers.”

Hasta allí todo fenómeno, pero ocurre que hace cosa de veinte días algo sucedió. ¿Cómo decirlo? La fuente se apagó, mi cabeza se vació, me bloqueé y ya no me salió una línea. Alarmado, desempolvé mi colección de historietas del espacio que tengo arrumbada en lo alto del placard y me puse a hojear buscando ideas. ¿Otra lucha de mega-computadoras en el núcleo oscuro de la vía láctea? No. ¿El colapso de la última ciudad sumergida en el lago mayor de Urano? Menos. Pensaba, me devanaba chapoteando en la masa cenagosa de la duda, cuando de golpe surgió lo que nunca tendría que haber surgido. ¿Por qué no intentar una ruptura?, me dije. ¿Dejar por una vez el frío espacio sideral para arriesgarme fuera del género y abordar algo más próximo? Por ejemplo un relato totalmente realista que transcurriese en el lugar donde habito, que involucrase a gente de carne y hueso, como mi familia.

No fue una buena idea. Vivo, mejor dicho vivía, en un viejo edificio de departamentos construido por un tío abuelo ya fallecido,  compartido con mi madre, tres tías, una prima atractiva con su hijo adolescente, un vecino anciano algo tocado, la portera. En suma un ecosistema difícil, en equilibrio inestable.

Pero nada de esto me pareció relevante y cuando me quise acordar ya estaba metido en la historia hasta más arriba de la cintura: en la trama la prima Miriam, luego de una noche de alcohol y desenfreno rompía con su segundo marido, corredor de turismo carretera (cosa que había sucedido en la vida real, porque el tipo hacía un año la había abandonado por una promotora de agua para el radiador). Tommy, el hijo rebelde, testigo de la amarga escena, para expresar su descontento se encerraba en su cuarto, ponía el equipo a  3.000 watt de potencia y escuchaba hard rock durante cuarenta y ocho horas ininterrumpidas. En medio del maratón metalero, el viejo edificio sufría un escape de gas y un gasista contratado al efecto buscaba obsesivamente el lugar de la pérdida. A medida que transcurriera el tiempo, la música iría violentando la relación de las mujeres de la casa, provocando además la muerte de los hámsters del señor Campolongo, del departamento “B”, jubilado del ferrocarril. Como introducción no estaba mal: drama, acción, suspenso, un toque de erotismo. No habría choques con mutantes de segunda generación, ni evacuaciones de cruceros interestelares, pero la cosa podía encaminarse.

El lunes por la tarde preparé un litro de café y me puse a teclear con determinación. Comparto el escritorio con el taller de Tía Olga, que hace confecciones para novias y madrinas. La mañana del martes no hubo clientas, el golpeteo de mi máquina portátil era un concerto para piano y orquesta.Hacia el mediodía Tía Juana, de paso para el almacén, se acercó a mis borradores y levantó una hoja al azar (yo digo que fue una circunstancia fortuita, una combinación de aleatoriedades, porque para mi familia lo que yo hago es tan comprensible como el sistema de refrigeración del motor gasolero o la decodificación del ADN) Leyó moviendo los labios y de golpe estrujó la hoja entre las manos:

- ¡Ese chico es tarado! –dijo, y sin darme tiempo a nada salió disparada del taller. En el departamento de mi prima se escucharon voces, un taconeo febril y al rato Miriam entró hecha una fiera:

- ¿Qué significa esto!? – tenía un salto de cama casi transparente. Su presencia alteró por unos segundos mis respuestas motoras. Paseaba por mi cara el bollo de papel del borrador:

- ¿Estás sordo? ¡¿Qué significa esto?!

- E-es lo que iba a explicarle a la tía. Es el argumento para una historia que estoy escribiendo....

- ¡Para que sepas, tarado, Tommy tiene roto el equipo hace una semana!

Detrás de su madre se asomó Tommy, con aspecto de haberse tomado un litro y medio de jarabe para la tos. Tía Juana volvió al ataque:

- Carlitos tiene razón: ¡tu hijo nos tiene hartos!

- Mi hijo no hace nada.

- Si no hiciera nada, ¿de dónde sacó mi sobrino lo que acabás de leer? 

Se hizo un silencio: el argumento de la tía parecía irrefutable.Yo me había ido deslizando debajo de una de las máquinas de coser, tratando de recuperar el bollo de papel de mi borrador. Miriam quebró la cintura y me apuntó con sus pechos amartillados:

- ¡Ni siquiera te molestaste en cambiar los nombres!

El sonido del teléfono intervino por milagro. Llamaban de la agencia. Me excusé y salí a cambiarme. Agarré el bolso con la cámara, el trípode y huí al trabajo. Mientras viajaba en el subte, comenzaron a desfilar por mi cabeza problemas en los que nunca había pensado. ¿La gente cree que lo que está escrito debe suceder? ¿Sucede porque está escrito o está escrito porque sucede?

Cuando al atardecer volví a casa, en el hall había dos inspectores de la Asociación Protectora de Animales: analizaban con detenimiento dos carillas de mis borradores junto a la portera. ¿Mis papeles eran de uso público? Ya que estaban, ¡por qué no hacían fotocopias y los repartían por el barrio! Iba a protestar cuando Tía Juana se interpuso y me tapó la boca:

- Vinieron por los hámsters –murmuró.

¿Los hámsters? ¿La portera había hecho una denuncia por los hámsters? En efecto, el viejo Campolongo, en pijama y chinelas, yacía en un banquito junto al espejo de la entrada, sollozando. Hice un esfuerzo para creer lo que veía: era una imagen extravagante pero a la vez llena de sentimiento. Desde que en el año ‘62’ se había caído del Expreso Sanjuanino en plena marcha, la salud del viejo Campolongo era de cuidado. Entre mi madre y Tía Olga lo apantallaban para evitarle el soponcio. Estuve a punto de palmearle la espalda y explicarle que sus mascotas de ninguna forma iban a morir, que mi rubro era la ficción, que todos debían reflexionar por un segundo y rever su comportamiento, pero me sentí abrumado. Rumié con dificultad: tal vez haciendo algunos cambios, transformando la muerte de los hámsters en la agonía de otro bicho, digamos un matrimonio de loros que sufrieran una infección en los tímpanos producto de la música metalera, aunque fuera un hecho dramático no sería tan crudo, ya que no había loros en el edificio.

Me escabullí por la escalera del costado pero un extraño de mameluco azul me cortó el paso:

- ¿Usted quién es? –preguntó.

- Yo vivo acá. ¿Y usted?

- Yo soy el gasista ¿Dónde está el caño mayor?

- ¡Ni idea!

- ¿Vive acá y no sabe dónde está el caño mayor?

- ¡Le digo que no tengo ni idea! Hable con la portera.

Corrí y me encerré en el taller de Tía Olga ya completamente asustado. ¿Había visto un fantasma? ¿Era un gasista de carne y hueso, o uno de ficción? Ya no podía razonar. Me tomé dos tazas de café recalentado sin respirar y llamé a mi tío Alberto, el de la editorial, pero la secretaria me dijo que estaba de viaje en Mendoza. Necesitaba una voz amiga que me asegurara que no estaba loco. Volví a marcar y ubiqué a Diego, un ex compañero de colegio, admirador incondicional de mis libros. Le conté atropelladamente:

- ¡Un argumento impecable! ¡Una historia buenísima para una película! Cada día se te ocurren mejores cosas –me dijo.

- ¡No es ningún argumento para ninguna película! -le grité-. ¡Está sucediendo de verdad!

- No entiendo –balbuceó, pero le tuve que colgar porque estaba entrando al taller Tía Olga, en puntillas y con una expresión de misterio:

- Nene, quiero pedirte un favor... –dijo la tía y me hizo una seña para que la siguiera hasta una pequeña despensa. Entonces, de la cajita forrada donde guarda los botones, ¿qué pudo haber sacado? Por supuesto, otra de mis páginas, muy manoseada y doblada en cuatro.

- Perdoname, nene –murmuró, ruborizándose- pero viste acá, donde ponés que voy hasta el departamento de Miriam con ese trajecito oscuro que no uso desde hace dos años, si no es mucho problema, me gustaría aparecer con el vestido de chiffon que me regaló tu madre para el cumpleaños. ¿Pueda ser, nene? ¿Si lo cambiás no perjudica tu trabajo?

Me dio un escalofrío, ahora sí necesitaba de mis alienígenas: Duplicator, X Omega, decenas, cientos de peligrosos hombres del espacio, especies hiperdesarrolladas con alto poder destructivo que habían pasado por mi portátil sin un sí ni un no, que ignoraban mi presencia como para venir con semejantes reclamos. Me tomé tres aspirinas,  junté las carillas que quedaban, corregí lo de los hámsters, le puse el vestido a Tía Olga (en el texto, quiero decir) y, extenuado, me dormí sentado en el escritorio. 

Pero por la noche la cosa comenzó a desmadrarse. Tommy despertó de uno de sus largos sueños, preguntó que sucedía, al enterarse se sintió una incomprendida estrella del rock y, obviamente, corrió a encerrarse a su cuarto para poner el equipo a 3.000 watt de potencia. Mi madre estalló:

- ¡CARLITOS!

- Tranquila, mamá… ¡yo lo voy a convencer! –dije sin mucha convicción. Golpeé la puerta de mi sobrino, intenté forzar la cerradura, traté de derribarla, finalmente me arrodillé a implorar. El gasista, mientras tanto, sin una directiva precisa, se había puesto a desmantelar los caños del tanque de agua.

- ¿Estás conforme? ¡Ves lo que lograste! –por el verde pálido en la cara de mi madre, supe que estaba a punto de sufrir uno de sus ataques de hígado. Tía Olga, coquetamente maquillada y con su vestido de chiffon, me tomó del brazo y con una sonrisa esotérica me arrastró hacia el taller. Allí me esperaban la portera, tía Selma, tía Juana, Miriam y el viejo Campolongo. Tía Juana fue la encargada de hablar:

- ¡Nene, hay que volver a modificar!

En la ancha mesa de costura estaban mis borradores prolijamente acomodados. Con un frasco familiar de Liquid Paper, tía Selma se encargaba de tachar aquí y allá. Miriam y tía Olga me miraban con la misma expresión curiosa. Había reprobación pero a la vez cierto aire de respeto, de mudo acatamiento, como si en ese momento yo encarnase una especie de oscuro alquimista con la facultad de disponer sobre sus destinos. ¿Yo era eso que estaban pensando o en todo aquello no había más que una tremenda, delirante, equivocación? Con manos temblorosas puse una hoja en la máquina de escribir, me inquietaba el silencio expectante, todas esas miradas:

- ¡N-no sé, decidan! –tartamudeé.

Pero mantenían un silencio pertinaz. Claro, cómo preguntarle a ellas si era yo el que debía saberlo. A gatas había terminado el secundario, no tenía novia, ni siquiera había podido abrir una cuenta en el banco, ¿cómo iba a hacerme cargo de aquel embrollo? Supe que había que huir.

 - La agencia –grité mirando el reloj. Tenía que salir, había un trabajo urgente que terminar, les juré que traería todo resuelto al volver y me escabullí.

Esa tarde tuve que viajar a Pilar y hacer algunas tomas para una campaña de comida naturista. Trabajé mal, inquieto, pensaba todo el tiempo en lo que me esperaba al regresar. Pero si quería regresar tenía, justamente, que pensar en algo. Me surgían combinaciones calamitosas: Miriam se reconcilia con su marido; Tommy se hace monaguillo; la portera se enamora de Don Campolongo y ponen un criadero de hámsters. En esa situación patética en la que me había metido solo, cualquier cosa era posible.

Antes de que cayera el sol estuve de vuelta y entonces sí fue el Apocalipsis. El rugido intolerable del heavy metal  había obligado al uso de gruesos tapones de algodón en los oídos. A la pobre tía Selma, como siempre había sido la más callada de las hermanas, se me había olvidado ponerle algún parlamento en el texto. La cuestión es que desde el lunes vagaba de un lado para otro moviendo las manos y aclarándose la garganta para empezar a decir algo que nunca llegaba. Mi madre al verla así se inquietó, llamó al médico y la internaron en observación. A don Campolongo finalmente le había saltado la térmica. Fue a detener el escándalo de Tommy, pero como no consiguió franquear la puerta de la habitación siguió hasta el baño y se metió en la bañera mientras Miriam tomaba su baño de inmersión.

Cuando entré al taller, mi madre y Miriam me saltaron como gatas rabiosas:

- ¡Enfermo mental!

- ¡Irresponsable!

Don Campolongo había sido inmovilizado con una soga, al parecer no respiraba bien, ya que por la boca le salía una copiosa espuma blanca. Alguien hasta ese momento fuera de mi campo visual se me vino encima y empezó a golpearme en la cara.

- Carlitos, nuestro autor… Éste es el hijo menor del Sr. Campolongo  –nos presentó Tía Olga.  Caí al piso. La situación se había desquiciado. Por entre los golpes sentía el ruido de unos potentes mazazos provenientes de las calderas. De pronto el piso tembló y escuchamos la explosión.

Un cyborg, a pesar de su aspecto reconcentrado y circunspecto, es un ser vulnerable. Al ser atacado, su fluido sintético altera su composición y un braamaliano puede derrotarlo con el pensamiento. Más allá de nuestra galaxia se producen conflictos terribles, guerras sangrientas en las que se juega la subsistencia de civilizaciones enteras, pero en cada una de estas historias impera un orden, una lógica, cierta prolijidad que parecerían no prosperar entre ocho terráqueos insanos encerrados en un viejo edificio de departamentos de una ciudad perdida del Cono Sur.

¿Por qué? ¿Cuál es el error? ¿Dónde está la falla?

El edificio debió ser evacuado. Con el auxilio de los bomberos se pudo rescatar al gasista que había quedado embutido en el tambor de un termotanque. Hasta que se repararan los daños, mi familia tuvo que mudarse al hotel de enfrente. Digo tuvo y no tuvimos porque lógicamente entendieron que yo era el culpable de todo. Mi madre me retiró la palabra. Después me preparó la valija y por señas me fue guiando hacia la salida. Desde una de las ventanas la prima Miriam levantó una mano y me hizo esa desagradable seña con el dedo mayor extendido. La Tía Olga, en cambio, se cubrió los ojos con un pañuelito.

Y esa es la historia. Dada mi situación acepté una propuesta que me habían hecho tiempo atrás en la agencia y me vine para Pergamino, donde hago fotos de nutrias y garzas moras. Disfruto de la soledad, leo mucho y cuando me asalta alguna idea estrafalaria corro a refugiarme en lo mío. Mi próxima novela se va a titular Androides del espacio sideral, y será editada por Destellos del espacio, de tío Armando. Claro, siempre y cuando caduque el castigo y mi madre y sus hermanas lo autoricen.