-
Uno de esos –se escuchó. Con voz
ahogada, el hombrón señalaba hacia uno de los maniquíes que estaban junto a la
puerta.
La empleada de
la tienda pestañeó:
-
¿Un soutien? ¿Usted busca un soutien?
Santos “El
Tuerto” Comesaña se sacó el sombrero, lo sostuvo nerviosamente con la punta de unos
dedos gruesos, de uñas percudidas, y movió la cabeza.
-
Sí, cómo no. Dígame,
¿de qué talla? ¿Es para regalo?
Comesaña era
un tipo estoico, habituado a la adversidad, sin embargo desde que había entrado
a la tienda transpiraba como un pollo al spiedo. Mirando a los costados para
constatar que las clientas que revolvían en la mesa de saldos no vieran lo que
iba a hacer, aproximó el torso al mostrador y se abrió el saco. Bajo la camisa
blanca, la empleada pudo apreciar la turgencia incuestionable de los dos senos femeninos.
-
¡Ah, comprendo! –dijo
la mujer y prosiguió bajando la voz: – No se preocupe por nada, hoy ya vendí
seis a caballeros tan varoniles como usted.
¡Que no se
preocupara por nada, qué fácil era decirlo!, trepidó de indignación. Hacía treinta
años que trabajaba en el peor sector del puerto, a fuerza de astucia y
brutalidad había logrado asomar la cabeza entre una mersa mitad bestias de
carga, mitad delincuentes. ¿Seguro que no debía preocuparse? ¿Aquella mujercita
iba a explicarle a él cómo manejar esa situación? Una respuesta soez le subió a
la garganta, pero se contuvo.
La pesadilla
había arrancado esa misma mañana cuando el Tuerto se levantó. Luego de
afeitarse y cambiarse, se bebió a la carrera el mate cocido con leche en la
cocina de la pensión y quince minutos más tarde, en viaje hacia la dársena,
escuchó la noticia en la radio del ómnibus: las autoridades de salubridad
advertían a la población que un compuesto en mal estado en la leche entera “La
Martita” estaba provocando una rara mutación en la población masculina.
Santos
Comesaña no era un tipo de suerte, la pérdida del ojo izquierdo en una disputa
absurda se lo recordaba a diario, sabía que la patrona compraba leche entera
“La Martita” para los pensionistas, él había tomado su habitual tasa de mate
cocido con leche, así que las cartas estaban echadas.
El primer síntoma lo experimentó alrededor de las diez de la mañana, un hormigueo violento, como si la sangre de todo el cuerpo se le hubiese puesto a hervir, seguido de un sudor frío en la espalda. Al entrar en la garita de vigilancia el Chino, su joven compañero de turno, le hizo notar que caminaba raro.
El primer síntoma lo experimentó alrededor de las diez de la mañana, un hormigueo violento, como si la sangre de todo el cuerpo se le hubiese puesto a hervir, seguido de un sudor frío en la espalda. Al entrar en la garita de vigilancia el Chino, su joven compañero de turno, le hizo notar que caminaba raro.
-
¿Qué pelotudez estás
diciendo vos? ¿Cómo raro? –reaccionó él,
ya con la certeza de que lo que hubiese notado de extraño el muchacho estaba
relacionado con esa maldita leche.
-
No sabría precisarle.
Raro, Don Comesaña –se atropelló el
Chino con expresión turbada.
Apenas una
hora después, Comesaña descubrió lo que había advertido su compañero: los
zapatos de golpe le bailaban, los pies se le habían reducido por lo menos dos
números y al caminar debía hacer un esfuerzo enorme para no contonearse como
esas mocosas que paseaban por calle Florida. Antes del mediodía ya habían
comenzado a crecerle los senos.
A Santos
Comesaña le gustaba trabajar cómodo, cuando el sol comenzaba a pegar fuerte y
recalentaba el asfalto del playón de ingreso se lo veía ir de un lado a otro en
mangas de camisa, dando órdenes, transpirando y carajeando en explosiva algarabía;
los que lo conocían esta vez lo notaron parco, reconcentrado, y –algo que causó
extrañeza- por nada del mundo quería desabotonarse el saco.
Pasadas las
doce salieron sucesivamente tres contenedores con frutas secas provenientes de
República Dominicana, dos con abanicos y muñecos de tela con origen en Taiwán,
e ingresó un embarque de aceite de oliva de San Rafael con destino al puerto de
Hamburgo.
El vigilador
supervisaba la entrada y salida de los camiones con su habitual solvencia sin
embargo, al moverse, los dos senos eran una presencia anómala que le sacaban
concentración y lo llenaban de fastidio. Pasadas las dos tuvo un cruce de
palabras con el Turco Matta. El Turco, uno de los choferes más antiguos, era un
tipo de cuidado, a partir de una cuestión turbia por un faltante en un embarque
de gomina para el cabello habían discutido, apelando a su autoridad el Tuerto
le había propinado un par de sopapos, y el otro estaba esperando que cometiera
el mínimo error para exponerlo.
Alrededor de
las tres la tarde la paciencia del Santos Comesaña había llegado a un punto de
no retorno. El vaivén de caderas con un poco de buena voluntad podía
controlarse, en cambio los senos habían tomado una dimensión tal que, por más
que se encorvara y metiese el tórax para adentro ya se adivinaban bajo el saco
abotonado. Para colmo de males, cuando daba alguna orden a los camiones la voz
se le aflautaba en un falsete que por más que tosiera y simulara un catarro era
imposible de justificar.
-
Así un hombre honrado
no puede trabajar –lo escuchó mascullar entre dientes el Chino.
El jefe de
seguridad pretextó una diligencia a las oficinas de la Aduana, dejó al muchacho
a cargo de la garita y a paso rápido salió de la dársena y se tomó el primer
ómnibus de regreso. Se bajó a unas diez cuadras de la pensión para evitar
encuentros indeseados y cuando reconoció el escaparate de la tienda entró.
La empleada
ahora le alcanzaba el paquetito con el corpiño. El Tuerto lo agarró y se lo
introdujo velozmente en un bolsillo. La operación, a su juicio, no había
despertado sospechas.
-
Esperemos que se
solucione –dijo la mujer volviendo a
bajar la voz. Comesaña se tocó el ala
del sombrero con expresión gélida y salió a la calle.
Decidió
recluirse en la pieza del pensionado para sopesar con tranquilidad la
situación. Ya en el cuarto apagó la luz y se tiró a fumar en la cama. Más que
indignado, lo aturdía el desconcierto, ¿cómo podía un hombre de cincuenta años,
ya hecho como él, terminar convertido en hembra? Pensó en Albertito, el hijo de
su hermana la Delia. El pobre chico era manfloro, tenía ese defecto de
nacimiento, le robaba la ropa a la madre, se depilaba las cejas. Pero Albertito
quería ser una mujer, en cambio, ¿en
qué categoría entraba lo suyo? ¿Había sido víctima de un capricho del destino?
¿De un accidente? ¿Dónde tenían la cabeza los fabricantes de esa podrida leche
para provocar semejante desbarajuste? Demasiadas preguntas –se dijo- y él no
tenía ni tiempo ni ganas para filosofías, era un hombre de acción y, sobre
todo, “¡necesitaba seguir siendo hombre,
carajo!”
Esa noche, a
la hora de la cena no se lo vio por la cocina, se quedó en el cuarto
mordisqueando sin ganas unos bizcochos de grasa y se tomó media botella de
grapa mientras escuchaba la radio: los informativos no aportaban demasiadas
novedades, en las puertas de la empresa láctea se había reunido una
manifestación con los familiares de los intoxicados. “Esas cosas no sirven para
nada”, pensó. Las peripecias de una vida de sacrificios reafirmaban a Comesaña
en un hosco escepticismo: “Los ricos y los poderosos están para dar las
órdenes, los laburantes como él para bajar la cabeza y obedecer”.
Recién pudo
conciliar el sueño de madrugada. Durmió mal, soñó con el Turco Matta. Estaban
en el playón de descarga frente a frente. Presagiando pelea, el personal había
formado un corro en torno ellos. El Turco llevaba algo en una mano y se lo
extendía:
-
Che, Tuerto, te traje
un obsequio –decía, alzando la voz, con tono zumbón.
Comesaña
agarraba el paquete, lo abría con desconfianza, era una cajita musical,
levantaba la tapa y una bailarina diminuta vestida con un toutou rosa se
incorporaba y se ponía a dar graciosos giros. Notó que entre los curiosos se
forzaban algunas toses para evitar la risa. El desafío estaba echado. Dejó caer
la cajita a un costado y dando un paso atrás sacó el cuchillo de la cintura.
Comenzaron a medirse, girando, agazapados, haciendo rápidos amagues. Santos
Comesaña debía agudizar la atención porque el chofer tenía fama de diestro con
la navaja. De golpe, de la manera irracional con que suceden las cosas en los
sueños, el Tuerto se sorprendía ataviado con la pollerita, las medias can can y
las zapatillas con puntera de la bailarina, dejaba caer el cuchillo y elevando
las manos por sobre la cabeza comenzaba a practicar giros sobre sí mismo.
El personal completo de la dársena
estallaba en una sonora carcajada. El Turco Matta, desparramado en el piso y
sosteniéndose la barriga con ambas manos le decía algo que él no alcanzaba
escuchar. Cuando conseguía detener el bailoteo Comesaña corría hacia la avenida
para subirse al primer ómnibus que los sacase de aquel lugar, que lo excluyese
del oprobio.
A la mañana
siguiente, muy temprano, cuando el portuario se introdujo en el baño y se miró
al espejo, el impacto fue mayúsculo: dos largos bucles de cabello ceniciento le
enmarcaban el rostro y caían casi hasta tocar los hombros. Las facciones otrora
duras y angulosas se le habían rellenado y poblado de mohines y gestos de una
inédita delicadeza. Los hombros anchos y poderosos habían desaparecido, en su
reemplazo menudeaban formas regordetas en brazos, en caderas y, por supuesto,
en las dos macizas ubres de mujer. Desnudo y tembloroso, estuvo estudiándose
largo rato sin dar crédito a lo que veía: salvo por el costurón que le cerraba
el párpado derecho se notó un parecido notable con su hermana Elsa. Del ojo
habilitado saltaron lágrimas ardientes y, por fin, Santos el Tuerto Comesaña
lloró de amarga impotencia.
La situación
era improcedente por donde la mirase, Comesaña era un tipo de otra época,
solterón empedernido, nunca había sentido demasiado respeto por el sexo débil,
lo juzgaba como una herramienta o para brindar compañía, o para satisfacer una
necesidad física. Pero ahora la realidad lo tenía arrinconado en aquel
excusado, mutando por una causa fortuita en aquello que menospreciaba y, por lo
tanto, que desconocía y temía.
Superado el
impacto inicial, estuvo largo rato husmeando que no hubiera movimientos en el
pasillo, luego salió y se refugió en el cuarto. ¿En esas condiciones podía ir
al puerto? Imposible. Con cuidado extremo volvió al pasillo y utilizó el
teléfono común para hablar con la garita de vigilancia. Dio con el Chino,
agravando la voz le pidió que cuando terminase el turno fuese a verlo, que le
tenía un encargue.
Cuando el
muchacho se presentó en la pensión, subió al primer piso y Santos Comesaña le
abrió la puerta de la pieza, se quedó boquiabierto.
-
Es esa mala leche
–dijo él con sequedad.
Aunque en
pantalón pijama y camiseta, Comesaña había tenido la delicadeza de atarse las
crenchas de su ahora aleonada cabellera con una colita y de ponerse el corpiño.
-
Escuchame, Chino, en
algún momento voy a tener que salir de esta pieza así que tenés que conseguirme
ropa.
Sin decir más
le anotó la dirección donde había comprado el portasenos y le dio dinero. El
otro fue hasta la tienda y volvió con tres vestidos, una blusa, dos polleras
tableadas y dos pares de sandalias del cuarenta y tres. Luego el chico se
ofreció a ir hasta la cocina a traer la pava con agua, Comesaña sirvió un plato
con galletitas y compartieron unos mates.
El Chino lo
puso al tanto de las novedades de la dársena, el entrerriano, uno de los
operadores más antiguos de la grúa, también había resultado intoxicado. El
Turco Matta hizo correr la voz de que lo había visto bajarse de la grúa y
escapar del puerto emitiendo gemiditos y zarandeándose como una bataclana. Se
rieron con ganas imaginando la escena, ya que el entrerriano era un hombrón
entrado en carnes bastante mal arreado. La charla animó a Santos Comesaña y le
obsequió unos minutos de distracción.
El día
siguiente era sábado, sin embargo el Chino volvió a visitarlo. “Aunque algo
atolondrado –pensaba el Tuerto- su segundo era un buen chico. Muy a su pesar,
debía reconocer que le estaba tomando cariño”. Traía como novedad algo que no
dejaban de repetir por la radio y, por lo tanto, que él sabía de sobra: la
partida de leche había sido retirada del mercado, los médicos habían conseguido
identificar el compuesto responsable de la intoxicación, aunque todavía no se
encontraba el antídoto para revertir sus consecuencias. Visto que la cosa
tendía a dilatarse y echando mano a sus influencias en la oficina de personal,
Comesaña decidió pedir una licencia hasta tanto se fuese aclarando aquella
historia.
Transcurrió la
semana, encerrado en la pieza el Tuerto ora se condolía de su triste destino,
ora era poseído por una furia violenta que buscaba infructuosamente algo o
alguien en quién descargarse. Se mantenía al tanto de las novedades en la
dársena a partir de lo que le trasmitía el Chino por teléfono, o de lo que le
contaba cuando iba a verlo luego de cumplir con su turno. Pero el domingo
siguiente, los acontecimientos tomaron un giro inesperado cuando el muchacho se
apareció por la pensión con un ramo de flores.
Aunque difícil
de sopesar en su real magnitud, hay que comprender que la interioridad del
portuario estaba atravesando por un momento complejo: junto con los cambios
físicos su sensibilidad, en tránsito de acomodamiento, era bombardeada por un
millar de emociones nunca antes experimentadas. Así, detalles tontos, como un
valsecito criollo escuchado por la radio, o los malvones florecidos de una
maseta del pasillo, de repente y sin motivo aparente le provocaban un nudo en
la garganta y hacían que el ojo sano se le llenase de lágrimas. O de golpe
sentía el impulso irrefrenable de cantar y reír a los gritos, algo en otros
tiempos inconcebible y lo más alejado de su carácter. ¿Debía aceptar aquella
novedad o reprimirla? ¿Seguía siendo
Santos el Tuerto Comesaña, o estaba naciendo en él otro ser?
En cuanto a
las emociones que lo unían al muchacho, la confusión obviamente no iba a la zaga.
¿Cómo se da el tránsito de un sentimiento varonil a otro que no lo es tanto?
¿Qué es lo que se trastoca? Un atardecer de sábado, en que el Chino y él habían
estado escuchando los partidos del ascenso, al ver volver al chico con la pava
de agua proveniente de la cocina, el portuario supo que estaba enamorado.
El Tuerto
Comesaña y el Chino se casaron un cinco de enero del año siguiente, fue una
ceremonia discreta y, lógicamente, sin valor legal, ya que corría el año 1967 y en el país una
legislación sobre el casamiento entre personas del mismo sexo todavía era
impensable. El responsable de desposarlos fue el hijo de su hermana Elsa, que
habiendo postergado sus propios planes para transformarse en mujer, se había
puesto a estudiar de cura.
Comesaña pidió
la jubilación anticipada en el puerto y comenzó a coser para afuera. Un año más
tarde su mutación física ya era completa; la pareja, entonces, decidió agrandar
la familia. Consultaron a un obstetra con la idea de tener un hijo, pero había
riesgos, el Tuerto ya era muy mayor para quedar embarazado, así que terminaron
por adoptar una nena, a la que llamaron Marta en homenaje a la leche entera “La
Martita”, responsable de toda aquella historia.
El problema de
la mala leche tuvo solución, las autoridades sanitarias reaccionaron con
relativa prontitud, de allí en más se reemplazo el conservante responsable de
la intoxicación y la empresa indemnizó a los afectados; sin embargo aquella
partida del año 1966 cambió para siempre la vida de unos trescientos cincuenta
varones adultos de la Ciudad de Buenos Aires, hombres de edades, ocupaciones y
estratos sociales diversos, que como Santos Comesaña debieron elaborar un
cambio en sus vidas, adaptarse y –con mejor o peor fortuna- continuar con sus
existencias. Qué otro remedio.