Cuando
esa tarde abrí el sobre y leí “usted es el afortunado” hice un par de pestañeos
extra: sin dudas algo a nivel planetario había fallado, un choque de
asteroides, un error geodésico a macroescala, algo, porque en ese momento yo no
podía ser “el afortunado” prácticamente de nada. La carta impresa en letras
grandes acompañaba una caja envuelta y lacrada: la habían dejado en la portería
mientras estaba en el trabajo. Leí “en nuestra calidad de empresa acreditada,
tenemos el placer de confirmar la selección efectuada por nuestra computadora y
anunciarle que está en carrera por el premio mayor”. ¡El premio mayor! Se me
escapó una risita nerviosa: desde mi separación de Olivia había tenido que
vender la colección de CDs, mi escarabajo Wolskwagen, había perdido el trabajo,
vivía en un monoambiente sin muebles del que pronto me iban a desalojar, le
debía plata a mi padre, a mi hermana, a mi ex profesor de tae-kwondo; por mejor onda que le pusiera no me veía recibiendo
ningún premio mayor. Pero, se sabe, en el acaecer de todo ser humano vivo opera
ese mecanismo incomprensible que se da en llamar esperanza, o fe en el mañana,
o ilusión por un mundo mejor; en fin, que entonces esa cosa, sin que nadie la
llamara, salió de su agujero y de pronto me vi abriendo el paquete lo más
contento y lleno de amor por la humanidad. En el interior había una especie de
licuadora seis velocidades, pero en la parte de donde debía salir el jarro
surgía un cono de goma con forma de sopapa: “inhalador facial para el cuidado
de la piel”, decía el folleto. ¿Cómo no lo había previsto? ¿De toda la gama de
premios dirigidos a gente selecta como yo, un inhalador facial para el cuidado
de la piel no era lo justo y necesario?
Me sentí bien, en armonía con el cosmos, pateé la caja hacia el rincón
más apartado y me tiré a dormir en el colchón.
Desde
que me echaron de la empresa del padre de mi ex mujer (por razones harto
arbitrarias, no tengan dudas) la desesperación y los clasificados me fueron
llevando de un sitio abyecto a otro, hasta que al fin aterricé en una oficina
oscura y pringosa en pleno Microcentro. Allí, por una paga ofensiva, ofrecían
lo que en la jerga de las TIC se conoce como un puesto de data entry. ¿De qué estoy hablando?: un cuartucho rectangular sin
ventilación, larga mesa con quince o veinte terminales en las que especimenes
poco limpios y menos despiertos ingresan talones de tarjetas de crédito durante
nueve horas corridas. ¿Puede haber algo más atrayente? Para los que tienen poca
idea de lo que hablo, sin exagerar, a partir de la segunda hora de teclear a
velocidad números de seis dígitos empiezan las alucinaciones, a las cuatro
horas la espina dorsal se te adormece, se pierde el control de esfínteres y te
olvidás nombre y dirección; a partir de la sexta hora las curvas de la
actividad neuronal se alisan hasta llegar casi al estado vegetativo. Pero la
realidad me decía que no tenía opciones, así que me senté en el hueco vacío y
empecé a tipear. Esto fue una semana atrás, así que en esos primeros días
aciagos llegaba a casa en estado desesperante, con la única ambición de tirarme
en el colchón y desmaterializarme. La caja con el inhalador facial obviamente
quedó en el rincón donde había caído y la verdad es que terminé por olvidarla.
El jueves por la tarde la inmobiliaria me hizo
llegar una carta de intimación: debía encontrar un lugar donde dormir si no
quería ser desalojado por la fuerza. La situación se complicaba: tomé birome y
papel y me puse a pensar en un listado de candidatos al rescate. En estos casos
parientes y amigos vaya uno a saber por qué siempre están a punto de mudarse, o
tienen visitas de lugares tales como las islas Caimán o la base Vicecomodoro
Marambio. Mientras pensaba sonó el timbre, fui hasta la puerta y casi caigo de
nuca: allí estaba Olivia, no era otra, después de sesenta días con sus largas
noches, otra vez ante aquella criatura sin alma. Su presencia alteró
instantáneamente mi sistema nervioso central, aprovechando el saludo intenté
morderle el cuello, pero con una ágil flexión Olivia se agachó y pasó por entre
mis piernas.
-
Seguís fumando porquerías –dijo con aspereza.
¿Cómo
hacía para mantenerse tan atractiva? Ante semejante ejemplar de mujer la unidad
compleja Patricio Walter Dalmaroni (ese es mi nombre, disculpen si no me
presenté) entraba en una especie de block-out:
la oficina de gerencia, o sea mi cerebro, la rechazaba, pero el sector de
recursos humanos, esto es, mi cuerpo hambriento, la requería como al pan. ¿Qué
hacer? La contradicción me hacia avanzar y retroceder como un automóvil en
maniobra de estacionamiento.
-
¿Querés sentarte? –dije.
Como
no tenía muebles, en un impulso creativo se me había ocurrido dibujar con
crayones un sofá de tres cuerpos en la pared opuesta a la ventana, señalé hacia
allí: a Olivia no le pareció gracioso. Noté que revolvía en el bolso. ¡Por fin!
La culpa había logrado horadar su corazón de piedra. Entraba en razones y como
prueba me traía un obsequio para firmar nuestra reconciliación definitiva.
-
¡Tomá! –dijo, agitando un manojo de papeles: eran las liquidaciones de las tres
tarjetas de crédito. Sentí un planchazo en plena frente. ¿Dónde quedaban
nuestras afinidades, tantos mundos compartidos? Me puse a temblar como un
taladro con percutor: no había que ser un genio para entender mi situación financiera.
Traté de insultarla pero las palabras por alguna causa extraña no me pasaban de
las amígdalas. De golpe mi mente se iluminó:
-
¡Llevátelo! –dije, señalando hacia el rincón donde estaba el inhalador facial.
Olivia
fue hasta el aparato y lo alzó. Creo que por primera vez en nuestra corta
relación la veía desconcertada. Aspiré el vientito de triunfo:
-
¿Es la circunstancia lo que convierte al ser en la negación del ser? – dije,
tratando de sonar filosófico (comprenderán que trababa de reconquistarla apelando
a todo tipo de recursos): ella como si volara una mosca. Mi ex se demoró unos
segundos más en la inspección del inhalador, lo apretó contra sus pechos
inolvidables y sin volver la vista enfiló hacia la puerta:
-
¡Ni se te ocurra llamar! –dijo antes del portazo.
Quedé
mal, golpeado, mi vida podía representarse con la clásica postal del barco
yéndose a pique en pleno océano: ¿Quién habría sido el creador de una imagen
tan vívida? Ahí estaba yo, una joven promesa llena de potencialidades,
empezando a tragar agua salada, dando pequeñas arcaditas entre cangrejos y
aguas vivas, ahogándome sin remedio. En
la ventana, el sol se puso con un último relumbrón agónico y me sentí un poco
peor. Esa noche tuve pesadillas: en la que recuerdo yo era un medallón de merluza,
estaba en la góndola de los congelados y los kanikama de golpe empezaban a
decir que se nos acercaba la fecha de vencimiento: ¡Vamos a morir, vamos a
morir!, gritaban. Se corría el rumor: de la góndola de los “frescos” a la de
las “carnes”, de las “carnes” a los “enlatados”, se iba creando la psicosis. Me
desperté a los gritos, en calzoncillos y con un nylon en la cabeza, intentando
entrar en la heladera.
El
sábado a media mañana abrí los ojos con una rara sensación de bienestar, me
mantuve un tiempo largo en la cama estudiando el cielorraso. Recordaba algo que
había leído en un reportaje al director de cine Roman Polanski: el tipo decía
que por la mañana acostumbraba darse una ducha helada, porque después en el
resto del día nada peor podía sucederle. ¡Toda una estrategia, no estaba mal!
Escuché que alguien se colgaba del timbre:
-
¡Dalmaroni! ¡Dalmaroni! –era la voz de la portera.
Espié
por la mirilla: ahí estaba el mamut con un gran paquete entre sus brazos de
levantador de pesas. No parecía feliz de haber tenido que subir hasta el
departamento. Abrí la puerta y sonreí tratando de sonar amigable: ¿Por
casualidad no había visto quién traía el paquete?
-
¡Si usted no sabe quien le envía la correspondencia yo tampoco! –me cortó,
brutal. Imposible razonar con un animal extinguido hace doce mil años.
Entré
la caja, esta vez era un bulto de buen tamaño. ¡Mi segundo premio! ¿No era
maravilloso? Me invadió una alegría pueril, llena de globos, me sentí
transportado a mi cumpleaños de cuatro: la expectativa ante los regalos, las
velitas, las miradas de odio de mi hermana Carola. En la heladera quedaban los
dos últimos pack de cerveza, llevé la
caja y la bebida y los deposité sobre el colchón predispuesto a la dicha. Del
interior del paquete fue saliendo un juego de varillas, tablitas, raras piezas
de madera. “Aprenda las técnicas de nuestros ancestros –decía la carta- haga su
propio tapiz con este insustituible telar indígena”. ¡Un telar indígena! ¡Qué
tal! ¿Acaso algo mejor me reservaba el destino? ¿Por qué no podía ser yo un
tejedor del altiplano? Eran las diez de la mañana, solo, en la cama, en un estado de completa armonía, me puse a
armar el telar indígena. La operación consumió el primer pack de seis latas. De una bolsita acompañante saqué un puñado de muestras
de lana y un manual de ejercicios. Al abrir el segundo pack, mientras intentaba insertar sin éxito la lana por entre las
varillas, ya era un tejedor puneño, con poncho y sandalias, rodeado de vicuñas
y melodías de xicus. Sin necesitar mi ayuda, de golpe las hebras de lana
empezaron a moverse y a tejerse solas. Anudado al bastidor de madera por un
sutil entramado multicolor, empecé a entonar cantos a la Pachamama, estaba
sentado sobre una gran piedra sacramental, en Machu Pichu, a punto de hacer contacto
con algún dios extraterrestre. En algún momento los ojos se me cerraron y me
dormí.
La llegada del premio siguiente me convenció de que debía aclarar el malentendido. Nadie regala nada en este mundo infame, por lo que era estúpido mantener una situación por la que tarde o temprano tendría que responder. La caja apareció una semana después que el telar, era una “pulidora manual de pisos de madera” y la carta introducía la novedad de que dos técnicos me harían una visita para explicarme la forma de “armar y mejor utilizar los artículos ya obtenidos”. Intenté llamar a la misteriosa empresa, pero un contestador me fue paseando de opción en opción sin permitirme llegar nunca a una voz humana amiga.
La llegada del premio siguiente me convenció de que debía aclarar el malentendido. Nadie regala nada en este mundo infame, por lo que era estúpido mantener una situación por la que tarde o temprano tendría que responder. La caja apareció una semana después que el telar, era una “pulidora manual de pisos de madera” y la carta introducía la novedad de que dos técnicos me harían una visita para explicarme la forma de “armar y mejor utilizar los artículos ya obtenidos”. Intenté llamar a la misteriosa empresa, pero un contestador me fue paseando de opción en opción sin permitirme llegar nunca a una voz humana amiga.
A
la noche siguiente, entraba al edificio cuando dos tipos de mameluco blanco y
gorra de béisbol me saltaron al paso:
-
¡La empresa le trasmite sus felicitaciones! –se presentó el que parecía ser el
jefe, un flaco con barba de dos días y cara de facineroso. Me interpuse para
impedirles pasar:
-
Mire, caballero, justamente ayer estuve llamando a la empresa...
El
tipo no me dejó hablar:
-
Amigo, sé lo que va a manifestar, no hay equivocación posible. Permítame
ahorrarle excusas, va a decir que no participó de ningún sorteo y la empresa le
contesta: Sí que participó, con nuestra empresa todo el mundo participa y gana.
-
¡Participa y gana! –repitió el otro con tonada tucumana.
El
jefe aprovechó mi vacilación para apoyar una gran caja de herramientas en el
piso:
-
Notará que no lo hemos importunado con plantillas adelgazantes, dados mágicos,
ni depiladoras sin cera, cada producto es entregado luego de un cuidadoso
estudio del perfil del beneficiado.
Mientras
soltaba el espiche, en la cara del tipo se materializaba el juego de tics más
elaborado que alguna vez hubiese visto: boca, cejas, comisuras, ojo derecho y
hasta las orejas participaban de la coreografía. El otro, mientas tanto,
contemplaba a su jefe con arrobamiento. En suma, una pareja de psicóticos y sin
saber cómo los tres ya estábamos subiendo por el ascensor. Era una situación
para preocuparse, claro, me surgían preguntas inquietantes: ¿Cuánto de azar
había en esta historia? ¿Por qué justo a mí? ¿Qué se traían estos tipos? Pero
quién me aseguraba a mí que en el tránsito por el camino poceado de esos días
no debía prepararme para eso y para mucho más.
Cuando
entramos al departamento el de los tics hizo una rápida inspección: la pulidora
de pisos yacía junto al telar indígena.
-
Veo que ha recibido los productos. ¿Y el inhalador facial?
Recién
entonces caí en la cuenta de que al inhalador se lo había llevado Olivia, mis
neuronas empezaron a trabajar a velocidad buscando una excusa.
-
No se preocupe, de todas formas hoy no vamos a poder ver todo -el flaco
entonces chasqueó los dedos- ¡Vaninetti!
El
tucumano coreó “¡Participa y gana!” y se puso a recomponer la galleta del telar
indígena. Cuando quise moverme el jefe ya tenía un brazo sobre mis hombros:
-
Amigo, no se extrañe si nuestros productos generan en usted cambios de
carácter, nuestro equipo de psicólogos lo advierte: la transformación se
produce inevitablemente. Me arriesgaría a decir que a partir de hoy usted va a
ser un hombre nuevo.
La
cara volvió a movérsele con tal violencia que estuve tentado a sostenérsela.
-
Escúcheme -dije finalmente, tratando de sonar amigable- estos productos, como
usted los llama, a mí no me interesan.
El flaco pareció molestarse:
El flaco pareció molestarse:
-
¿No me interesan? Escuchó Vaninetti, dijo “no me interesan”.
El
tucumano levantó la vista del telar y sacudió la cabeza con gesto de censura.
-
Ni se le ocurra decir “no me interesan”: nuestros productos interesan siempre.
Observe esto...–el jefe volvió a chasquear los dedos, al escuchar la orden
Vaninetti comenzó a subir y bajar el largo peine de madera por entre las hebras
tensadas del telar; transcurrió todo un minuto, como por encantamiento, de
entre las toscas manos del tucumano empezó a salir un motivo incaico.
-
¿Alguna vez vio algo más hermoso?
Tuve
que reconocer que no.
-
Sólo le estamos pidiendo un cambio de actitud -insistió el flaco y volvió a
palmearme- Repita conmigo: Cambié mi actitud, soy un hombre nuevo, cambié mi
actitud, soy un hombre nuevo...
Repetí
obediente. A continuación, los tres nos pusimos a corear ‘cambié mi actitud,
soy un hombre nuevo’. Por un momento temí que nos tomásemos de las manos para
invocar a algún santo desconocido, patrono de los telares o algo por el estilo.
En síntesis, los tipos se quedaron cerca de dos horas, lapso en cual el hábil
Vaninetti hizo tres fundas para almohadones, dos tapices y una agarradera para
fuentes de cocina, después se fueron por donde llegaron.
Los
días posteriores no continuaron mejor: el miércoles por la mañana volvieron los
tipos de la inmobiliaria y casi tiran abajo la puerta. Los espié por la
mirilla, estuvieron cerca de una hora hasta que se cansaron y se fueron.
Entendí que la cosa había superado el punto de no retorno, soy una persona con
poca iniciativa, me cuesta tomar decisiones, me paralizan los cambios, pero
ahora tenía que hacer algo urgente: decidí ir a ver a mi padre. Mi padre es el
tipo más positivo que conozco, luego de separarse de mi madre volvió a confiar
en el matrimonio y rehizo su vida junto a Sarah, una vasta y atractiva judía
que conoció en un grupo de solos y solas. Papá y Sarah, las tres hijas de ésta,
una mucama yugoeslava, y dos perros siberianos viven en animada congregación en
un departamento del barrio del Once. Almorcé con ellos y en el momento de la
sobremesa llevé a mi padre aparte:
-
Papá, necesito un lugar donde dormir –le dije. Mi padre me miró en silencio con
sus ojos bienhechores. Es notable como la relación con nuestros padres en algún
momento cambia y ese hombre otrora invulnerable empieza a dormirse en la silla,
te habla de mujeres, se emborracha y ya nunca más puede velar por vos como
cuando eras niño.
-
Me ponés en un aprieto -dijo con una sonrisa mansa- hasta octubre en que se
casa Marcela y se lleva uno de los siberianos, lo único que puedo ofrecerte es
la baulera de la terraza.
-
No te preocupes, tengo otras opciones –lo tranquilicé.
Otras opciones, pensé más tarde mientras volvía en el subte, la más fuerte un salto ornamental desde el puente Avellaneda.
Otras opciones, pensé más tarde mientras volvía en el subte, la más fuerte un salto ornamental desde el puente Avellaneda.
Cuando
llegué al departamento me encontré un mensaje en el contestador: era Olivia, me
citaba en un café del centro para tratar un tema legal. Bajé a la portería y le
pedí al mamut una plancha: me bañe, perfumé y planché mi mejor camisa. Cuando
llegué al bar, allí estaba mi ex en una mesa de la vidriera con un tipo:
-
Willy es mi abogado –dijo Olivia, y agregó con un suspiro –estamos saliendo.
Por
la cara de ganador olímpico del tipo y la expresión de languidez de Olivia, se
notaba de acá a la China que ya habían realizado “el acto”. El tipo tenía pelos
en el cuello, en las orejas, en las
manos, era una especie de orangután con corbata y gemelos, intenté por señas
hacérselo notar a Olivia, pero fue imposible. Se besaron todo el tiempo en que
duró la entrevista. En un momento, con tono profesional, el tipo me aconsejó
firmar cuanto antes el divorcio y de esa forma evitar una causa penal por lo de
las tarjetas de crédito.
Al
salir del bar pensé que debía tomar las cosas con filosofía: el suicidio de
ninguna manera era una opción, uno debe suicidarse sólo cuando llega a su
techo, al cenit de sus posibilidades, de lo contrario es quedarse a mitad de
camino. La pregunta era cuánto faltaría para alcanzar ese puntaje. Anduve
algunas horas caminando sin rumbo, de golpe se me puso en la cabeza que los
tipos de la inmobiliaria estarían esperándome en la puerta de mi casa para
emboscarme. Era una noche serena, iluminada por una luna intensa y redonda, di
vueltas manzana con la idea de esperar por lo menos hasta la medianoche, pero
enseguida me dije que era una estupidez. En la entrada del edificio no había
nadie, al subir escuché un sonido penetrante, una especie de zumbido agudo,
pensé que el motor del ascensor tal vez necesitara un service. Cuando abrí la puerta del departamento me invadió la
niebla y tuve que taparme los oídos. ¿Qué estaba sucediendo? Por entre la nube
de polvo logré reconocer la silueta del flaco de los tics, llevaba un barbijo y
unas antiparras de expedicionario al Polo Norte, al percatarse de mi llegada se
me vino encima:
-
¡Cómo le va, amigo! Aprecie la pulidora de pisos en funcionamiento.
Vaninetti
aplicaba el aparato en el parquet: el piso, las paredes, los vidrios de la
ventana, el colchón y las sábanas, lo que mirase estaba cubierto por una capa
de aserrín y cera pulverizada que se elevaban de la máquina en alegres volutas.
El zumbido taladraba los tímpanos. El tipo no cabía en su cuerpo del
entusiasmo:
-
¿Y, qué me dice?
Intenté
hablar pero la garganta y la nariz empezaron a arderme, me puse a toser y a
estornudar como un descosido.
-
Tome, póngase ésto –dijo, alcanzándome un barbijo- Es una técnica sencillísima.
¡Vaninetti ayúdelo!
-
¡Participa y gana! –coreó el asistente y entregándome la máquina se ubicó a mis
espaldas y me agarró por los hombros para que lograra la inclinación adecuada.
Me faltaba el aire, temblando por la vibración del aparato flexioné las
rodillas tratando de zafarme, pero el tucumano como un foward experimentado se me prendió a la cintura con fuerza. En
medio del forcejeo, escuché la débil chicharra del portero eléctrico.
-
¡No atienda! –conseguí articular.
-
Tranquilo –dijo el flaco- no es más que la promoción de la semana, el premio
que lo deposita directamente en la recta final por el máximo galardón.
Discúlpenos un momento...
Vaninetti
y su jefe de golpe desaparecieron. Era mi oportunidad. ¿Dónde estaban las
llaves? Busqué en los bolsillos, en el forcejeo con el asistente se podían
haber caído, me arrodillé, tanteé por
entre el polvillo. Los estornudos no me dejaban pensar. ¿Se las habrían llevado
para abrir abajo? Si no podía cerrar, al menos debía trabar la puerta con algo,
pero con qué si no tenía muebles. Fue inútil: al instante ya estaban de vuelta
cargando la enorme caja de la promoción de la semana.
Por entre los tics, la expresión del jefe ahora denotaba un arrebato alarmante:
Por entre los tics, la expresión del jefe ahora denotaba un arrebato alarmante:
-
Observe –ordenó-: un soberbio bote inflable semidirigible, caucho de diez
micrones, motor de doscientos caballos, ideal para navegación deportiva. ¿Qué
me cuenta?
Pensé
en simular un ataque de locura, ponerme a aullar, a correr en cuatro patas,
cualquier cosa que los obligara a huir, pero de golpe la garganta se me cerró y
se me aflojaron las rodillas.
-
¡Vaninetti, ayude, no ve que el amigo está emocionado!
El
asistente me abarajó antes de que cayera. Con la pulidora todavía entre las
manos, me dejé llevar: me acostaron en el piso y me levantaron las piernas.
Habían sido demasiadas emociones juntas, tal vez estaba somatizando, traté de
relajarme recordando los ejercicios de las clases de tae-kwondo: debía pensar en una playa desierta, focalizar mi cuerpo
flotando en un agua densa que iba cambiando de color. Poco a poco fui
recuperando el aliento, entré en un estado de sopor: como en la lejanía escuché
voces, golpes y sonidos metálicos, después un gran silencio.
Dormí
profundamente, tuve un sueño cargado de angustia: esta vez yo era un verde ensolve, estaba con mis compañeros en el interior de un lavarropas trabajando en
una camisa y de golpe por entre el agua blancuzca divisábamos a una avanzada de
jabones inteligentes. Los verdes ensolve y los jabones inteligentes en el
sueño eran enemigos mortales. Debíamos organizarnos para entrar en combate, yo
sentía terror, alguien me alcanzaba mi arma, una especie de jeringa hipodérmica
con mira telescópica, pero la rechazaba y me negaba a pelear; en fin, la
batalla se producía y triunfaban los verdes en solves y a mí me condenaba un
tribunal de guerra, debían fusilarme, pero por una u otra razón la ejecución
siempre se postergaba.
Cuando
abrí los ojos creí que estaba muerto, la oscuridad era casi absoluta, moví
lentamente la cabeza y sentí un centenar de agujas clavándoseme en la nuca, por
la ventana entraba un débil albor gris, me dolían las piernas, la espalda,
estaba en el piso. Como un inmenso cetáceo dormido el bote inflable ocupaba las
tres cuartas partes de la habitación, al rodearlo tropecé con un remo, el
departamento era un campo de batalla abandonado. Fui hasta el baño: el pelo, la
cara, la ropa, los tenía cubiertos de polvillo, que con el sudor se había
convertido en una especie de máscara de barro pardusca y seca. Intenté lavarme
pero el mínimo movimiento me provocaba mareos. ¿Estaría enfermo? Traté de
recordar cuándo había sido mi última comida, tal vez era eso lo que me
provocaba la debilidad. Necesito un tostado, razoné, un café con leche con seis
medialunas. Entonces escuché los ruidos en el palier.
-
¡Dalmaroni, acá los señores de la inmobiliaria y un uniformado preguntan por
usted! -era la voz de la portera.
-
¡Sabemos que está adentro! –agregó otra voz.
-
Por favor, sea razonable...
Volví
lentamente del baño, la luz que ahora entraba por la ventana aumentaba la magnitud
del desastre: debía andar con cuidado para no caerme. ¿Que fuera razonable? ¡Si
yo era razonable! Debía acomodar, barrer cuidadosamente, incluso si no me
desmayaba debía bañarme, cambiarme de ropa y perfumarme si quería dejarlos
entrar ¿No era eso razonable? Fui hasta la mirilla y volví, alcé la pulidora,
me subí al bote y me senté en el asiento de popa, junto a la palanca del motor.
Era absolutamente razonable, y como era razonable lo que necesitaba era tiempo
para pensar: complicaciones, una mala racha podía tener cualquiera; por lo
demás, si pensaba en los premios recibidos, si pensaba en que todavía faltaba
el galardón mayor, ¿acaso no había sido afortunado, un elegido entre mil? Y cuando uno es afortunado se vuelve
magnánimo, se vuelve mejor persona...
-
¡Abra Dalmaroni, no nos obligue a tirar la puerta!
Como
decía el flaco de los tics: “un hombre nuevo, con otra actitud”, entonces por
qué no levantar el teléfono y llamar a Olivia y al orangután, llamar a mi
padre, a Sarah, a mi hermana Carola. No sé, por qué no abrir la guía y llamar
al azar: ¡Vengan, los invito! A la portera y a los de la inmobiliaria, a la
Policía y a los tipos de los premios, todo es posible cuando uno es un hombre
nuevo, con otra actitud. Y conformar un grupo alegre y relajado, abrir la
ventana y cargados de ilusiones, con fe en el futuro y tan felices, salir a
navegar en la mañana de sol, en el bote
inflable semidirigible, con motor de doscientos caballos, de caucho de diez
micrones…