Entra Mario, despeinado, ojeroso, un pómulo enrojecido y
con un comienzo de hinchazón, en eslip, con una media tres cuartos sí y la otra
no, lleva una casaca de fútbol de Banfield con un desgarrón bajo una axila.
MARIO: Si, sí, ahora que las bestias habían parado,
tomaban la teta y empezaban a entornar los ojitos, me dije: lo único a lo que
aspira cualquier chabón normal, el lujo exótico al que puede entregarse sin
culpas, nace de levantar el culo de la silla, ir enfilando para el cuarto
mientras con la mano derecha se va aflojando el cinto y –sin pasar por el baño,
sólo pateando el pantalón a un rincón- desmoronarse, implosionar, caer como una
bolsa de papas en el catre para perder la conciencia para siempre.
Ni más ni menos. Dejar a tu ‘peor es nada’ viendo
“Indomables”, el programa de Marley o cualquiera de esas porongas, venirte para
este lado, a oscuras, procurando no dar contra nada que pueda alertar a los
mellizos; y caer sin más trámite en el deseado pozo oscuro, mínimo deleite,
único placer que un esclavo que labura doce horas, almuerza bocados inmundos en
parripollos al paso, viaja de una punta a otra de la ciudad junto a otros tres
millones de pobres tipos apiñados y sudorosos, puede arrancarle a esta vida
infame.
¿Qué soy muy negativo? ¿Qué no hay que tomarse las cosas
a la tremenda? ¿Qué hay que amar al prójimo como a uno mismo, o cualquiera de
esas mierdas? Okey. Ponele. Supongamos… Te lo aceptaría si uno fuera David
Beckham, si uno fuera Leonardo Di Caprio, si uno fuera Brad Pitt, tipos de película,
súper exitosos, con mujeres descomunales al borde de una piscina, terrible
cuenta bancaria, rodeado de siervos que les traen bandejas con tragos y que vos
nunca terminás de entender de qué carajo se están riendo. Porque se ríen todo
el tiempo. Pero cuando uno es esto que soy yo -mirame con detenimiento- ¡no me
vengas con pelotudeces, por el amor de Dios! ¡Dormir es el único bien, la única
riqueza! Dormir, eso tan elemental que el cuerpo y la mente necesitan durante
tantas horas de corrido, para que al otro día puedas completar una frase sin
tener que esperar como un pelotudo el retorno de la sangre al cerebro.
Pero esta vez no. “Dormir”, quiero decir, esta vez no. ¿Y
por qué no, si es jueves, son las 12 y 10 de la noche, mañana es último día
laborable y vengo con el cansancio acumulado de toda la semana? ¿Qué pasa?
¿Cuál es el problema? Respuesta: porque en “ese” balcón, de “ese” edificio de
ahí, del otro lado del pulmón de manzana, están de nuevo esos
mexicano-colombianos narcotraficantes patrones del mal indocumentados ilegales
del orto, armando su fiestita, con las ventanas abiertas, el balcón iluminado,
la música que sale como un rugido haciendo tiritar los vidrios, rebotando
contra los muros, como en un puto mega-recital de Metallica en la cancha de
River.
No es nuevo. Quiero decir, lo de la fiesta es la segunda
vez, la primera no recuerdo si fue el martes o el miércoles de la semana
pasada. Esa vez fue más tranqui: abrí la ventana, los puteé un rato, después
fui hasta la heladera, volví con una caja con una docena de huevos y se los
tiré a distancia. Luego, como los mellizos apenas ronronearon y los tipos
cortaron a un horario prudencial, la cosa no pasó a mayores.
Pero esta vez no y -miren qué sorpresa- esta vez la cosa
viene con un aditivo: “es con show en vivo”. ¡Sí, amigo, sí señora, pasaron
diez minutos de la medianoche, las bestias duermen en las cunas en delicado
equilibrio inestable, yo intento hacer otro tanto y ahí, a treinta metros, un
amanerado pervertido cocainómano de Zacatecas, Juárez, Tingo María o algún
agujero de esos, vistiendo un ridículo traje blanco con zapatos bicolores,
grita al micrófono sobre cuáles son los movimientos correctos para bailar el
merengue!
Que se entienda, soy un ser pacífico, ante cualquier
conflicto intento razonar, entonces me pregunto: ¿Yo, Mario Eduardo Salamendi,
DNI 22.626.475, “quiero aprender” a bailar el merengue? ¿Yo, como el medio
centenar de ciudadanos que viven detrás de aquellas persianas, “queremos
aprender” a bailar el merengue? La respuesta es ¡NO! ¡POR SUPUESTO QUE NO! ¿O
algo ha cambiado en el contrato social? ¿O hay una nueva norma del gobierno de
esta ciudad que dice que los jueves a la una de la mañana es el momento de los
recitales en vivo y en los balcones de los barrios habitados por familias de
pelotudos debe enseñarse a bailar el merengue, la rumba, la guaracha, o el
ritmo latinoamericano del orto que se les ocurra?
Siguiendo con el relato: allá los mellizos, acá estoy yo,
allá arriba el balcón festivalero, las luces centellean, con la guía del
amanerado del micrófono la multitud sigue el compás. ¿Y tras las persianas
vecinas qué? Saco medio cuerpo por la ventana. Ni una puta luz, ni un
movimiento, apenas un murmullo de ratas tras una cortina, un “shhhht” casi
insonoro, como pidiendo disculpas. ¡Dan náuseas, dan vergüenza ajena! ¿Qué ha
hecho la modernidad con el poblador nativo, con el argentino con dos dedos de
frente? ¿Hasta dónde nos ha quebrado la voluntad como para bajar la cabeza de
esta forma ante la penetración caribeña que nos vende su droga y nos corrompe
con sus ritmos pegadizos?
De golpe el bramido de Manuel me hace dar un respingo –de
las bestias, Manuel es el de los pulmones más potentes-, es un aullido animal
que nace de las propias entrañas de mi hogar. Me llevo las manos a los oídos y
me enceguece la furia. Salgo del cuarto puteando, de pasada entro a la cocina
cazo el sacacorchos y un cuchillo tramontina.
- ¿Adónde vas? -dice mi mujer, que cruza al trote del
televisor hacia las cunas, porque –como corresponde- Manuel, acaba de despertar
a Nicolás y ahora ladran a dúo.
-¡A luchar por la justicia! –digo sin volverme.
Salgo a la vereda, la noche está fresca, voy hasta la
esquina y desemboco en la avenida. Al pasar junto a la marquesina del drugstore
comprendo la sensación en el cuerpo: olvidé vestirme, llevo la casaca siete de
“El Taladro” que uso para el sueño nocturno, las medias tres cuartos y el eslip.
Me digo que eso carece de importancia, que no debo distraerme del objetivo. En
la entrada del edificio narco hay un tipo en pijama y chinelas. Pelado, algo
entrado en kilos, al verme reconoce a un aliado y se me viene encima
esgrimiendo el celular:
- Ya llamé al 911 –dice.
- Al pedo, no va a venir nadie –contesto.
Se pone a despotricar: que es una vergüenza, que esta
ciudad es una anarquía, que adónde vamos a ir a parar. El tipo habla y mientras
lo hace suda y no deja de retorcerse las manos, hace pensar en un protesorero
de Banco Nación trasladado y abandonado por su mujer, todo en el mismo día. No
pienso entablar diálogo: él en pijama y yo en calzoncillos, a la entrada de ese
edificio, o damos un par de putos, o un dúo de colifas fugados del Moyano.
Me acerco a la botonera: es el piso doce contrafrente,
por lo que tiene que ser el departamento B. Llamo, pasan unos segundos y se
escucha una voz de mujer:
- ¿Aló?
- Mire, soy un vecino de acá a la vuelta…
- ¿Qué es lo que quieres tú?
- Que corten con la fiesta.
- El dueño no está.
- ¡Y A MÍ QUÉ CARAJO ME IMPORTA!...
La Celia Cruz, o la Jennifer López del orto me deja con
la puteada en la boca y corta con un sonoro “cloc”. Sacudo la puerta pero está
cerrada.
- Tenemos que encontrar la forma de entrar –le digo a mi
compañero.
En ese momento escucho dos broncos aullidos que cabalgan
las distancias, traspasan medianeras y se imponen al ruido de la avenida y a la
música de la fiesta.
- ¿Y eso? –dice el protesorero, ya abiertamente asustado.
- Mis mellizos –contesto y se me seca la garganta de la
indignación. ¿Por qué un tipo ordinario, un laburante que paga el ABL, está al
día con el crédito hipotecario y va una vez por semana al supermercado, tiene
que estar ahí intentando hacer justicia por mano propia? ¡Es absurdo, es
deprimente! Les abrimos las fronteras a esta escoria, que se burla, que nos
falta el respeto en la cara y mientras tanto nuestros ingenieros nucleares
huyen en masa a las universidades de Massachusetts ¡Que vayan, que vayan a lo
de los yanquis, que intenten entrar en Alemania a ver si los dejan si no
demuestran una ocupación decente! Así estamos, así este país se está yendo poco
a poco a la mierda.
En el hall aparece un tipo con ropa de trabajo que nos
hace una seña con una mano y viene hacia nosotros. “No digan que yo les abrí”,
murmura casi sin detenerse y sale a buen paso hacia la esquina.
- ¿Ese era el encargado, no? –pregunta el protesorero. No
le respondo. Los del piso doce, calculo, como mínimo son del Cártel de Sinaloa,
o de esos que decapitan gente y los cuelgan de los puentes, que creo que son
los de Yucatán. Pulso el botón del ascensor, cuando me vuelvo veo que el
protesorero lucha por decidir si viene conmigo o se queda. Le transpira la
papada, le cuesta respirar, realmente el tipo da pena. No lo dejo pensar, le
muestro el sacacorchos y se lo pongo en una mano:
- Usted lo único que tiene que hacer es cubrirme las
espaldas- le digo.
Subimos. Cuando se abre la puerta del ascensor, la
sorpresa nos deja congelados: el hall del piso es propiamente el vestíbulo de
una “disco”, el humo artificial y la poca luz dificultan la visión, hay parejas
abrazadas, grupos de mujeres bailando solas, tipos con manos enjoyadas y
camisas de cuello ancho abierto hablando a los gritos. La vibración de la música
se siente en el estómago. Aquel piso, tal vez el edificio entero, es lo que en los informes de la tele llaman “zona liberada”. El protesorero me
agarra de la cintura y -él en piyama y chinelas, y yo en calzones y medias tres
cuartos- salimos del ascensor y comenzamos a avanzar en fila india.
Hacia el fondo hay una puerta abierta de la que sale un
resplandor azul verdoso. Ingresamos en un primer ambiente, está abarrotado:
hombres y mujeres se sacuden evidentemente bajo los efectos de sustancias
prohibidas. El protesorero me agarra tan fuerte que me hace doler. En un
momento siento un roce en el cuello y descubro que alguien nos colocó un par de
guirnaldas de papel. A los efectos de mi plan no está mal, debemos aparentar una pareja de bailarines haciendo “el trencito”. Le ordeno al
protesorero que mientras avancemos mueva el culo como si estuviese bailando.
Dije "plan" pero ignoro cualquier cosa parecida a un plan, más bien
es una astuta improvisación sobre la marcha. No tengo en claro qué daño voy a
hacer, pero algo me dice que para lograrlo hay que llegar hasta el centro de
esa perdición, donde ahora se escucha al amanerado del micrófono que da
instrucciones para bailar el mambo.
Pasamos a un segundo ambiente bastante más grande, ahí el
humo es espeso, cuesta respirar y como si hubiésemos entrado al país de los
sueños, por sobre el mar de cabezas veo surgir una fuente de aguas danzantes.
¡Sí, querido, sí, señora, una fuente, y de agua auténtica! Está iluminada por
luces interiores de color esmeralda, ocupa el centro de la habitación y en el
interior un cardumen de peces tropicales va y viene en un nado imbécil. Es una
grasada tan tremenda, una mariconada tan ostentosa que dan ganas de ir a buscar
una masa y, al grito de “¡Jus-ti-cia!”, convertirla en arena de setecientos
martillazos.
Giro para ver la reacción del protesorero, pero noto que
sus ojos desorbitados están clavados en un rincón, donde un tumulto de
invitados se agita, silba y alienta a alguien. Nos aproximamos: sobre un sofá una
chica joven, extremadamente delgada, cabalga desnuda encima de un negro
provisto de una pistola de tamaño descomunal. El miembro del negro ingresa y
egresa del interior de la chica, que parece sufrir una descarga eléctrica con
cada envión. Eso, al parecer, provoca un entusiasmo irresistible en el público,
que sigue la operación a un metro de distancia.
Es demasiado para el protesorero. En el paroxismo del
cagazo el tipo se pone a temblar y a tartamudearme al oído una catarata de
disparates, habla de lo cara que paga las expensas, de una tía que tiene en
Morón. Parece estar al borde del colapso. De golpe me clava las uñas en la
cintura y doy un salto:
- ¡Contrólese, viejo!
En ese momento se corta la luz, siento un fuerte empujón
y se produce una avalancha que me hace dar unos pasos a tientas y caer al piso.
La música también se detuvo. Cuando intento pararme se enciende una luz blanca
y observo que estoy a los pies de alguien. Identifico unas botas de cuero de
víbora, un jean nevado, debajo de una panza de regulares dimensiones asoma un
cinturón con una hebilla dorada con las iniciales J S, dos manos de dedos
amorcillados con media docena de anillos, una camisa de raso negra, una gran
cruz de plata al cuello, habano, dos ojitos de suricata bajo una frente corta
rematada con un jopo negro a la gomina. Deduzco que no puede ser otro que el
dueño del puto circo.
Alguien a mis espaldas dice:
- ¡Es el pinche cabrón que tocaba el portero!
Todavía de rodillas, busco con un movimiento disimulado
el mango del cuchillo tramontina que hasta ese momento llevaba en la cintura,
pero en los empujones alguien lo ha hecho desaparecer.
- Soy Joaquín “el Chapo” Salazar –dice el tipo.
“Y a mí qué carajo me importa”, pienso. Me sorprende mi
serenidad, tal vez sean mis últimos minutos de vida pero no siento miedo, más
bien un rencor liviano, un odio saltarín que me hormiguea en el estómago y la
garganta. El“narco” me mira con curiosidad:
- ¿Qué hay wey? ¿Qué anda buscando por aquí?
- Dormir –digo con sequedad.
Se hace un silencio, el tipo de golpe parece haber
descubierto algo que le produce una gracia enorme y larga una carcajada:
- ¿Y qué sucedió con sus pantalones, friend? ¿Acaso los
perdió jugando al truco?
Risa general. ¡Qué sentido del humor! ¡Qué chispa! Con la
boca abierta y la buzarda temblequeante, el “Chapo” Salazar este más que reír
parece estar sufriendo un ataque de epilepsia. De golpe, se me cruza un
pensamiento: ¿Y el protesorero? Busco entre la gente intentando ubicarlo.
Seguro que se escabulló llevándose mi sacacorchos.
Veo que el “narco” habla con alguien que tiene al lado,
le entrega una pistola automática plateada y se está desprendiendo las correas
de la sobaquera donde lleva el arma. La circunferencia que se había formado en
torno nuestro se cierra un par de pasos. Resoplando y con expresión
concentrada, el “Chapo” ahora se coloca frente a mí, separa los brazos doblando
las rodillas y comienza a moverse en círculos. ¿O yo estoy loco, o el tipo
quiere que luchemos?
No hay mucho para elegir, pienso, escapar es imposible
así que desde mi posición arrodillada me abalanzo como un perro de presa sobre
mi rival. Con el envión caemos al piso y comenzamos a rodar.
- ¡Órale, Chapo!
- ¡Destroza al pendejo! –escucho.
El “Chapo” Salazar me agarra de ambas muñecas y con una
facilidad asombrosa me inmoviliza, se me monta encima y me da un violento
puñetazo en el pómulo derecho que me hacer ver las estrellas. Evidentemente, el
tipo está habituado a las peleas de los barrios peligrosos de Juárez o Mérida.
Lo agarro de una pierna e intento volcarlo hacia un costado pero debe andar por
los ciento diez kilos y es inútil. Recibo una feroz andanada de golpes en
momentos en que escucho dos broncos, taladrantes aullidos que acallan las voces
del ringside y distraen a mi rival. Por el timbre reconozco a los mellizos y de
golpe se me nubla la razón y veo todo rojo. Con una energía desconocida agarro
un pie de mi rival y se lo retuerzo con tal violencia que, en un grito, el tipo
se incorpora a medias, cae pesadamente de costado y en una décima de segundo ya
estoy montado sobre él machacándole la cabeza contra el piso.
“¡Ahora mastiquen! ¡Zaparrastrosos! ¡A chuparla!
¡Aguante, Argentina!”, digo para mis adentros. ¡Era hora! ¡Alguien por una vez
tenía que poner las cosas en su lugar! A cada golpe contra el suelo la cabeza
del “Chapo” Salazar emite un ruido a cáscara de coco a punto de colapsar.
Entonces siento un fuerte impacto en un oído y dos pares de manos poderosas me
elevan.
- ¡Déjenlo! –escucho desde el piso la voz ahogada del
jefe. Las manos me sueltan. Estoy mareado, el esfuerzo de la lucha ha sido
demasiado, a duras penas puedo sostenerme parado. Cuando doy la vuelta, el
círculo que nos rodeaba lentamente comienza a abrirse. La “luz de sala” ha roto
con todo el glamour: la “narcodisco” resultó ser un departamento de tres
ambientes bastante sucio, la fuente parece un bidet, las mujeres trolas
baqueteadas de Plaza Constitución. Si no sintiese ese mareo debería ir por el
cocainómano del micrófono, dejarle un rodillazo en los huevos de recuerdo.
Salgo al hall y comienzo a descender por las escaleras.
La simetría y la repetición de los pisos del descenso agravan la sensación de
irrealidad. En un momento me cruzo con una decena de tipos vestidos de negro,
con armas largas, cascos, la cara cubierta por pasamontañas. Nada para
extrañarse, como el merengue y la fuente de aguas danzantes, forman parte de la
misma alucinación. Desemboco por fin en el hall y me detengo frente al espejo.
Lo que veo da pena: despeinado, el pómulo izquierdo enrojecido y con un
comienzo de hinchazón, perdí una media y la casaca de “El Taladro” tiene un
desgarrón bajo una axila. Así funciona el mundo, pienso, los platos rotos
siempre los terminan pagando los mismos.
Me saco la guirnalda de papel y la estrujo. En la
distracción no vi lo que sucedía en la vereda: hay dos carros de asalto de la
policía de culata, tres cámaras de televisión y unas treinta personas detrás de
un vallado de seguridad. Al salir reconozco a varios: un matrimonio con dos
hijos pequeños de la otra cuadra, el viejo del videoclub, Adelma, una vecina de
mi edificio. Al verme aplauden. ¿Qué pasa con la gente? ¿Qué pasa con el mundo?
- El señor fue el que ingresó primero –está diciendo
alguien frente a cámaras, reconozco al encargado del edificio que me señala.
Las luces giran y me enceguecen.
- ¿Es verdad que ha desarticulado un cartel de la droga?
- ¿Se da cuenta de que usted es un héroe?
- ¿Para quién trabaja?
No hay arreglo posible, estamos perdidos, hay que
entender de una vez por todas que el ser humano fracasó, no tiene salvación. Y
ojo que no hablo del Apocalipsis y todas esas gansadas. El ser humano no tiene
salvación por lo pelotudo que es, por lo superficial, ingenuo, manipulable,
nabo y compra-buzones que es.
En fin, cerrando con la historia me digo tengo que
desaparecer, doy dos pasos y paso por debajo de la cinta perimetral:
- ¡Por favor, no se vaya! -escucho a mis espaldas.
Me vuelve el mareo, siento frío en la planta del pie sin
la media. Lo único que quiero es llegar a mi casa y dormir. Voy hacia la
esquina, estoy a unos metros del drugstore cuando un tsunami sonoro pega la
vuelta a la ochava y me da de lleno en pleno pecho: con menos obstáculos, los
bramidos de mis hijos ahora son una explosión seca, compacta, en mi estado de
debilidad trastabillo. Calculo: tres de la mañana, una hora hasta lograr que se
callen, hacen las cuatro, veinte minutos hasta que me relaje y pueda conciliar
el sueño, las cuatro y veinte. Para hacer tiempo a bañarme y llegar al tren de
las seis tengo que levantarme a las cinco menos diez. Resultado: treinta
minutos de sueño. ¡TREINTA MINUTOS, MIL OCHOCIENTOS SEGUNDOS, MEDIA PUTA HORA
SUEÑO! ¡NO HAY JUSTICIA! Antes de dar vuelta a la esquina cambio de idea y me
planto en seco.
- ¡Vuelve! ¡Ahí viene! ¡Va a hablar!
Los curiosos detrás de la valla se agitan, los movileros
luchan por hacerse espacio y que no les pisen los cables. Me acercan un
micrófono.
Transmitir un mensaje, ¿por qué no? Algo que sacuda los
cerebros de estos retrasados mentales, algo que los motive a comprender que un
edificio tomado por narcotraficantes está mal; que una policía que no llega
nunca y cuando lo hace ya es demasiado tarde, también está mal; que la
presencia de ellos mismos ahí, a las tres de la mañana, para salir en la tele
en vivo y así tener algo para contar de sus mierdosas vidas, también está mal.
- ¿Qué va a decir? ¿Qué quiere declarar?
Me aclaro la garganta, los miro, me tomo mi tiempo, total
el daño está hecho y ya no voy a dormir:
- Señores –digo, y hago una pausa para dar mayor énfasis
a mis palabras-, sólo quiero trasmitirles un deseo: ¡PUEDEN IRSE TODOS A LA
RE-PUTÍSIMA MADRE QUE LOS RE-MIL PARIÓ!
APAGÓN