Jueves 4, 8 PM. Me hacen una invitación de último momento para
viajar a Rosario. Una compañía de teatro off va a montar una obra de mi autoría,
el director me llama dos días antes para decirme que cuentan conmigo para el
estreno, que se hacen cargo de mi estadía, que solo debo subirme a un micro en
Retiro y alguien va a ir a esperarme a la terminal de Rosario. No puedo negarme.
Se lo explico a mi mujer, ella ensaya algunos gestos de irritación, emite un gruñidito,
me hace una docena de advertencias, y finalmente me sella el pase.
Sábado 6, 8 AM. Feliz como un chico, Rosario es una ciudad que todavía no conozco. Temprano por la mañana armo el bolso y voy a Retiro. La función es esa misma noche, mi idea es pernoctar y el domingo al mediodía volver a Buenos Aires con un libro de cuentos para mi hija, un par de aros para mi mujer y, quizás, un hueso de plástico para Osvaldo, el perro salchicha. Es un día invernal agradable, el viaje por autopista transcurre sin sobresaltos. Al llegar, ya en la larga avenida arbolada por la que ingresa el ómnibus, detecto el fenómeno por el que he decidido escribir estas páginas: los rosarinos son más bajos. Por los rosarinos quiero decir toda la gente de Rosario, la suma total de sus habitantes, son unas dos cabezas más bajos.
Quedo anonadado. Lo raro es que todo lo demás, esto es, edificios, medios de transporte, escaleras, kioscos, las mesas de los bares, parecen conservar su tamaño ordinario.
Al descender en la terminal estrecho la mano de un hombrecito de pelo largo y canoso, sumamente locuaz, que estaba esperándome en la dársena. Es la persona con la que he hablado por teléfono, el director de la obra. Me dice que si no tengo inconvenientes vamos a ir a un par de radios para promocionar el espectáculo, pero que antes me va a dejar en el hotel para que me ponga cómodo y descanse un rato. Subimos a su automóvil, que lógicamente le queda grande, usa dos almohadones sobre los que se sienta para poder elevar la cabeza por sobre el tablero. Noto que debe hacer un esfuerzo para llegar a los pedales. La situación me inquieta. Lo curioso es que toma todo con absoluta naturalidad. Me empieza a hablar sobre la puesta que ha ideado para mi texto y el trabajo que está realizando con los actores. Absorto en el espectáculo de las calles, yo apenas si lo escucho. Un enjambre de gente dos cabezas más baja se mueve a velocidad, se detiene en los kioscos, compra diarios, luego entra por las puertas giratorias a los edificios, se cruza con otros que apenas si los miran, que penetran presurosos en las galerías, hormiguean por los pasajes internos de las plazas, algunos tirando de desproporcionados perros falderos; varias decenas de oficinistas de traje y corbata transpiran ante el esfuerzo de cargar tremendos maletines. Las bicicletas y ciclomotores zigzaguean en peligroso equilibrio inestable, pero lo más inquietante está en los taxis y los colectivos urbanos que parecen andar solos; ansioso, yo estiro el cuello para descubrir las cabecitas de los conductores y me tranquilizo. Tengo la impresión de estar metido en una fea película post apocalíptica donde el planeta ha sido violentado por un extraño virus que transforma la escala de la gente, preanunciando vaya uno a saber qué tragedia inevitable.
Sábado 6, 2 PM. Ya en el hotel, como un sánguche con una gaseosa en el bar y luego subo a la habitación y me recuesto antes de que el director pase a buscarme. Pienso que la vida está llena de fenómenos sin explicación, que quizás lo que sucede en Rosario es algo que en algún momento se ha producido y están aguardando que todo vuelva a la normalidad, y mientras tanto disimulan. Eso me gusta, odio a la gente que se conduele de sus rarezas y vive exponiéndolas. ¿Qué debo hacer yo? Obviamente, nada, también disimular.
Sábado 6, 8 AM. Feliz como un chico, Rosario es una ciudad que todavía no conozco. Temprano por la mañana armo el bolso y voy a Retiro. La función es esa misma noche, mi idea es pernoctar y el domingo al mediodía volver a Buenos Aires con un libro de cuentos para mi hija, un par de aros para mi mujer y, quizás, un hueso de plástico para Osvaldo, el perro salchicha. Es un día invernal agradable, el viaje por autopista transcurre sin sobresaltos. Al llegar, ya en la larga avenida arbolada por la que ingresa el ómnibus, detecto el fenómeno por el que he decidido escribir estas páginas: los rosarinos son más bajos. Por los rosarinos quiero decir toda la gente de Rosario, la suma total de sus habitantes, son unas dos cabezas más bajos.
Quedo anonadado. Lo raro es que todo lo demás, esto es, edificios, medios de transporte, escaleras, kioscos, las mesas de los bares, parecen conservar su tamaño ordinario.
Al descender en la terminal estrecho la mano de un hombrecito de pelo largo y canoso, sumamente locuaz, que estaba esperándome en la dársena. Es la persona con la que he hablado por teléfono, el director de la obra. Me dice que si no tengo inconvenientes vamos a ir a un par de radios para promocionar el espectáculo, pero que antes me va a dejar en el hotel para que me ponga cómodo y descanse un rato. Subimos a su automóvil, que lógicamente le queda grande, usa dos almohadones sobre los que se sienta para poder elevar la cabeza por sobre el tablero. Noto que debe hacer un esfuerzo para llegar a los pedales. La situación me inquieta. Lo curioso es que toma todo con absoluta naturalidad. Me empieza a hablar sobre la puesta que ha ideado para mi texto y el trabajo que está realizando con los actores. Absorto en el espectáculo de las calles, yo apenas si lo escucho. Un enjambre de gente dos cabezas más baja se mueve a velocidad, se detiene en los kioscos, compra diarios, luego entra por las puertas giratorias a los edificios, se cruza con otros que apenas si los miran, que penetran presurosos en las galerías, hormiguean por los pasajes internos de las plazas, algunos tirando de desproporcionados perros falderos; varias decenas de oficinistas de traje y corbata transpiran ante el esfuerzo de cargar tremendos maletines. Las bicicletas y ciclomotores zigzaguean en peligroso equilibrio inestable, pero lo más inquietante está en los taxis y los colectivos urbanos que parecen andar solos; ansioso, yo estiro el cuello para descubrir las cabecitas de los conductores y me tranquilizo. Tengo la impresión de estar metido en una fea película post apocalíptica donde el planeta ha sido violentado por un extraño virus que transforma la escala de la gente, preanunciando vaya uno a saber qué tragedia inevitable.
Sábado 6, 2 PM. Ya en el hotel, como un sánguche con una gaseosa en el bar y luego subo a la habitación y me recuesto antes de que el director pase a buscarme. Pienso que la vida está llena de fenómenos sin explicación, que quizás lo que sucede en Rosario es algo que en algún momento se ha producido y están aguardando que todo vuelva a la normalidad, y mientras tanto disimulan. Eso me gusta, odio a la gente que se conduele de sus rarezas y vive exponiéndolas. ¿Qué debo hacer yo? Obviamente, nada, también disimular.
Sábado 6, 4 PM. Vamos a FM Latina y a Radio Santa Fe de la Veracruz a dos programas
de espectáculos. Nos recibe gente de lo más jovial. A mí naturalmente me
inquietan las radios, cada vez que voy a una imagino que del otro lado están
pendientes de cada furcio que cometo mi hermano Fernando, mi maestra de
Castellano de tercer grado y –sobre todo- mis compañeros del papi fútbol de los
jueves, que se burlan y se ríen como locos. Superada la timidez inicial hablamos
sobre el teatro en Buenos Aires, me preguntan cosas que en su mayor parte
ignoro pero de las que hablo con fluidez, aunque debo inclinarme mucho para
acercarme a los micrófonos y termino con dolor de cuello.
Al salir de las entrevistas me despido del director, vuelvo caminando al hotel y aprovecho para comprar los regalos para mi familia.
Sábado 6, 9 PM. Por la noche se hace la función. La sala está en el centro, al costado de una galería comercial, es acogedora y bien puesta, el público colma las cincuenta localidades. La obra se llama “Grand Slam”, trata de un tenista joven que juega su primera final internacional, en la tribuna están sus padres que lo explotan, la novia que lo ama y lleva un hijo suyo en sus entrañas y los padres de la novia que son del interior y desean irse de allí cuanto antes. Al finalizar todos aplauden, pero a mí me parece que la obra es un bodrio, no está el clima de asfixia original, la energía de dispersa, los personajes parecen naufragar en un escenario demasiado grande. Dudo si tengo que decirle al director cual es el problema, que ese texto está pensado para gente dos cabezas más alta, pero temo ofender. Además estaría exponiendo la problemática completa de lo que veo en la ciudad y los pondría en el brete de tener que darme una explicación. Llegado el momento de dar mi opinión hablo de generalidades, disimulo, miento.
Esa noche cenamos con el elenco en una trattoría ubicada sobre una peatonal, pido ravioles a la bolognesa, pero las porciones son pequeñas y me quedo con hambre. Lo que sí, tomo incontables copas de vino; Juanjo, uno de los actores, se encarga con exagerada amabilidad de llenarme a cada rato la copa. Por suerte mis excesos alcohólicos son educados y bastante lúcidos y en ningún momento saco el tema.
Domingo 7, 10 AM. Despierto con resaca, mientras me baño en el hotel pienso, ¿y si no es real? ¿Y si esta deformación responde a un estado de ánimo mío y estoy sufriendo un simple ataque de pánico? Decido comprobarlo, antes de abandonar la habitación lleno un vaso con agua y tomo un rivotril, pero al salir todo sigue normal, quiero decir: la gente continua siendo dos cabezas más baja.
Como despedida, el director de largos cabellos grises ha planeado un encuentro con el resto del elenco y un crítico teatral local en un bar emblemático de la ciudad. Vamos a El Cairo y ocupamos una mesa interior. El crítico, un anciano pequeño como un gnomo al que llaman Don Sergio Fidalgo, me pregunta cuales son a mi juicio los puntos sobresalientes de la influencia brechtiana en la dramaturgia latinoamericana de la última década, vuelvo a hablar con fluidez por espacio de varios minutos de cosas que ignoro, mientras me pregunto a velocidad qué estatura real tendrían Alberto Olmedo o Roberto Fontanarrosa. A Fito Páez y a Angélica Gorodischer los he visto en persona y parecen de tamaño normal, Leo Messi, en cambio, es efectivamente dos cabezas más bajo. En fin, no llego a ninguna conclusión.
Domingo 7, 12.30 PM. El director me ha llevado hasta la terminal y ya estoy en el ómnibus saliendo de Rosario. Saludo con la mano. Quizás lo vivido en esos dos días me ha estresado porque a los pocos minutos duermo como un tronco. Y de golpe ya estoy en el palier de entrada de mi casa, abro la puerta y veo a mi hija recostada en el sillón con los auriculares. Me mira, se incorpora, abre la boca y emite un grito agudo; Osvaldo me ladra asomándose desde abajo de la mesa. Mi mujer entra corriendo desde la cocina para ver qué significa ese barullo, crispada como siempre dice que ha tenido un montón de problemas de los que ha tenido que ocuparse sola, que no está para chistes, que deje de hacerme el vivo y que vuelva a mi tamaño normal. Recién ahí comprendo el por qué del recibimiento, giro y me miro en el espejo del living: soy dos cabezas más bajo. Intentó explicarles, les hablo de lo que está sucediendo en Rosario, pero por las expresión de sus caras no me creen. Entonces Osvaldo, un salchicha por lo general cobarde, sale de abajo de la mesa como un rayo y me salta con las fauces abiertas dispuesto a destrozarme. Despierto de un salto y cuando vuelvo en mí noto que ya estamos entrando a Retiro. Miro al resto de los pasajeros, sus rostros abotagados nada manifiestan pero yo sé que ellos también saben. Nos hermana un secreto, aunque algo me dice que van a retomar sus vidas y no van a hablar. Este tipo de cosas -y todavía peores- suceden todo el tiempo, y no creo que haya que hacer tanto escándalo por unos centímetros de más o de menos de estatura.
Al salir de las entrevistas me despido del director, vuelvo caminando al hotel y aprovecho para comprar los regalos para mi familia.
Sábado 6, 9 PM. Por la noche se hace la función. La sala está en el centro, al costado de una galería comercial, es acogedora y bien puesta, el público colma las cincuenta localidades. La obra se llama “Grand Slam”, trata de un tenista joven que juega su primera final internacional, en la tribuna están sus padres que lo explotan, la novia que lo ama y lleva un hijo suyo en sus entrañas y los padres de la novia que son del interior y desean irse de allí cuanto antes. Al finalizar todos aplauden, pero a mí me parece que la obra es un bodrio, no está el clima de asfixia original, la energía de dispersa, los personajes parecen naufragar en un escenario demasiado grande. Dudo si tengo que decirle al director cual es el problema, que ese texto está pensado para gente dos cabezas más alta, pero temo ofender. Además estaría exponiendo la problemática completa de lo que veo en la ciudad y los pondría en el brete de tener que darme una explicación. Llegado el momento de dar mi opinión hablo de generalidades, disimulo, miento.
Esa noche cenamos con el elenco en una trattoría ubicada sobre una peatonal, pido ravioles a la bolognesa, pero las porciones son pequeñas y me quedo con hambre. Lo que sí, tomo incontables copas de vino; Juanjo, uno de los actores, se encarga con exagerada amabilidad de llenarme a cada rato la copa. Por suerte mis excesos alcohólicos son educados y bastante lúcidos y en ningún momento saco el tema.
Domingo 7, 10 AM. Despierto con resaca, mientras me baño en el hotel pienso, ¿y si no es real? ¿Y si esta deformación responde a un estado de ánimo mío y estoy sufriendo un simple ataque de pánico? Decido comprobarlo, antes de abandonar la habitación lleno un vaso con agua y tomo un rivotril, pero al salir todo sigue normal, quiero decir: la gente continua siendo dos cabezas más baja.
Como despedida, el director de largos cabellos grises ha planeado un encuentro con el resto del elenco y un crítico teatral local en un bar emblemático de la ciudad. Vamos a El Cairo y ocupamos una mesa interior. El crítico, un anciano pequeño como un gnomo al que llaman Don Sergio Fidalgo, me pregunta cuales son a mi juicio los puntos sobresalientes de la influencia brechtiana en la dramaturgia latinoamericana de la última década, vuelvo a hablar con fluidez por espacio de varios minutos de cosas que ignoro, mientras me pregunto a velocidad qué estatura real tendrían Alberto Olmedo o Roberto Fontanarrosa. A Fito Páez y a Angélica Gorodischer los he visto en persona y parecen de tamaño normal, Leo Messi, en cambio, es efectivamente dos cabezas más bajo. En fin, no llego a ninguna conclusión.
Domingo 7, 12.30 PM. El director me ha llevado hasta la terminal y ya estoy en el ómnibus saliendo de Rosario. Saludo con la mano. Quizás lo vivido en esos dos días me ha estresado porque a los pocos minutos duermo como un tronco. Y de golpe ya estoy en el palier de entrada de mi casa, abro la puerta y veo a mi hija recostada en el sillón con los auriculares. Me mira, se incorpora, abre la boca y emite un grito agudo; Osvaldo me ladra asomándose desde abajo de la mesa. Mi mujer entra corriendo desde la cocina para ver qué significa ese barullo, crispada como siempre dice que ha tenido un montón de problemas de los que ha tenido que ocuparse sola, que no está para chistes, que deje de hacerme el vivo y que vuelva a mi tamaño normal. Recién ahí comprendo el por qué del recibimiento, giro y me miro en el espejo del living: soy dos cabezas más bajo. Intentó explicarles, les hablo de lo que está sucediendo en Rosario, pero por las expresión de sus caras no me creen. Entonces Osvaldo, un salchicha por lo general cobarde, sale de abajo de la mesa como un rayo y me salta con las fauces abiertas dispuesto a destrozarme. Despierto de un salto y cuando vuelvo en mí noto que ya estamos entrando a Retiro. Miro al resto de los pasajeros, sus rostros abotagados nada manifiestan pero yo sé que ellos también saben. Nos hermana un secreto, aunque algo me dice que van a retomar sus vidas y no van a hablar. Este tipo de cosas -y todavía peores- suceden todo el tiempo, y no creo que haya que hacer tanto escándalo por unos centímetros de más o de menos de estatura.