El 118 se detuvo en la esquina de Ugarteche con una frenada larga y taladrante. Como cada noche yo subí sintiendo que no era eso, que mi vida estaba en la piel de otro, alguien tirado en la cama viendo la tele, leyendo, o cenando en su casa con su mujer y sus hijos, no por calles semivacías en mitad de la noche. Recuerdo que esto fue por febrero o marzo de 2000, por ese tiempo trabajaba de operador nocturno en una empresa de seguridad satelital de vehículos (ese tipo de empleos que se toman por tres meses, y cuando uno quiere acordarse hace dos años que vive como una especie de hombre-búho implume a contrapelo del mundo. Recuerdo el calor y el ómnibus casi desierto, con las ventanillas abiertas, cruzando las bocacalles a una velocidad temeraria.
- ¡Señoras y señores, voy a distraer su amable atención…
El tipo había subido en algún momento que no puedo
precisar. Con la mirada perdida en la ventanilla, mientras rumiaba mi desdicha,
la verdad que no había reparado en su aparición.
- Hoy traigo para ofrecerles una promoción de Fábricas
Extensoro, el inigualable “casco para estamparse contra la pared Alto
Impactum”…
Como es fácil de imaginar, las últimas palabras hicieron
que volviera la cabeza como un periscopio. Era un sujeto flacucho, de unos
treinta años, con una barba de dos días y una camiseta de la selección nacional
absurdamente combinada con un pantalón de vestir y unos mocasines gastadísimos.
Mientras
desplegaba el espich para nadie, ya había sacado de una mochila un ejemplar del
producto y lo exhibía con su mano derecha. Era un casco ordinario, uno de esos
de color amarillo utilizados por los operarios de las compañías de
electricidad, con una presilla de plástico para ajustar al mentón.
- Totalmente recubierto de fibra de vidrio. Con su
sistema de amortiguación “still stop” el casco para estamparse contra la pared
Alto Impactum, evita cualquier tipo de lesión en corteza craneana y cervicales…
Al tiempo que
hablaba, comenzó a colocarse el casco que había sacado y a ajustárselo
cuidadosamente con la presilla. Cuando terminó la operación, dio un largo
suspiró:
- Claro que en estos tiempos de discursos vacíos, las
palabras poco importan, por lo que si no les incomoda voy hacer a una
demostración que ilustrará cabalmente sobre las virtudes del producto.
Y sin otro preámbulo el tipo tomó carrera y se tiró como
un torpedo por sobre dos asientos desocupados de la tercera fila. Lo miré
boquiabierto. Dio contra el canto de una de las ventanillas abiertas, el casco
y debajo la cabeza hicieron un sonido
seco. Rebotó como un muñeco y cayó de
culo en mitad del pasillo.
Tras semejante acto, clavé la vista en el espejo del
chofer buscando algún tipo de orientación,
allí me encontré con la mirada desconcertada de los otros seis pasajeros. El
conductor levantó unos ojos soñolientos, nos miró, miró al tipo que todavía
yacía en el suelo y volvió a lo suyo.
Más que provocadora o escandalosa, pensé, aquella escena
era sobre todo deprimente. En el apocalíptico recorrido nocturno al que, por
ese tiempo, me obligaba el empleo, había conocido a varios de estos personajes:
un mentalista que tras entrar en trance alteraba las luces de los semáforos, un
hombre-vegetal que mostraba como le nacían helechos de los sobacos, un trío de
karatecas que simulando un duelo con nunchacos terminaron asaltando al pasaje
completo. Era como que por las noches la ciudad dejaba escapar por una horas a
estos paradigmas de la desesperación y los transportes públicos, vaya uno a
saber por qué, se transformaban en una especie de Arca de Noé que los reunía
segundos antes del final.
Mientras pensaba esto, el vendedor suicida ya había
logrado recuperar la vertical y consciente de haberse adueñado de nuestra
atención, enumeraba con vehemencia:
- Contra superficies de granito, fórmica, mármol,
ladrillo hueco, korlok, hormigón. Contra asfalto, cerámicos, pisos de madera,
columnas de alumbrado, cartelería. El casco para estamparse contra la pared
Alto Impactum, viene provisto de una revolucionaria perilla que gradúa su
sistema de amortiguación…
De la mochila, había sacado otro casco y señalando un
minúsculo botoncito rojo en uno de los bordes internos, lo extendía hacia la
mujer mayor que iba en la primera fila.
- Sin compromiso de compra, señora.
La mujer agitó las manos con un rictus de asco. El tipo
pareció no acusar recibo y llevando dos dedos a la parte interna de su Alto
Impactum, agregó:
- Si observan, yo en este momento estoy ajustando mi unidad
para “pisos flotantes, metálicos o entarugado”. Veamos los resultados.
Esta vez no nos tomó desprevenidos. Así, la señora que no
había querido recibir el casco, un tipo con pinta de encargado de Mc Donalds
abrazado a una rubiecita, un pintor u obrero de la construcción que minutos
antes dormía, dos adolescentes con ropa de gimnasia que iban en el fondo y yo,
nos arrellanamos en las butacas para ver lo que venía.
Con otra corta carrera, el tipo saltó, describió una
comba y se clavó de cabeza contra el piso del pasillo, entre la anteúltima fila
de asientos individuales y el hueco de la puerta trasera.
Los chicos de equipo de gimnasia, que habían levantado
las piernas para evitar ser golpeados, no pudieron reprimir el entusiasmo:
- ¡Buenísimo, máquina!
La señora mayor, en cambio, ya se había incorporado para
increpar al chofer:
- ¿No piensa intervenir? ¡Claro! ¡Ustedes son todos
iguales, dejan subir a cualquiera y el que se los tiene que aguantar es el
pasajero!
El conductor esta vez ni se molestó en mirarla.
Me pareció bien. Si algo había aprendido en estos
itinerarios nocturnos era que ante situaciones como esa lo aconsejable era
dejar al personaje expresarse libremente sin intervenir. Aunque sonara a poco
ciudadano, uno siempre podía bajarse en la próxima parada, pero el chofer debía
cumplir su turno de ocho horas completo y, en definitiva, no hacía más que
salvaguardar la cordura para llevar el pan al hogar.
Volviendo al vendedor de Alto Impactum, el tipo se había
incorporado y se frotaba la cintura con una mano. Después de hacer una pausa
para recobrar el aliento, carraspeó para aclararse la voz y retomó el espich:
- Extremadamente ligero y con componentes
dermatológicamente testeados, el casco para estamparse contra la pared “Alto
Impactum” protege además contra accidentes de tránsito. El peatón que lleva su
Alto Impactum ante la inminencia de un atropellamiento no tiene más que
inclinar la cabeza y adelantarla a modo de paragolpes. De gran duración y
resistencia en condiciones climatológicamente adversas, también protege contra
macetas, deposición de aves, broches para la ropa, cascotes, tapas de termo, o
cualquier otro objeto que pueda caer por accidente de un balcón o un edificio
en obra…
Había que reconocer que no se expresaba mal y los argumentos
de venta eran convincentes. Cada tanto interrumpía la perorata y situando
rápidamente la vista en algún punto decía “¡Cómo no, ya estoy con usted
caballero!”, como si alguien invisible para los demás se hubiese mostrado
interesado en revisar un casco.
A los chicos del fondo el palabrerío los aburrió:
-¡Dale, titán, dale!
- ¡Hacele otra!
El tipo detuvo el discurso y pareció sopesar la
situación. Se hizo una pausa en la que sólo se oyó la marcha del ómnibus
acelerando por Luis María Campos.
Entonces yo escuché bajito:
- ¡Por favor, que
no siga, Gabriel!
La dueña de la voz era la rubiecita novia del encargado
de Mc Donalds. Asiento de por medio con el mío, la parejita era la única que
apenas si había girado para ver la performance.
Luego del pedido la chica se había apretado contra el
hombro del novio. Más obligado por la circunstancia que convencido, el
encargado de Mc Donalds giró la cabeza e increpó al vendedor:
- ¡Che, podés terminarla!
Pero cualquier protesta era inútil porque el vendecascos
ya se había lanzado a otra frenética prueba de calidad desde el fondo. Con una
curva de gozo en los labios y en cámara lenta (al menos, esa fue mi percepción)
pasó volando a mi lado y se clavó como un misil aire-aire contra la máquina expendedora
de tickets.
El choque fue
escalofriante: una detonación hueca acompañada de un alegre tintineo de las
monedas en la caja metálica. El tipo rebotó, dio con las costillas contra el
lateral de los asientos dobles de la primera fila y aterrizó a mis pies.
Miré la nuca flaca bajo el casco amarillo, el gastado
número diez de la casaca de la selección. No puedo explicar cómo ni por qué,
pero supe que en aquella acción desenfrenada había algo de heroico, una especie
de terca protesta contra el mundo. Se me cruzó imaginar su día de trabajo.
¿Desde qué hora vendría haciendo esos vuelos de la muerte? ¿Habría sido una
idea suya, o se trataba de una estrategia de venta de la empresa?
De golpe el tipo alzó la cabeza y nuestras miradas se
encontraron. Pensé en decirle que arriesgaba la salud injustificadamente, que
se dedicara a otro producto, pero sentí pudor. Observé que a un costado del
cuello tenía un surco de sangre seca, el tipo lo adivinó y me devolvió una
mirada de orgullo.
El breve diálogo mudo fue interrumpido por la señora del
asiento individual:
- ¡Obsérvele la mirada! -me dijo, como si lo que yacía el
piso fuese una rara mutación de insecto- ¿No lo nota? ¡Eso hace la droga!
Desde su incómoda posición, el vendedor giró la cabeza y
le sonrió con expresión idiota.
- Cincuenta pesos
es su valor –dijo.
En ese momento se produjo el error o, por lo menos, eso
es lo que yo interpreto. Aunque suene extraño hablar de error en una situación
ya de por sí rara. Sencillamente sucedió que el encargado de Mc Donalds y su
chica se pararon para descender.
Es difícil introducirse en la cabeza de cualquier mortal
para saber lo que piensa, lo que siente o cómo reacciona ante determinados
estímulos, cuánto más si se trata de mentalistas hipnotiza-semáforos o
vendedores suicidas de cascos. Lo que presumo es que al tipo lo apabulló la
responsabilidad, sintió que su performance no había sido lo suficientemente
concluyente, que había flaqueado y prueba irrefutable de ello era esa parejita
que se incorporaba como si tal cosa para bajar del ómnibus. Semejante
liviandad, tamaño desapego demostraban a las claras que él no había alcanzado
el objetivo, eso hacía peligrar su reputación, ponía en jaque su salario y, por
qué no, el futuro económico de Fábricas Extensoro, la empresa a la que
representaba.
Eso pensé yo que estaba pensando el tipo mientras volvía
incorporarse, se colgaba al hombro la mochila de tela de avión, y en tanto nos
miraba uno a uno con expresión de abierto desafío, se ponía a resoplar como un
gimnasta olímpico ante la prueba más difícil.
Reculó dos largos pasos hasta quedar casi junto al chofer
(creo que sólo yo advertí que movía la perillita de su Alto Impactum para
“superficies de cristal, vidrio templado o acrílico”) y arrancó como un Fórmula
1 hacia el cristal de la luneta trasera. Tres pasos antes de llegar, se impulsó
con ambos pies y levantó vuelo. Ante el tremendo impacto el vidrio se astillo y
en el sitio del choque se hizo un agujero de unos setenta centímetros de
diámetro por el que pasó como un ariete con puntera amarilla el vendedor de
Alto Impactum.
El encargado de Mc Donalds y su chica quedaron
petrificados a mitad de pasillo, la mujer del primer asiento dio un alarido.
Por suerte el 128 estaba detenido esperando paso en el semáforo de Jorge Newbery.
Me incorporé temiendo lo peor, corrí hasta el fondo y me
abrí paso entre los chicos de equipo de gimnasia que se asomaban por el vidrio
roto. Era un milagro: el tipo ya estaba de pié, tanto él como el casco parecían
ilesos. Sólo noté que le sangraba un codo. Uno de los chicos le gritó:
- ¿Máquina, estás bien?
El tipo nos miró con esa rara expresión de desafío
plantada todavía en la cara, dijo algo pero el colectivo arrancó y el estrépito
de la acelerada no nos dejó escuchar. Y se quedó ahí, junto a la garita del 118
y un cartel luminoso de desodorantes Rexona. Es la última imagen que conservo.
Seguí con ese trabajo nocturno durante otros seis largos
meses hasta diciembre de 2000. Mentiría si no dijera que más de una noche
esperé ver ascender al colectivo al vendedor de cascos “Alto Impactum” pero, se
sabe, la ciudad es una gran bestia hambrienta que no para de engullir
historias. Quizás cambió de rubro, trabaja en otra línea, o (y esto se me
antoja como la salida menos cruel) tal vez hizo un último vuelo fatal, contra
una superficie demasiado dura para su acto desesperado.