¡Héctor Delpopolo, de Del Viso!, escuchó por los altoparlantes. Era él. Se filtró entre la masa compacta que rodeaba la pista y subió los escalones marcando el paso y meciendo la cadera. “Ah, ha, ha, ha, stayin' alive, stayin' alive”. Desde los parlantes las voces en falsete de los hermanos Gibb repetían la canción de la película en una cinta sin fin. Era la ronda final del Gran Concurso John Travolta para Aficionados y el club Matienzo de Hurlingham estaba a pleno.
El rubio alto que representaba al club local ya ocupaba el centro. Era el otro finalista. Héctor lo había observado en la primera ronda, se contorsionaba sin dejar de sonreír ni de mirar al público, tenía su gracia, sin embargo algo en su estilo disonaba, como si no terminase sentir del todo la música de los Bee Gees. Él, Héctor Delpopolo de Del Viso, era mucho mejor.
“Ah, ha, ha, ha, stayin' alive, stayin' alive” Y ahora para ganar debía borrar de la mente toda distracción mundana, hacer desaparecer el aquí y ahora para orientar toda la energía hacia adentro, dejar entrar a la música en los intersticios de cada nervio, de cada músculo. Como ya le había sucedido en la ronda clasificatoria Héctor se sumergió en una burbuja donde, a medias consciente, entreabría y cerraba los ojos. Todo él era el parche sensible, la cuerda vibrátil que reaccionaba a la voz de Barry Gibb en una simbiosis perfecta.
Pero a mitad de aquella ensoñación percibió algo anómalo. No eran las palmas, ni los grititos de los que los rodeaban, era como un murmullo que se trepaba a la música y del que cada tanto escapaba una voz pastosa: “¡let me climb, motherfucker!”. Y tras un breve forcejeo, sobre la derecha percibió que alguien se colaba a la pista trastabillando.
Trató de ignorarlo, no podía girarse a riesgo de perder el paso. El rubio, en tanto, cumplía con lo suyo a la izquierda. Con el rabillo del ojo igualmente consiguió entrever que el intruso recuperaba la vertical y volvía a gesticular y a hablar con alguien. Discutían en inglés. Sucedió entonces que el rubio alto, como si se hubiese ido quedando sin nafta fue perdiendo intensidad, fue abandonando el baile hasta quedar totalmente inmóvil, luego dio un paso hacia él y se quedó mirando al recién llegado con cara de idiota. Y ya Héctor no consiguió sustraerse.
A pesar de que los spot se le clavaban en las pupilas vio al tipo grandote y alto, de unos sesenta años, entrado en kilos y bastante borracho. Vestía el traje claro, los zapatos y la camisa de solapas abiertas de la película, baqueteados y tres talles más chicos. Héctor pensó que allí hubiera quedado (borracho que se quiere hacer el gracioso e invade la pista) de no ser que ya todo el club Matienzo, con mejor ángulo, había adivinado de quién se trataba: era John Travolta. Es decir, no el actor de la película de 1977 sino el John Travolta actual: gordo, casi calvo, con la cara colorada por el esfuerzo que le había costado llegar hasta allí y alcoholizado como una horda de estudiantes recién recibidos.
Héctor se preguntó “y ahora qué”. ¿Debía agradecer? ¿Debía ponerse a aplaudir? Por ese energúmeno, que vaya uno a saber cómo había llegado hasta ahí, el concurso se suspendería. Sintió rabia, por más estrella de Hollywood fuera tuvo el impulso de girar y plantarle una piña en plena cara; y si no se animaba por lo menos darle una patada en la rodilla al rubio alto que estaba del otro lado.
Algo intuyó y giró la cabeza: rápido de reflejos, el rubio se había esfumado. Él debía hacer lo mismo y pronto antes de que la manada de allí abajo invadiera la pista para tocar a su ídolo. El aire se hizo denso y le costaba respirar. Se mantuvo por unos segundos indeciso, hasta que volvió a escuchar la voz pastosa. “It´s only you and me”. Travolta le estaba hablando, le hablaba a él. Es más: le sonreía y muy lentamente comenzaba a menear la cadera.
Del límite de la pista nació un espontáneo “ah” de asombro. ¿Y eso? ¿El gringo borracho lo estaba retando? ¿Quería que bailaran? ¿Competir con Héctor Delpopolo de Del Viso en ese concurso para aficionados organizado en honor a un papel interpretado por él mismo treinta años atrás? Era todo muy raro.
“Ah, ha, ha, ha, stayin' alive, stayin' alive”. Héctor cayó en la cuenta que durante todo ese tiempo la canción nunca había dejado de sonar. Buscó con la vista la cabina del Dj donde sabía que debían estar los jurados y -con dificultad- consiguió divisar las siluetas. Movían las manos como dando a entender que estaba todo okay.
Bien, estaba todo okay, pensó. El concurso seguía y él tendría que medirse con el fulano. Pero ¿y si le ganaba? ¿Cómo evaluaría el jurado? ¿Qué pasaría con el público? Que iba a ganar lo daba por descontado, él era el mejor bailarín de los allí presentes y el barril de whisky, con todos sus Globos de Oro y sus MTV Awards, a duras penas podía mantenerse parado.
Escuchó que los gritos poco a poco se aplacaban y las palmas antes dispersas comenzaban a plegarse a la música. Sí, debía terminar lo empezado. Había llegado a ese club para llevarse el premio y aunque en el tramo final se produjeran circunstancias un poco raras el objetivo no había cambiado.
Héctor Delpopolo de Del Viso bajó la orden y la aceitada maquinaria de su cuerpo se echó a andar: primero los pies y la cadera sin moverse del sitio, luego el torso, los hombros, la cabeza. “Ah, ha, ha, ha, stayin' alive, stayin' alive”. Pero no, era imposible recuperar su sistema, imposible volcar la mirada hacia su interior sin ceder a la tentación de vigilar de reojo al menos una vez a su derecha. ¿Cómo sustraerse a ese espectáculo? Travolta, como era de esperar, fue un videoclip del descalabro, una caricatura torpe, hinchada y poco saludable de sí mismo: transpirando a chorros y al borde del infarto, apretaba los ojos y se afanaba en revivir los pasos de un pasado irrecuperable.
Y fue en ese momento que, como un bólido sin frenos en mitad de una avenida, lo atropelló la piedad. Hacía mucho que no lo asaltaba de esa forma, fue un empellón a mitad de la espalda, un choque brutal que lo dejó por unos segundos sin aire, luego sintió un calor y a continuación se corrió el velo y comenzó a ver del otro lado.
Que Héctor recordara solo dos o tres veces se le había presentado con esa violencia: una, sin dudas, tras la muerte de su madre, en el living abarrotado de parientes y en la expresión patética de la cara de su hermana; otra bastante más atrás en el gimnasio de su colegio, en una final o semifinal del torneo de handball, con el fanatismo sobreactuado de sus compañeros ante una contienda trivial. ¿Era una sensación arbitraria o un sentimiento con algún fundamento? No lo sabía, de lo que sí estaba seguro era que casi nunca le venía estando solo, se presentaba en situaciones ruidosas y de mucha gente, eso de alguna forma la atraía.
Y entonces Héctor Delpopolo de Del Viso comenzó a apiadarse: en principio sintió piedad por ese tipo venido de Nueva York o de Los Ángeles hasta aquel apartado club de barrio en busca de vaya uno a saber qué, ¿la juventud perdida? ¿La vigencia en el corazón de su público? ¿O el malbec premiado de alguna bodega mendocina? Se dijo que lo más saludable para los artistas era morir jóvenes. Y si no morir, por lo menos jurar ante escribano el abandono de la vida pública.
Luego se apiadó de todos los participantes del concurso, él incluido. ¿Cuál había sido el argumento de aquella convocatoria? ¿El homenaje a una película? ¿Revivir algo acaecido treinta o cuarenta años atrás? ¿Por qué la gente necesitaba aferrarse al pasado de esa forma? ¿Para decir yo me acuerdo, yo estuve ahí?
Sintió piedad a continuación por la organización del evento, por los jurados, el barman, el dj, los empleados de los baños, el guardarropas y el resto del personal del club. Luego se apiadó de todos y cada uno de los chicos y las chicas asistentes y de las razones que los habían llevado hasta allí. Y mientras crecía y se extendía su piedad (a la cuadra, al barrio, al municipio completo de Hurlingham) Héctor Delpopolo de Del Viso continuó bailando (“ah, ha, ha, ha, stayin' alive, stayin' alive”), hasta que en determinado momento ya no pudo.
Se dijo que culpa de esa sensación oscura y opresiva que venía cuando se le antojaba, se le adhería como una lapa y le hacía sentir vergüenza del mundo y de sí mismo, ya no podría llevarse el diploma, la medalla o lo que fuese y que debía escapar de esa pista.
Avanzó hacia las escalinatas. Vio que los chicos que se apretaban al borde, abstraídos en el ídolo, le abrían una brecha para darle paso sin siquiera mirarlo. Al estar de espaldas no advirtió (y no lo supo nunca) que Travolta había extendido una mano para intentar retenerlo, que a continuación estuvo unos segundos eternos sin saber cómo seguir y que luego retomó su acto de destrucción masiva acompañado de los hermanos Gibb, de los silbidos y los coros enardecidos.
Héctor traspuso la marea de cuerpos y ya rumbo a la salida vio al rubio alto acodado en la barra. Estuvo tentado a acercársele pero ¿para decirle qué? ¿Qué todos estamos solos? ¿Qué el mundo no tiene sentido? Aturdido, siguió hacia la salida y salió a la calle vacía.
Como estaba oscuro decidió caminar por mitad del asfalto hasta la avenida Vergara. El aire fresco de la noche o vaya uno a saber qué lo hizo sentirse mejor. Unos metros detrás, ondulando junto a la pared encalada de una casa vecina (mancha imprecisa, gomosa, de un color entre violáceo y borravino) había quedado la piedad, atenta y a la caza de alguna otra víctima a la que perturbar.