viernes, 13 de julio de 2012

Estrés

Era el atardecer, el sol caía tras la línea de los eucaliptos, en la galería cubierta el Brigadier General se balanceaba sobre sus piernas con aire concentrado, al tiempo que extendía el brazo derecho tomando puntería:

- ¿Rivera y quién más? –dijo, casi sin mover los labios.

Suárez, elevó el blanco y lo apretó con ambas manos con un ostensible temblor.

- El gobernador de Corrientes Berón de Astrada y los opositores emigrados, su Excelencia.

- ¡Alcahuetes de Inglaterra!...-masculló, soltando el primer dardo.

Al sentir el impacto en el corcho Suárez abrió los ojos y liberó el aire retenido:

- Conspiran. Dicen que quieren la organización nacional.

El Brigadier General clavó los tacos en los baldosones gastados y volvió al balanceo:

- Que se consigan otro lugar. A mí que no me jodan. ¡Me hacés el favor de tener con firmeza!

La casona de Palermo se sumía en la primera humedad de la tarde, la calma y el rumor de la brisa entre los árboles invitaba a la ensoñación. Sentada en su mecedora, Encarnación Ezcurra dejó la labor de punto en la mesita, alzó la pava y se cebó un mate con aire distraído.

- Tal vez habría que pensar en redactar una Constitución, Señor –arriesgó el ministro. El Brigadier dio un respingo:

- ¡No digas boludeces, Suárez! El país está verde, necesita una conducción fuerte.  ¿Y quien puede ejercerla? ¿Quién debe llevar el mando con mano firme, sin que le tiemble el pulso? ¿Eh? ¿Quién?

Esgrimiendo el dardo entre índice y pulgar, miró de reojo en dirección a la mecedora. Con intención, la mujer adoptó un aire desentendido:

- Yo que sé –resopló.

- ¿Cómo yo que sé? Yo, Encarnación, el Brigadier General de las Provincias

Unidas. ¿Acaso no fue el pueblo el que me lo pidió, el que me rogó que

aceptara poderes ilimitados? Un tipo apuesto, rubio, con dos ojazos azules

como faroles.

Sin reparar en la dirección, soltó el segundo dardo. El proyectil voló y se clavó

en el muslo derecho del ministro.

- ¡Ay!

- Ves –reconoció ella- en eso tenés razón.

- ¿En qué?

- En lo de los ojazos azules.
El Restaurador pasó por alto el sarcasmo, dio un par de zancadas, aspiró y expelió con fuerza, se puso mover el brazo lanzador procurando relajar los músculos.

- Lo tuyo es penoso, Suárez.

- ¿En el Ministerio?

- Sosteniendo eso. ¡Ponelo derecho, hacé el favor!

Aunque el cielo parecía no tener fondo de tan azul, un nubarrón de intranquilidad pareció cernirse sobre la testa del estadista, se lo notaba nervioso, desasosegado:

- Si pudiera desentenderme por unos días –suspiró- ¿Qué pretenden estos liberales, que me humille, que rife todo al capital extranjero? Fijate ahora los franceses.

- Bloquearon el puerto, señor.

- Por eso. Estoy harto. Necesito vacaciones. 

- ¡Ni lo sueñes! –se escuchó desde la mecedora. Pero el Restaurador de las Leyes ya había montado en pelo sobre sus fantasías:

- Pescar a la vera del Salado, perseguir a la indiada, tomar sol en pelotas...
- La naturaleza en estado puro –apoyó Suárez.
- Pero, por sobre todas las cosas: volver a jugar al Pato.

Sin reparar en la ubicación del blanco el Restaurador volvió a lanzar. La afilada punta del dardo perforó la chaqueta de paño del ministro clavándosele a la altura de la clavícula izquierda.

- ¡Ay!

- Mandeville me comentó que en Inglaterra tienen algo llamado Foot-Ball. Voy a entrenar a mis Mazorqueros, haré del Pato nuestro deporte nacional. Seremos el mejor equipo de Pato del mundo. Está decidido. Mi cielo, hacete cargo. Me voy.

Bajo la falda de tafeta, los pies de la Primera Dama dieron dos fuertes taconazos y la mecedora se hamacó con violencia:

- ¡Ni borracha!

- ¿Por?

- ¿Cuando estabas en la frontera quién tuvo que organizar la Mazorca, derrocar a Viamonte, perseguir a los opositores, degollarlos? Tuve que abandonar mis labores de punto, dejé el gimnasio. ¿Te pido  vacaciones yo?

- Bah, bah. ¿La escuchás, Suárez? Las mujeres siempre se quejan.

El Restaurador caminó hacia su mujer, se inclinó con una sonrisa pícara, le acarició la mejilla. Pero de golpe su expresión se contrajo en un rictus doloroso. Buscando desarticular la sensación de angustia salió al césped, comenzó a ir y venir por entre los canteros de petunias practicando cortas carreritas. De golpe pareció recordar algo e interpeló al Ministro:

- Decime vos: ¿alguna información de los espías?

Encarnación, que acercaba la pava al mate, la detuvo:

- ¡Juan Manuel, basta, estás paranoico, ya ningún opositor se atreve!

Suárez se aferró a las palabras de la Primera Dama:

- La señora está en lo cierto, habría que estar loco para hacerlo, señor.

Rosas dio otro respingo:

- ¿Qué dijiste?

El ministro, que comprimía la herida del dardo con un pañuelo, se paralizó:

- ¿Qué dije?

- Es lo que estoy preguntando.

- Dije que habría que estar loco para hacerlo, su Excelencia.

- “Habría que estar loco”, eso es, el Loquero Municipal. Cómo no lo pensé. Allí está el foco subversivo.

- Perdón su Excelencia, me habré expresado mal, pero...

- Vas y me encarcelás a todos los colifas.

- Es que ya están encarcelados, señor.

- ¡No me contradigas! Si ya están encarcelados los quiero en una hora a todos en el cuartel, quiero de cada uno una confesión por escrito. ¡Vamos, vía, vía!

Como si se hubiese activado una alarma insonora, por la puerta que daba a la sala ingresaron dos gigantescos soldados vestidos de rojo, alzaron a Suárez por los antebrazos y se lo llevaron. Se hizo una pausa, erecto en toda su estatura en mitad de la galería, el Brigadier dio un suspiro profundo y clavó la vista en su mujer.

- Estoy mal.

- Sos un flojo –dijo ella, sin levantar la vista de la labor.

- En serio, estoy estresado. Deben ser los poderes extraordinarios. Anoche soñé que salía a recorrer la ciudad y en cada lugar que entraba me veía a mí mismo con uniforme de gala y con una mirada burlona, como diciendo “asqueroso unitario, no me engañás, conozco hasta el color de tus calzoncillos”.

- No era un sueño, son tus retratos. ¿No recordás que son de uso obligatorio en los lugares públicos?
Rosas emitió otro penoso suspiro, de un salto separó las piernas y empezó a elongar aductores:

- Te das cuenta, me olvido de las cosas, es una señal, el Dr. Leppes me lo advirtió. Está decidido, me voy.

- No te vas.

- Sólo por el fin de semana.

Encarnación soltó el bordado y le buscó los ojos:

- Si cuando asumiste hubieras aceptado la isla de Choele Choel, por lo menos tendríamos para ir a la playa.

Rosas se irguió de golpe:

- ¿Una prebenda? ¿Una figura emblemática del federalismo aceptando prebendas?

- ¿Y Manuelita no necesita tomar sol, no necesita distraerse? Esa chica está cada vez más rara, lee a escondidas. Debajo de la almohada le descubrí “El Matadero” de Esteban Echeverría.

Al Brigadier se le encarnaron las mejillas:

- ¡La puta madre! ¡Justo Echeverría! Tenés que controlar a esa mocosa. A propósito, ¿cómo va con las clases de piano?

- Pésimo.

- ¿Citaste a su profesor?

- Lo agarramos esta mañana en el puerto, huía al Brasil.

Desde la mecedora, Encarnación dio dos fuertes palmadas, se abrió la puerta que daba a la sala y volvieron los gigantes transportando a un hombrecito calvo, lívido del susto. Al verlo, Rosas se le fue encima con aire jovial:

- ¡Qué grata sorpresa, Profesor!

- E-el gusto es mío, Ilustrísimo. 

Le pasó su brazo por entre los hombros y lo apretó con fuerza:

- El hombre parece algo desmejorado, Encarnación, ¿por qué no le cebás un verde?

- Le agradecería que no, señor, el mate me produce gastritis.

Encarnación cargó de agua el porongo con pie de alpaca y se lo plantó delante. El Profesor lo agarró y sorbió con una sonrisa perruna.

- Y cuente, ¿qué anda pasando con esas clases?

- Lento pero progresan, señor. La señorita a veces está algo distraída.

- ¿Y usted no tiene autoridad? ¡Castíguela, hombre!

Al profesor se le pintó una expresión de espanto:

- ¡No, cómo voy a hacer eso!

Rosas cambió la expresión, meditabundo, giró en torno del docente, apoyó la mano derecha en su espalda encorvada y tomándose el empeine del mismo lado se ocupó en estirar cuádriceps:

- Profesor, le tengo que hacer una pregunta, necesito escuchar su opinión de ciudadano: ¿qué piensa de la industria ganadera, cree que está llamada a jugar un rol importante en la economía de estas Provincias?

El hombrecito se desconcertó:

- S-soy profesor de música, señor.

Encarnación, reaccionó:

- Es verdad, qué tiene que ver, interrogalo sobre Manuelita.

- Dejame a mí, es importante que responda, mi amor. 

Se hizo una pausa, el profesor se prendió al mate, el agua tibia le provocaba vigorosas arcadas que trataba de desactivar, en consecuencia los ojos se le inundaban de lágrimas y la nuez de Adán le subía y bajaba como un ascensor en cortocircuito. Finalmente, consiguió dominarse:

- Con todo respeto, entiendo que la ganadería, tanto como la agricultura constituyen la riqueza natural de este país. Pero si usted me pregunta, Señor, creo que sería inteligente diversificar la producción. El valor de los commodities puede bajar y para una política exportadora seria, habría que volcarse a la fabricación de productos con mayor valor agregado…

A Rosas le relampaguearon los ojos:

- ¡Escuchás a esta gentuza, Encarnación! Dele nomás, no se interrumpa, continúe.

Al profesor comenzó a temblarle la mandíbula:

- E-entonces para lograr esto, desde el Estado habría que fortalecer la investigación aplicada, el apoyo a las pequeñas y medianas empresas, el desarrollo de nuevas tecnologías. E-elementos que junto a una  agresiva política industrial permitirían la inserción ventajosa de nuestra producción en el mercado internacional.

Con las mejillas encarnadas, mientras lo escuchaba, el Brigadier General se puso a marchar como un poseso por la galería. El docente pareció presentir el peligro:

-  Igual no me haga caso, su Excelencia, por ahí estoy diciendo disparates. Yo más bien quería comentarle algo respecto a la guardia personal de la niña Manuelita.

- ¿Los muchachos de la Mazorca? ¿Qué pasa con ellos?

- Qué por su culpa he perdido a casi todo el alumnado.

- Es verdad, a veces se toman las cosas demasiado a pecho.
Encarnación se encrespó:

- No estoy de acuerdo, Juan Manuel. No veo que tiene de malo invitar a la gente a usar la divisa punzó. Incluso se las prenden ellos mismos.

- Con clavos de techo, Señora.

El Restaurador largó una carcajada:

- ¡No sea maricón, hombre! Bueno, la entrevista llegó a su fin, escúcheme atentamente: le pido que abandonemos toda esa paparruchada de Vivaldi y Beethoven y para la semana que viene quiero a Manuelita tocando el Minué Federal, algún Cielito y agréguele también algo de Roberto Rimoldi Fraga. ¿Entendido?

Rosas dirigió una mirada impaciente hacia la puerta de la sala, los Mazorqueros como por transmisión de pensamiento salieron en busca del docente.

Encarnación pareció recordar algo:

- Ah, profesor -la Primera Dama levantó del revistero un vistoso rebenque de tiento trenzado y lo elevó hacia su marido.

- Es verdad –dijo él- Tome un obsequio. Cuando llega a su casa se me desnuda y se da cincuenta huascazos en el lomo.

El hombrecito lo miró atontado por el pánico:
- Pero, ¿por qué?
El Restaurador se aproximó con aire jovial, lo tomó por ambos hombros y lo miró de lleno con sus soberbios ojos del color del mar:

- Uno nunca sabe donde se esconden los enemigos de la Santa Federación, ¿no le parece?

El docente procuró sonreír:

- Gracias, Ilustrísimo.

La galería quedó en silencio, la semioscuridad tibia y húmeda del parque ahora se había poblado de luciérnagas. Rosas se mantuvo tieso, con expresión reconcentrada, contemplando la línea de eucaliptos que ahora eran un muro infranqueable de sombra.
-  “Diversificar la producción”, “commoditties”. ¿Estos tilingos ilustrados dónde se creen que viven?

De golpe la inquietud y el malestar volvieron con fuerza y sintió un puño apretado adentro del pecho.

- Mañana temprano salgo para la estancia -dijo sin volverse.
Encarnación lo miró largo rato sin responder. Como sucedía cada vez que estaban solos, él se sintió en falta.

La mujer se incorporó con lentitud y fue en su busca:
- Haceme el favor de dejar de quejarte un poco y venir
.

Lo tomó por la cintura, lo condujo hasta la mecedora y se ubicó a sus espaldas. El Restaurador, entonces, sintió las manos firmes en los hombros, en el cuello, en la base de la nuca, y se dejó masajear. Se le ocurrió pensar que era un hombre afortunado, que en medio  la vorágine del ejercicio del poder junto a aquella mujer nada grave podía sucederle.

- ¿Encarnación?

- ¿Sí?

- ¿Todavía nos amamos?

- Claro, Juan Manuel, todavía nos amamos.






No hay comentarios:

Publicar un comentario