martes, 11 de diciembre de 2018

Gemelos

Con la chomba puesta Miguel Villafañe parecía tener una joroba, pero en la peña sabíamos que no era eso. Lo que abultaba en mitad de la espalda de nuestro amigo no era una joroba sino un hermano gemelo malogrado, o nacido a medias, o no desarrollado del todo. Una cosa bastante fea de ver.

Miguel no era de la ciudad, había aparecido un otoño tres años atrás trasladado del banco en el que trabajaba y no recuerdo si fue Marcelito o el Zurdo Alciati quien lo llevó a uno de los asados de los jueves.

Congeniamos enseguida, era un tipo tranquilo, extremadamente callado. Por supuesto ocultaba el fenómeno casi todo el tiempo, andaba siempre con campera liviana o con un pullover atado en los hombros, incluso en verano. Pero con el Gordo Arturo, Marcelito, Bobina, el Zurdo, Carmelo y el resto vaya uno a saber por qué extraña química Miguel se relajaba y cuando le tocaba asar se sacaba la chomba y el portento salía a la luz.

Como dije, era una cosa fea de ver: una vez destapado un elfo chiquito y deforme, con algo de muñeco de ventrílocuo, se asomaba estirando el cuello por encima del omóplato derecho de nuestro amigo y antes de que uno venciera el escalofrío con voz de pito largaba la primera provocación:
- Qué dicen los cráneos, ¿hoy tenemos algo interesante o hay que seguir escuchando sobre la campaña de Racing y genialidades por el estilo?
Porque el gnomo este además de ser extremadamente venenoso era rápido y de lengua filosa. La contracara de su pobre hermano, que con la mirada baja nos pedía mudamente que le tuviésemos paciencia.

Que lo llamáramos Ramón, así pidió Miguel porque ese era el nombre que le había elegido su difunta madre.

Gente desgraciada, marcada por la enfermedad o algún defecto no tiene por qué ser buena gente, hay seres feos por fuera y por dentro y Ramoncito, el hermano gemelo de Miguel, era el ejemplo perfecto.

Por ahí estábamos sentados junto a la pileta viendo anochecer, o en torno a la parrilla contemplando el chisporroteo de las brasas y sin que viniera a cuento, largaba:
- Qué vidas de mierda deben llevar ¿no? Digo, para necesitar escaparse hasta el medio del campo a comer y a emborracharse como cosacos.

Al principio Miguel lo sacaba cada vez que le tocaba asar, pero cuando el gemelo empezó a entrar en confianza, si su hermano no lo liberaba de la chomba se ponía a vociferar y a insultar con tal violencia que no le daba opción:
-¿Qué pasa, viejo, tienen que discutir algún tema de importancia estratégica, o alquilaron una porno y no quieren que los vea manoteándose el amigo?

Cuando el asado estaba a punto y nos sentábamos a la mesa larga del quincho, Marcelito era el encargado de acomodarse detrás de Miguel y de darle de comer. Por supuesto, para el medio gemelo la carne siempre estaba dura, las mollejas tenían gusto amargo y la ensalada de rúcula y tomate era sencillamente asquerosa.

Si discutíamos de fútbol éramos “cabezas de termo”, si la conversación se orientaba a las mujeres unos babosos con problemas de erección, si en la ciudad se producía algún escándalo que involucraba a gente conocida su voz de pito exigía detalles y más detalles con una avidez irritante.
El resto, para no crear un mal clima y –sobre todo- para no herir al pobre Miguel, soportaba las pullas y al final el grupo entero terminaba sumido en un silencio penoso. Como resultado, la peña de los jueves con la presencia de este muñeco se estaba yendo al tacho.

No es difícil deducir quién era la víctima preferida del gemelo. Poco a poco nos fuimos enterando: Ramoncito había obligado a Miguel a abandonar la carrera de Ingeniería, Ramoncito le hizo cerrar una agencia de lotería y más tarde una bulonera, Ramoncito lo aisló de la familia y le destrozó dos matrimonios y finalmente, para las escasas oportunidades de índole sexual logradas por el pobre Miguel, Ramoncito había ideado un acting terrorífico: cuando nuestro amigo y su conquista llegaban al hotel y promediando los preliminares se encaminaban hacia el lecho, el muñeco este se asomaba por el cuello de la chomba y con unos giros de lengua lascivos decía “Bueno, mamita, acomódate que arranco yo.”
- Hay que ver como disparaban esas imbéciles –decía, ahogándose de la risa.

Hubo, sin embargo, un dato que jugó a favor de nuestra templanza, algo que supimos de rebote por Julio Ibarreta, el médico clínico de la Asociación Bancaria. Julio está casado con una de las hermanas de Marcelito y en un almuerzo familiar se lo confió: por las características del caso de Miguel, nuestro amigo debía hacerse controles médicos especiales y se sabía que el gemelo no iba a vivir mucho tiempo y Miguel estaba al tanto.

La cuestión es que transcurrió cerca de un año, los asados de los jueves se sucedían cada vez más enrarecidos, varios de los asistentes dejaron de ir y, no quiero sonar brutal, pero el engendro no la palmaba nunca.

Hasta que en un encuentro pasó lo que temíamos. El Zurdo Alciati había vuelto de unas vacaciones en San Rafael y se apareció con una caja de tinto malbec de la bodega Alberto Rocca. Comimos y bebimos y como siempre Marcelito fue el encargado de asistir al gemelo que no probó bocado pero se entusiasmó con el tinto. Pedía y pedía vino, Marcelito, es verdad, también estuvo algo permisivo, el hecho fue que pasados los chorizos, al momento de servirse el asado de tira Ramoncito se durmió y comenzó a roncar.

Se produjo entonces un momento raro, como en la calma que sucede a la tormenta sentimos que nos invadía una sensación de aflojamiento, nos mirábamos unos a otros a los ojos como constatando la recuperación de algo valioso aunque indefinible. Miguel claramente era el más afectado, lo vimos sonreír, incluso hasta se puso locuaz. El Gordo Arturo entonces aprovechó y le soltó de sopetón:
- Che, Miguel, sin ofender,¿por qué no te operás y te lo sacás?
En la espalda de nuestro amigo entonces hubo una sacudida y la cabeza de Ramoncito se asomó como un rayo:
- Y vos, Gordo pajero, ¿por qué no te cortás la chota?

 A Arturo se le transformó la cara, conocíamos el carácter del gordo, cerró los puños y tuvo un primer impulso a incorporarse, pero por suerte se contuvo.

La cosa quedó ahí, comimos la ensalada de frutas, luego Miguel pidió disculpas por tener que retirarse temprano y a partir de allí no volvimos a verlo.

Fue una pena que terminara así, yo lo lamenté porque Miguel era buena gente, pero también es cierto que la situación no daba para más. Por Marcelito, un tiempo después, supimos que Miguel había pedido un traslado a Carmen de Patagones donde tenía familia y que el Banco se lo había otorgado.

Luego, siempre por boca de nuestro amigo, tuvimos alguna que otra noticia esporádica, hasta que un día vino con la novedad de que el gemelo finalmente había fallecido. La información había llegado a la obra social y el cuñado de Marcelito se lo había contado. Parece que tras la muerte del gemelo debían someter a Miguel a una operación en Estados Unidos y que el Banco se iba a hacer cargo de los gastos.

Lo hablamos y convinimos en que debíamos enviar un telegrama de pésame. Era una sensación ambivalente: la muerte de un hermano no dejaba de ser un hecho luctuoso, sin embargo nos alegraba por Miguel. Si la operación salía bien nuestro amigo finalmente tendría la vida que se merecía.

Pasó casi un año, la peña volvió a ser lo que era y nuestro pequeño mundo recuperó la calma, hasta que Marcelito se apareció con la buena nueva de que Miguel se casaba. Lo había llamado por teléfono para decirle que quería invitarnos a la fiesta. La verdad es que para todos fue una alegría. Dijo que quería venir especialmente a la ciudad para traernos las tarjetas, le preguntó si seguíamos haciendo los asados de los jueves, Marcelito le dijo que sí, así que se aparecería directamente el jueves en la peña.

Fue la noche posterior al cumpleaños de mi hijo menor, lo recuerdo porque cuando fui para la quinta llevé de vuelta dos tablones que había utilizado para armar las mesas en el patio. Llegué temprano, en realidad todos estuvimos temprano porque estábamos ansiosos.

Eran cerca de las ocho y ya había anochecido cuando vimos las luces del auto de Miguel viniendo por el camino lateral. Salimos del quincho para recibirlo. Se estacionó bajo los plátanos de la entrada y vimos la silueta de nuestro amigo que se apeaba y venía por el césped hacia nosotros. Cojeaba de la pierna derecha, se me ocurrió que seguramente sería una secuela de la operación. Sé muy poco de medicina y absolutamente nada sobre cirugías, pero sospecho que no debe ser algo sencillo que a uno le saquen otro ser humano de la espalda, por más pequeño y a medias desarrollado que esté.

Yo estaba con estas especulaciones, la noche se sentía tibia y el césped húmedo con el primer rocío, Miguel seguía viniendo hacia nosotros, cuando el grupo compacto de los allí parados escuchamos la voz de pito:
- ¿Qué dicen lo pelotudos?
No fue necesario más, comprendí, todos comprendimos, que otra reunión de los jueves comenzaba  a arruinarse.