sábado, 25 de abril de 2020

Vallejo por Bartolo


Como toda historia de ovnis, esto comienza en una ruta vacía y de noche. El 29 de enero de 2003, mientras regresaba de unas vacaciones en Alta Gracia, el matrimonio Mir divisó una rara luz en el cielo. Era una noche despejada, por un camino que se abría entre el llano y leves ondulaciones montañosas moteadas de manchas oscuras. La pequeña luz al principio bien podía haber sido cualquier cosa: un satélite, una estrella fugaz, incluso una luciérnaga mutante.

Juancho Mir se lo hizo notar a su esposa Marga. Ella le preguntó si las luciérnagas mutantes existían y en caso de que así fuese si él había visto alguna, y su marido le respondió que sí existían, pero que desde sus años de soltero que no había vuelto a verlas porque estaban casi extinguidas por las fumigaciones.

En algún momento la luz pareció quedarse estática y después comenzó a hacer cabriolas, zigzags y tirabuzones a corta distancia de la ruta. Los Mir se detuvieron al borde del camino para contemplar el fenómeno, pero Bartolo, el bulldog enano de la familia que iba en el asiento trasero comenzó a ponerse ansioso y a ladrar.

La pareja volvió al auto, siguieron camino y por unos kilómetros nada sucedió. O nada dentro de la anormalidad que estaban viviendo, porque pasaron Oncativo, pasaron Tío Pujío, pasaron el cruce de Villa María y la luz continuaba ahí, escoltándolos, imperturbable. A veces desaparecía detrás de un montecito para reaparecer al cabo de un rato.

Marga, que era una aficionada a los libros de Fabio Serpa, comenzaba a preocuparse, pero Juancho la tranquilizó sosteniendo que con seguridad se trataba de un avión comercial en plena travesía Bolivia – Buenos Aires. ¿Qué clase de avión comercial consigue esos giros bruscos, esos ascensos y caídas en picada? “Antes que un avión es más probable que sea alguna de tus luciérnagas mutantes”, protestó ella.

Los Mir eran un matrimonio joven y sin hijos, Marga trabajaba de administrativa contable en la empresa de transportes familiar y Juancho era profesor de lengua y literatura en dos colegios secundarios. Habían adoptado a Bartolo y vivían tranquilos y felices en la ciudad bonaerense en la que habían nacido, y –para ser sinceros- no se los notaba muy alarmados con el fenómeno al que estaban asistiendo.

El objeto luminoso de pronto se les adelantó, se detuvo y comenzó a acercárseles. Era bastante grande, del tamaño de una combi de pasajeros de nueve plazas pero con la forma de una provoleta levemente oblonga. Marga abrió la guantera del auto y sacó unos binoculares que había llevado para el viaje. Vio que tenía una hilera de ventanas y que había figuras detrás de los cristales.

Estaban a un kilómetro de la localidad de Amstrong, donde debían detenerse a desayunar y a cargar nafta y entonces sucedió: la nave se ubicó encima del vehículo y lentamente comenzó a descender hasta casi posárseles en el techo. Entonces sintieron la vibración y oyeron ese ruido, era un zumbido progresivo, como el de la aspiradora que la madre pasa en la habitación de su hijo y que se acerca a la cama donde este la escucha tapado con las frazadas hasta las orejas.

Marga y Juancho se miraron para comprobar que ambos efectivamente estaban viviendo lo mismo y, justo en ese momento, el mundo se volvió gomoso, el aire se espesó, los párpados comenzaron a pesarles y con el auto en plena marcha, sin siquiera bajar un cambio, cerraron los ojos y perdieron la consciencia.

Al despertar -los dos al mismo tiempo y de un sacudón- Marga tenía una medialuna mordida en la mano derecha, el tanque de nafta marcaba lleno, habían pasado el cruce de Alcorta y les faltaban veinte kilómetros para la ciudad de Colón.

¿Qué sucedió? ¿Habían parado en el Automóvil Club, retomado la ruta, viajado ciento sesenta kilómetros -unas dos horas de camino- sin haberse anoticiado? ¿Era eso posible? ¿Y el ovni? Buscaron en el techo del auto, en el cielo azul marino: se había esfumado.

Juancho y Marga viajaron un trecho en silencio, la mujer iba a decir algo cuando desde el asiento de atrás se escuchó:

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma…”

Era Bartolo, el perro, que fijando una mirada triste en el paisaje recitaba con voz clara y grave. El texto era un clásico del poeta chileno César Vallejo, Juancho lo reconoció.

¿Qué estaba pasando? Ahora sí la mujer tuvo una breve crisis de llanto que enseguida consiguió dominar, luego ambos intentaron derivar la atención, hablaron del trabajo, de la nueva mujer del padre de Marga, y a continuación volvieron al silencio hasta llegar a la casa.

Arribados a la ciudad, cuando finalmente giraron en la esquina y se estacionaron frente a su chalet, a los Mir los esperaba otra sorpresa: allí estaba, con las luces apagadas y estacionado en el fondo del garaje descubierto el ovni con aspecto de queso. Tras el enigmático agujero espacio-temporal de la ruta, los navegantes de alguna forma habían conseguido la dirección del domicilio, se les habían adelantado y ahora allí estaban aguardándolos.

¿Qué debían hacer? Lo debatieron en la cocina sin atreverse a encender la luz. Se sentían confundidos pero al mismo tiempo ambos eran dos mentes modernas, sedientas de experiencias. Descartaron llamar a la policía. “Quizás habría que invitarlos a pasar, luego de semejante viaje por ahí quieren ocupar el baño”, propuso la mujer.

Mientras Marga espiaba por la ventana, Juancho salió al garaje, recordaba la señal de la película de Spielberg y por las dudas la hizo antes de golpearles la escotilla. Descendieron dos seres delgaditos y cabezones, de baja estatura, con grandes ojos negros de mosca, boca y nariz diminutas, el modelo estándar de las postales de extraterrestres.

Por señas, Juancho los invitó a pasar primero al living y luego a la cocina. Marga les preparó unos sándwiches tostados de jamón y queso. Con su apego a los libros de ufología, estaba fascinada con la posibilidad de albergar a seres de otra galaxia. Los hombrecitos no hablaban pero cada tanto se echaban miradas significativas, evidentemente se estaban comunicando por telepatía.

Luego del flan y del café, con espontaneidad Bartolo recitó otro poema de Vallejo. Juancho se preguntó cómo habían hecho los visitantes para dotar al perro de esa facultad y por qué únicamente obras del poeta chileno, siendo que la generación del 38 había sido pródiga en otros nombres, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, el mismo Jorge Luis Borges. Pero se sentía exhausto, lo mismo que Marga luego de un día cargado de emociones, así que se fueron todos a dormir.

Al día siguiente, muy temprano, los Mir decidieron cubrir la nave con una lona grande de la flota de camiones de la empresa familiar. Era un barrio de curiosos y lo mejor era la discreción, por lo menos hasta que decidieran qué hacer con las visitas. “Yo no me atrevo a decirles que se vayan”. “Yo tampoco”, coincidía Juancho.

Esa tarde la mujer les pidió la ropa sucia para poner en el lavarropas -llevaban una especie de monos al cuerpo de una tela brillosa que semejaba la piel de un reptil. Los alienígenas se negaron. Aunque no hablaban, a Marga le parecía que tanto ella, su marido, como Bartolo, a los hombrecitos les resultaban simpáticos.  Juancho, a quien le interesaba la mecánica y la electricidad del automotor, logró que le mostraran el sistema de encendido de la nave.

Cuando a la tarde siguiente la mujer fue al mercado, para que cayera como algo natural en el barrio comentó que con su marido se habían decidido a adoptar. Juancho la amonestó por decir semejante mentira. “Se sabe que una mentira invita a otra, hasta hacerse una bola imparable”, protestó. La mujer le rogó, “¿no lo veía? Lo que estaban viviendo era una oportunidad única.

Finalmente prevaleció el criterio de Marga. A la semana siguiente comenzaban las clases y los Mir inscribieron a los hombrecitos en cuarto grado de la escuela normal número 3 (por la estatura tranquilamente daban dos chicos de 9 años) La mujer presentó dos certificados fraguados y los anotaron bajo los nombres de Martín Eduardo y Nicolás Patricio, los mellizos Mir.

En el tiempo que siguió, Marga, Juancho y los alienígenas adoptaron la apariencia de una familia común, parecían felices, se los veía salir de picnic al parque municipal, iban a cenar o a saborear cucuruchos helados en la peatonal del centro. Bartolo, ahora con un carácter mucho más reflexivo y dedicado de lleno al recitado, los aceptó con relativo cariño.

Pero cumplido un mes de clases un suceso desafortunado precipitó los acontecimientos: los hombrecitos habían organizado una pijamada, fueron cinco compañeritos a la casa y Magda, al abrir la puerta de su cuarto, se encontró a los invitados -dos nenas y tres nenes- completamente desnudos y a los hombrecitos palpándolos. Corrió espantada a avisarle a su marido. “¡Te dije que era para problemas!”“¡Quizás solo los estaban estudiando!”“¡Ah, sí, andá a explicárselos a los padres!”, se ofuscó el hombre. Aunque ya era la hora de la cena, Juancho sacó el auto y fue a llevar a los niños a sus respectivos hogares.

Cuando volvió, sentó a los alienígenas a la mesa de la cocina y tuvieron una conversación áspera. Como los hombrecitos no emitían sonido en realidad se lo escuchó solo él. En síntesis les dijo que no sabía ni le interesaba cuáles eran sus hábitos, pero lo que habían hecho allí, si era lo que él imaginaba, constituía un delito gravísimo que se pagaba con la cárcel. Los hombrecitos se miraron, Juancho interpretó que con un brillo de sarcasmo y sin poder controlar la rabia los mando al cuarto sin cenar.

¿Y ahora qué?, se preguntaron esa noche los Mir, mientras comían el pollo recalentado en la cocina. ¿La idea de convivir con dos seres tan distintos había obedecido a una fantasía ingenua? ¿Al impulso ciego a transgredir? ¿Al deseo inconfesado de ser padres? No sabían qué pensar. Fue en ese momento que sintieron la vibración y volvió a producirse el sonido temible -de fondo escucharon la voz de Bartolo, que desde la cucha hacía el recordado “A mi hermano Miguel”, de Vallejo en versión cantada por Mercedes Sosa- luego el zumbido de aspiradora creció, creció, hasta que volvieron a perder la consciencia.

Cuando despertaron los pequeños extraterrestres y la nave brillaban por su ausencia. En la casa faltaban algunos objetos: unos zapatos de taco, un pomo de dentífrico, dos calzoncillos, un viejo carnet de socio del Club Ambos Mundos, un Don Valentín lacrado a medio consumir, nada de importancia. Pero lo más grave los esperaba cuando encendieron la radio: estaban a viernes 6 de septiembre de 1997, o sea, habían retrocedido seis años en el tiempo.

¿Cómo era eso? ¿Por qué había sucedido? Ahora sí decidieron ir a las autoridades, se contactaron con el Departamento de Objetos Voladores No Identificados de la Fuerza Aérea Argentina, se trasladaron hasta un edificio imponente en Buenos Aires, donde los entrevistaron y los hicieron volver en varias oportunidades para aclarar detalles de la historia. Redactaron un grueso informe al que titularon “El caso Mir/Bartolo” y luego nunca volvieron a llamarlos.

La vida completa del matrimonio Mir–y esto es más que comprensible- experimentó un sismo: Juancho prácticamente comenzó su carrera docente de nuevo y Marga regresó a su quinto año perito mercantil. Como pareja dejaron de estar casados y volvieron a la segunda o la tercera salida de novios. El mundo parecía no darse cuenta de nada, era seis años más joven y -salvo ellos dos- disfrutaba con alegre inconsciencia.

Les sucedía algo particularmente frustrante, cuando en la sobremesa de un almuerzo en familia o en una salida con amigos salía el tema de las experiencias con extraterrestres, todos parecían coincidir en que estas eran posibles, pero cuando ellos intentaban introducir la suya y lo del salto que los había traído del futuro, la mitad espiaba sus copas y se reía y la otra mitad los contemplaba con lástima.

¡Y ellos contaban con pruebas, con cientos de pruebas para apoyar sus dichos! Podían nombrar a los próximos campeones en los mundiales de Francia y Corea del Sur, o describir la crisis económica inédita que viviría la Argentina en tres años, o los atentados de las torres gemelas, o los presidentes que asumirían en el país. Pero no había caso, por más que se esforzasen nunca les creerían.

Por esos días Marga consiguió la dirección de una hipnotizadora, fue sola porque Juancho no quiso acompañarla. Cuando la mujer le hizo fijar la vista en el péndulo y se durmió, rápidamente la asaltaron imágenes fragmentarias del suceso de la ruta: vio a Juancho inconsciente junto a ella en el interior del auto, vio a los hombrecitos sacándolos, se vio en el interior de la nave, desnuda y recostada en una camilla. En esas imágenes incompletas Juancho y ella extrañamente estaban despiertos y se mostraban tranquilos y conversadores, incluso los alienígenas luego los acompañaron de regreso al auto y antes de arrancar Juancho les había explicado el funcionamiento de la caja automática y los sistemas de airbag.

Cuando Marga volvió de la sesión y le contó lo que había visto a su marido, los Mir comprendieron que no tenía sentido seguir indagando, ni tratando de hacer entender nada a nadie. ¿En que se transformarían? ¿En esos tristes denunciantes perpetuos, relleno de programas de la televisión en los que son ridiculizados y tratados de locos? Como bien atestiguaban los libros y las investigaciones serias sobre experiencias parecidas, los resultados eran siempre los mismos: la incomprensión y el aislamiento.

Por lo tanto decidieron mirar hacia delante. ¿Qué cosas positivas les dejaba toda esa experiencia? Los seis años de juventud recuperados de golpe les habían renovado el amor y el apetito sexual de sus primeras épocas de novios; por otro lado, la responsabilidad de ser padres –aunque se hubiese tratado de dos alienígenas mudos y adoptados- les hizo ver que era un mandato que no cuadraba con ellos. Además, la experiencia extraterrestre de los Mir también había significado el comienzo de la carrera artística de su bulldog enano.

Bartolo comenzó a ser invitado a los programas literarios de la radio y de la televisión por aire y firmó con una discográfica un importante contrato para la edición de tres compactos con la obra destacada de César Vallejo. En el exterior participó de recitados y ciclos de poesía invitado por la cadena Fox y por la BBC de Londres, experiencias que le fueron dando cierto renombre internacional. Para las interpretaciones en inglés, siguiendo los consejos de Juancho, el perro utilizaba las versiones traducidas del profesor Clyton Eshelman.