Son cerca de la
cinco y yo estoy desde hace unos veinte minutos en un bar con mesas a la calle
frente a la plaza Congreso. Es una tarde calurosa y agitada del mes de octubre.
Siempre he creído que sentarse así, pedir una cerveza con palitos y dejar fluir
por un rato el paisaje urbano es un ejercicio sanador y que ayuda a vivir.
Hablando de vivir, yo vivo a tres cuadras, alquilo un departamento en calle San José junto a mi mujer, Martina, y Pamela y Rocío, nuestras dos perras salchicha. Creo que constituimos una familia feliz. Martina es radióloga, está empleada en una clínica de Zona Norte y yo soy traductor y trabajo en dos editoriales pequeñas que funcionan en el Bajo.
También soy aficionado al running, salgo a correr tres veces a la semana, con la posibilidad de una cuarta los sábados si no estoy muy cansado. Corro en esta misma plaza ¿Es raro correr en una plaza? No lo sé, quizás. Pero la imposibilidad de contar con otro espacio cercano hace que yo y otros neuróticos como yo nos la pasemos girando y girando entre un número importante de pastores evangélicos, vendedores de pochoclo, palomas, gente en situación de calle y taxistas que duermen la mona. Solo hay que acostumbrarse al ruido y al aire viciado por los escapes.
Estoy, como decía, sentado en mi mesa, la moza ya trajo la cerveza y el plato con palitos. Me sirvo un vaso, me sirvo otro, ha pasado un buen rato de sereno estado contemplativo cuando por la senda de piedritas coloradas de enfrente me veo pasar a buen tranco. Digo bien: yo, que estoy sentado acá, me veo pasar por allá, corriendo por el camino de piedritas de la plaza.
Además de llevar una vida ordenada, creo que con Martina somos dos seres lógicos, no usamos drogas, no somos sugestionables, no creemos en magia negra, ni en ovnis, ni nos gustan las películas de sucesos paranormales. Somos, en suma, espíritus concretos. Ante la aparición me nace preguntarme qué almorcé al mediodía, o si estoy yendo bien de cuerpo, o cuánto tiempo de sueño llevo en las últimas cuarenta y ocho horas.
Mientras analizo la situación, mi doble ya ha pasado otra vez por enfrente para no dejar lugar a dudas. Como los días que vengo yo doy diez vueltas, me pregunto por cuál irá. No puedo arriesgarme a perderlo y quedarme con la idea de que he sufrido una alucinación, así que me incorporo y cruzo la avenida.
Es raro verse así, de afuera, con el pelo revuelto, la cara congestionada y boqueando como un besugo fuera del agua. Contrariamente a lo que uno imagina es una imagen desagradable, casi fea. Aquí estoy yo plantado en la pista y el tipo con mi aspecto que viene dando la vuelta a la esquina lo más campante. Al ver que le interrumpo el paso aminora la marcha y se detiene. Lleva la remera gris y los short que uso habitualmente. ¿Está sorprendido? Es obvio que tiene que estarlo. Pero entonces, ¿por qué no se conmociona? ¿A qué se debe esa sonrisa estúpida?
- ¿Qué hacés, campeón? –dice.
- ¡No, vos qué hacés! –lo increpo.
¿Cómo se inicia un diálogo con una copia de uno que, al mismo tiempo, es un desconocido? Porque si el sujeto este soy yo mismo, cosa que está por verse, es un yo fuera de mí y en términos estrictos, al estar fuera y ser la primera vez que lo veo, es un desconocido.
Mueve los pies en el sitio, me observa y sigue con la sonrisa. En principio descuento que los dos estamos viendo lo que sucede, así que intentar hablar sobre el clima es una estupidez. Junto coraje y voy al grano:
- Por favor decime que sabés lo qué está pasando –digo.
Deja pasar unos segundos, me mira y dice que no tiene ni idea, pero que viéndolo bien le parece re-loco y súper-potente.
Viéndolo bien le parece re-loco y súper-potente, me repito mentalmente. Es una respuesta provocadora, pero más que provocadora es frívola. Le digo que a mí no me parece re-loco, ni súper-potente, ni una mierda. Levanto la voz. Me dice que no me ponga así, que lo tome con calma y que me siente en algún lado a esperarlo mientras termina las vueltas que le faltan.
Sé que tiene razón: se está enfriando y para un runner enfriarse a mitad de su rutina no es bueno. Vuelvo a la mesa, siento indignación y al mismo tiempo un extraño vértigo en el estómago. Se me ocurre que todo es una broma, que va a salir alguien de algún lado para decir que es una cámara sorpresa, va a volver el corredor para sacarse la cara de goma con mis facciones y todos vamos a reír y a aplaudir en pose, buscando una imagen con buena medición de audiencia.
-Tranquilizate –me dice.
- ¿Tranquilizate? ¿Eso es lo único que se te ocurre? –digo yo, volviendo a irritarme. Ha pasado un rato, mi copia concluyó con la corrida, yo pagué la cuenta, abandoné la mesa y ahora le estoy sosteniendo los pies mientras hace tres series de cincuenta abdominales. Se detiene y vuelve a estudiarme. Estamos en el sector de césped que se ubica haciendo cruz con el Cine Gaumont y desde hace unos minutos se han agregado otra media docena de corredores que pasan a pocos metros completamente ajenos a nuestro drama.
- Te tranquilizás y cuando termino nos vamos para tu casa -dice.
- ¿Vamos? ¡Voy, querrás decir!
Vuelvo a sentir el vértigo en el estómago, para ser sincero tengo todas las ganas de soltarle los tobillos, abalanzarme hasta su cuello y apretar, pero enseguida me digo que no sería inteligente. Pienso que mi vida feliz con Martina y con las salchichas ha llegado a su fin, que la aparición de un extraño, que para colmo es mi doble, ha resquebrajado para siempre el orden armónico de nuestro hogar.
- Sinceramente, ¿vos crees que puedo volver así como así con esta novedad?
El tipo termina la segunda serie, se apoya con ambas manos en el césped y suspira:
- Son cuarenta y ocho, a lo sumo setenta y dos horas.
- ¿Eso es lo que dura?
Dice que sí y que si lo tomo con calma y no vuelvo a levantar la voz me lo explica. Acepto. Entonces confiesa que cuando hace un rato yo lo abordé él mintió, que en realidad sabía.
- Lo que nos sucede tiene que ver con el running -dice.
Se me escapa una carcajada.
- No es broma, las duplicaciones se producen por un cambio en la oxigenación del cerebro por el running.
Y agrega que estuvo leyendo bastante, que la cabeza es un universo increíble. Además –advierte– en nuestro caso no es la primera vez que sucede.
Vuelvo a impacientarme, le exijo que sea claro, que se explique como corresponde. Me pregunta si recuerdo febrero pasado, cuando volvimos de vacaciones con Martina y las perras de La Lucila.
- El primer lunes viniste a correr más o menos a esta hora, yo pasaba por Avenida Rivadavia y te vi.
- ¡No te creo! ¿Y por qué no me detuviste?
- Me asusté.
Pienso a velocidad: o el tipo este aprovecha que estoy alucinando para tomarme el pelo, o es un loco total. Le pregunto cómo, si estaba sucediendo algo tan grave yo no me di cuenta. Me dice que trate de hacer memoria, que seguramente algo, alguna señal física, tuve. Dice:
- Cuando nos duplicamos yo siento un cosquilleo en la panza, como una náusea.
Le suelto los tobillos y me incorporo de un salto. ¡Es verdad: el cosquilleo en el estómago! Lo tuve desde el momento en que lo vi. ¿Entonces está pasando de veras? ¿El pibe este no es un loco, ni estoy sufriendo un brote esquizoide?
De golpe siento miedo, estoy a merced de un desconocido con mi cara que en un segundo se infiltró en mi tranquila existencia para cambiarla para siempre. ¿Qué hacer? Para lograr una respuesta debo saber qué es lo que pretende, cuáles son sus intenciones, que también vendrían a ser mis intenciones, o sus intenciones que al mismo tiempo son mis intenciones proyectadas en las suyas. Suena raro, pero por primera vez veo todo con claridad.
Sin acordarlo, saltamos la verja del sector del césped, cruzamos la calle y ahora vamos avanzando por Irigoyen hacia casa.
- Supongamos que te creo –le digo- y que por ese cambio en la oxigenación del cerebro y no sé que más sucedió esto. ¿Cómo seguimos? Vos y yo, ¿ahora qué hacemos?
- En principio, quiero que entiendas que es injusto que otra vez yo sea el que tenga que aislarse -dice.
Y comienza a hacer una larga descripción de los tres días de febrero en los que anduvo boyando de aquí para allá, sin dinero, durmiendo en una pensión en Constitución, con la angustia de haber perdido su identidad y de no saber cuándo la recuperaría.
- Te imaginarás que no podía venir y tocarte el timbre.
Algo me dice que está fingiendo, que de alguna forma intenta conmoverme.
- ¿Y entonces? –digo con frialdad.
- Lo que quiero decir es que, si estás de acuerdo, ahora vamos hasta el departamento y como todavía falta una hora para que vuelva tu mujer del trabajo, te hacés un bolso y te vas vos.
Me detengo en seco y lo agarro del brazo. Mi otro yo ya no sonríe y en sus ojos por primera vez noto el apremio:
- Tomalo como unas vacaciones.
El vértigo en el estómago sube y baja en oleadas progresivas y cada vez más violentas. Apelo a mi imaginación, trato de visualizar lo que está proponiendo, lo veo con mis pantuflas saliendo del baño, preparando el café, yendo al escritorio y encendiendo la computadora para continuar con mi trabajo. ¿Y las salchichas? ¿Pamela y Rocío cómo tomarían el cambio? ¿Sobretodo Rocío que es la del olfato más sensible? Sin dudas que se darían cuenta.
De golpe el rayo de un escalofrío me secciona en dos la columna vertebral: ¿Y mi amada esposa? ¿Y Martina? ¿El tipo este buscaría hacerle el amor a mi mujer? Técnicamente estaría en su derecho y en sentido estricto Martina no me estaría siendo infiel. ¡No! ¡Es ridículo! ¡Completamente absurdo! Tengo que serenarme y pensar.
Ya doblamos por San José y estamos a una cuadra. Nos detenemos en la esquina de Alsina para dar paso al 64 que cruza hacia el Bajo como una exhalación. Me digo que tengo encontrar la forma de desarticular su plan. Pienso: las llaves de casa. Comento como al pasar que las llaves de la puerta del edificio a veces se me traban.
- ¿Me permitís las tuyas? –digo.
Él saca el manojo de su riñonera y me lo tiende. ¿Lo tomé por sorpresa o es un acto de inocencia? No importa. Porque ahora que el semáforo nos da paso, yo tenso el cuerpo, me estiro hacia adelante, inclino la cabeza como un ariete y corro. Son ochenta metros hasta la puerta, unos sesenta pasos y yo, con sus llaves en mi puño y con las mías en el bolsillo, sincronizo los brazos, ajusto la respiración y corro. Tanto él como yo estamos entrenados, pero yo estoy fresco y él viene de un esfuerzo de una hora. Son cincuenta, cuarenta, treinta metros, entrecierro los ojos, aspiro por la nariz, suelto por la boca y corro. Veinte, quince, diez, y finalmente el hall, el ascensor, la puerta y ya estoy por fin adentro, otra vez en poder de mí mismo, vuelto a la unidad, de una sola pieza y mucho más tranquilo.
Hablando de vivir, yo vivo a tres cuadras, alquilo un departamento en calle San José junto a mi mujer, Martina, y Pamela y Rocío, nuestras dos perras salchicha. Creo que constituimos una familia feliz. Martina es radióloga, está empleada en una clínica de Zona Norte y yo soy traductor y trabajo en dos editoriales pequeñas que funcionan en el Bajo.
También soy aficionado al running, salgo a correr tres veces a la semana, con la posibilidad de una cuarta los sábados si no estoy muy cansado. Corro en esta misma plaza ¿Es raro correr en una plaza? No lo sé, quizás. Pero la imposibilidad de contar con otro espacio cercano hace que yo y otros neuróticos como yo nos la pasemos girando y girando entre un número importante de pastores evangélicos, vendedores de pochoclo, palomas, gente en situación de calle y taxistas que duermen la mona. Solo hay que acostumbrarse al ruido y al aire viciado por los escapes.
Estoy, como decía, sentado en mi mesa, la moza ya trajo la cerveza y el plato con palitos. Me sirvo un vaso, me sirvo otro, ha pasado un buen rato de sereno estado contemplativo cuando por la senda de piedritas coloradas de enfrente me veo pasar a buen tranco. Digo bien: yo, que estoy sentado acá, me veo pasar por allá, corriendo por el camino de piedritas de la plaza.
Además de llevar una vida ordenada, creo que con Martina somos dos seres lógicos, no usamos drogas, no somos sugestionables, no creemos en magia negra, ni en ovnis, ni nos gustan las películas de sucesos paranormales. Somos, en suma, espíritus concretos. Ante la aparición me nace preguntarme qué almorcé al mediodía, o si estoy yendo bien de cuerpo, o cuánto tiempo de sueño llevo en las últimas cuarenta y ocho horas.
Mientras analizo la situación, mi doble ya ha pasado otra vez por enfrente para no dejar lugar a dudas. Como los días que vengo yo doy diez vueltas, me pregunto por cuál irá. No puedo arriesgarme a perderlo y quedarme con la idea de que he sufrido una alucinación, así que me incorporo y cruzo la avenida.
Es raro verse así, de afuera, con el pelo revuelto, la cara congestionada y boqueando como un besugo fuera del agua. Contrariamente a lo que uno imagina es una imagen desagradable, casi fea. Aquí estoy yo plantado en la pista y el tipo con mi aspecto que viene dando la vuelta a la esquina lo más campante. Al ver que le interrumpo el paso aminora la marcha y se detiene. Lleva la remera gris y los short que uso habitualmente. ¿Está sorprendido? Es obvio que tiene que estarlo. Pero entonces, ¿por qué no se conmociona? ¿A qué se debe esa sonrisa estúpida?
- ¿Qué hacés, campeón? –dice.
- ¡No, vos qué hacés! –lo increpo.
¿Cómo se inicia un diálogo con una copia de uno que, al mismo tiempo, es un desconocido? Porque si el sujeto este soy yo mismo, cosa que está por verse, es un yo fuera de mí y en términos estrictos, al estar fuera y ser la primera vez que lo veo, es un desconocido.
Mueve los pies en el sitio, me observa y sigue con la sonrisa. En principio descuento que los dos estamos viendo lo que sucede, así que intentar hablar sobre el clima es una estupidez. Junto coraje y voy al grano:
- Por favor decime que sabés lo qué está pasando –digo.
Deja pasar unos segundos, me mira y dice que no tiene ni idea, pero que viéndolo bien le parece re-loco y súper-potente.
Viéndolo bien le parece re-loco y súper-potente, me repito mentalmente. Es una respuesta provocadora, pero más que provocadora es frívola. Le digo que a mí no me parece re-loco, ni súper-potente, ni una mierda. Levanto la voz. Me dice que no me ponga así, que lo tome con calma y que me siente en algún lado a esperarlo mientras termina las vueltas que le faltan.
Sé que tiene razón: se está enfriando y para un runner enfriarse a mitad de su rutina no es bueno. Vuelvo a la mesa, siento indignación y al mismo tiempo un extraño vértigo en el estómago. Se me ocurre que todo es una broma, que va a salir alguien de algún lado para decir que es una cámara sorpresa, va a volver el corredor para sacarse la cara de goma con mis facciones y todos vamos a reír y a aplaudir en pose, buscando una imagen con buena medición de audiencia.
-Tranquilizate –me dice.
- ¿Tranquilizate? ¿Eso es lo único que se te ocurre? –digo yo, volviendo a irritarme. Ha pasado un rato, mi copia concluyó con la corrida, yo pagué la cuenta, abandoné la mesa y ahora le estoy sosteniendo los pies mientras hace tres series de cincuenta abdominales. Se detiene y vuelve a estudiarme. Estamos en el sector de césped que se ubica haciendo cruz con el Cine Gaumont y desde hace unos minutos se han agregado otra media docena de corredores que pasan a pocos metros completamente ajenos a nuestro drama.
- Te tranquilizás y cuando termino nos vamos para tu casa -dice.
- ¿Vamos? ¡Voy, querrás decir!
Vuelvo a sentir el vértigo en el estómago, para ser sincero tengo todas las ganas de soltarle los tobillos, abalanzarme hasta su cuello y apretar, pero enseguida me digo que no sería inteligente. Pienso que mi vida feliz con Martina y con las salchichas ha llegado a su fin, que la aparición de un extraño, que para colmo es mi doble, ha resquebrajado para siempre el orden armónico de nuestro hogar.
- Sinceramente, ¿vos crees que puedo volver así como así con esta novedad?
El tipo termina la segunda serie, se apoya con ambas manos en el césped y suspira:
- Son cuarenta y ocho, a lo sumo setenta y dos horas.
- ¿Eso es lo que dura?
Dice que sí y que si lo tomo con calma y no vuelvo a levantar la voz me lo explica. Acepto. Entonces confiesa que cuando hace un rato yo lo abordé él mintió, que en realidad sabía.
- Lo que nos sucede tiene que ver con el running -dice.
Se me escapa una carcajada.
- No es broma, las duplicaciones se producen por un cambio en la oxigenación del cerebro por el running.
Y agrega que estuvo leyendo bastante, que la cabeza es un universo increíble. Además –advierte– en nuestro caso no es la primera vez que sucede.
Vuelvo a impacientarme, le exijo que sea claro, que se explique como corresponde. Me pregunta si recuerdo febrero pasado, cuando volvimos de vacaciones con Martina y las perras de La Lucila.
- El primer lunes viniste a correr más o menos a esta hora, yo pasaba por Avenida Rivadavia y te vi.
- ¡No te creo! ¿Y por qué no me detuviste?
- Me asusté.
Pienso a velocidad: o el tipo este aprovecha que estoy alucinando para tomarme el pelo, o es un loco total. Le pregunto cómo, si estaba sucediendo algo tan grave yo no me di cuenta. Me dice que trate de hacer memoria, que seguramente algo, alguna señal física, tuve. Dice:
- Cuando nos duplicamos yo siento un cosquilleo en la panza, como una náusea.
Le suelto los tobillos y me incorporo de un salto. ¡Es verdad: el cosquilleo en el estómago! Lo tuve desde el momento en que lo vi. ¿Entonces está pasando de veras? ¿El pibe este no es un loco, ni estoy sufriendo un brote esquizoide?
De golpe siento miedo, estoy a merced de un desconocido con mi cara que en un segundo se infiltró en mi tranquila existencia para cambiarla para siempre. ¿Qué hacer? Para lograr una respuesta debo saber qué es lo que pretende, cuáles son sus intenciones, que también vendrían a ser mis intenciones, o sus intenciones que al mismo tiempo son mis intenciones proyectadas en las suyas. Suena raro, pero por primera vez veo todo con claridad.
Sin acordarlo, saltamos la verja del sector del césped, cruzamos la calle y ahora vamos avanzando por Irigoyen hacia casa.
- Supongamos que te creo –le digo- y que por ese cambio en la oxigenación del cerebro y no sé que más sucedió esto. ¿Cómo seguimos? Vos y yo, ¿ahora qué hacemos?
- En principio, quiero que entiendas que es injusto que otra vez yo sea el que tenga que aislarse -dice.
Y comienza a hacer una larga descripción de los tres días de febrero en los que anduvo boyando de aquí para allá, sin dinero, durmiendo en una pensión en Constitución, con la angustia de haber perdido su identidad y de no saber cuándo la recuperaría.
- Te imaginarás que no podía venir y tocarte el timbre.
Algo me dice que está fingiendo, que de alguna forma intenta conmoverme.
- ¿Y entonces? –digo con frialdad.
- Lo que quiero decir es que, si estás de acuerdo, ahora vamos hasta el departamento y como todavía falta una hora para que vuelva tu mujer del trabajo, te hacés un bolso y te vas vos.
Me detengo en seco y lo agarro del brazo. Mi otro yo ya no sonríe y en sus ojos por primera vez noto el apremio:
- Tomalo como unas vacaciones.
El vértigo en el estómago sube y baja en oleadas progresivas y cada vez más violentas. Apelo a mi imaginación, trato de visualizar lo que está proponiendo, lo veo con mis pantuflas saliendo del baño, preparando el café, yendo al escritorio y encendiendo la computadora para continuar con mi trabajo. ¿Y las salchichas? ¿Pamela y Rocío cómo tomarían el cambio? ¿Sobretodo Rocío que es la del olfato más sensible? Sin dudas que se darían cuenta.
De golpe el rayo de un escalofrío me secciona en dos la columna vertebral: ¿Y mi amada esposa? ¿Y Martina? ¿El tipo este buscaría hacerle el amor a mi mujer? Técnicamente estaría en su derecho y en sentido estricto Martina no me estaría siendo infiel. ¡No! ¡Es ridículo! ¡Completamente absurdo! Tengo que serenarme y pensar.
Ya doblamos por San José y estamos a una cuadra. Nos detenemos en la esquina de Alsina para dar paso al 64 que cruza hacia el Bajo como una exhalación. Me digo que tengo encontrar la forma de desarticular su plan. Pienso: las llaves de casa. Comento como al pasar que las llaves de la puerta del edificio a veces se me traban.
- ¿Me permitís las tuyas? –digo.
Él saca el manojo de su riñonera y me lo tiende. ¿Lo tomé por sorpresa o es un acto de inocencia? No importa. Porque ahora que el semáforo nos da paso, yo tenso el cuerpo, me estiro hacia adelante, inclino la cabeza como un ariete y corro. Son ochenta metros hasta la puerta, unos sesenta pasos y yo, con sus llaves en mi puño y con las mías en el bolsillo, sincronizo los brazos, ajusto la respiración y corro. Tanto él como yo estamos entrenados, pero yo estoy fresco y él viene de un esfuerzo de una hora. Son cincuenta, cuarenta, treinta metros, entrecierro los ojos, aspiro por la nariz, suelto por la boca y corro. Veinte, quince, diez, y finalmente el hall, el ascensor, la puerta y ya estoy por fin adentro, otra vez en poder de mí mismo, vuelto a la unidad, de una sola pieza y mucho más tranquilo.