Como todo argentino que se precie odio a mi telefónica,
aborrezco hasta el cordón de los zapatos a esta gran empresa multinacional que
lucra con la necesidad de la gente y luego de embolsar nuestros magros ingresos
se los lleva al exterior. La sola enumeración de los abusos, el mal servicio,
cuando no la abierta estafa con la confección de facturas en las que se
necesita un egiptólogo para comprender lo qué se está pagando, alcanzarían para
llenar un libro de quejas de diez tomos. Ahora bien, lo que hoy me sucedió, sin
temor a exagerar, bien podría postularse para el Guinness de la
irresponsabilidad y el destrato humanos.
En principio pido disculpas por no haberme presentado,
todavía me dura la taquicardia y un leve temblor en el párpado derecho. Mi
nombre es Juan Palín, tengo esposa y un hijo de cinco años, vivo en el barrio
de Congreso, soy cobrador de una entidad de bien público (la Asociación
Nacional de Teatristas Callejeros Retirados) actividad que –como es lógico- me
obliga a estar fuera del hogar la mayor parte del día. Como además hago
trabajos de empapelado y colocación de cortinas a domicilio, llevo en todo
momento el celular activado y cada tanto levanto los mensajes recibidos en la
línea fija de mi casa por si llama algún cliente.
La mañana de hoy fue particularmente atareada: arranqué
temprano, desayuné con mi mujer antes de que saliese para su oficina, le di la
leche y llevé a Nico al Jardín e inicié el primer recorrido: dos cobranzas por
la zona de Retiro, tres por los alrededores del Correo Central, dos en
Constitución y visité a una viuda que necesitaba redecorar una sala de costura
para su cumpleaños de setenta.
Hacía el mediodía almorcé en una fonda en la zona de
bancos y como tenía pendiente un presupuesto del día anterior, llamé desde el
celular al buzón de mensajes de mi casa para saber si había tenido respuesta.
Era la una de la tarde, lo recuerdo porque mientras pagaba y salía a la calle,
en el televisor del bar pasaban un informe sobre la salud de Sandro y el notero
antes de comenzar dijo la hora.
Para quien nunca ha utilizado el sistema de buzón de
llamados, cuando se quieren levantar los mensajes hay que llamar al propio
teléfono de línea, se deja sonar hasta que atiende el contestador automático,
generalmente esto sucede a los cinco llamados, siguiendo las instrucciones de
una voz grabada se pulsa asterisco y una clave de cuatro dígitos previamente establecida
y así se accede a la cola de mensajes recibidos, se los escucha y luego se
tiene la opción de guardarlos o borrarlos.
Estoy, entonces, saliendo del bar, decido caminar por San
Martín en dirección a Plaza de Mayo cuando marco mi número, se establece la
comunicación, me dispongo a esperar los cinco timbres acostumbrados cuando a
los dos alguien descuelga y dice “hola” (primer escalofrío, pues en mi casa a
esa hora no debe haber nadie); y en ese “hola” por timbre, modulación, tono,
intensidad, etc., reconozco a mi propia voz diciendo “hola” (segundo
escalofrío, este, como es lógico, de unos 6.5 grados en la escala Ritcher) ¿Se
puede imaginar algo más aterrador? Intenten ponerse por un segundo en mi piel:
¿qué hubiesen hecho? Para mi sorpresa mi comportamiento fue de lo más digno: no
grité, no me puse a correr como un desaforado, no me desmayé, debe haber
ayudado el hecho de encontrarme entre esa multitud ruidosa en hora pico y a
plena luz del día. Sólo atiné a cortar.
Inmediatamente me sucedió que dudé de lo que había
pasado. Innumerables son los factores que pueden provocar una alucinación
auditiva: la fiebre, por ejemplo, el estrés postraumático, sin contar el ácido
lisérgico o la esquizofrenia. Sólo necesitaba confirmar que se trataba de una
pura imaginación y para eso se hacía necesaria una única cosa: volver a llamar.
Lo hice, dos timbres, levantan en tubo y otra vez mi voz, ahora con un
principio de impaciencia, diciendo “hola”. Enmudecí por segunda vez pero esta
vez no colgué, pensé a velocidad qué hacer: podía preguntar con quién estaba
hablando para desenmascarar al impostor, o hacerle decir el número para
constatar si era el correcto. De golpe escuche “¿Quien es, Juan?”, era Martina,
mi mujer. “¡Vení, papi!”. “¡Nico, te dije que vayas a bañarte!”. ¿También
estaba mi hijo? La voz volvió a decir nuevamente “hola” y ahora sí, con un
temblor en todo el cuerpo, corté.
Me quedé como un zombie en mitad de una calle, sin saber
muy bien dónde estaba ni qué sucedía. Evidentemente no se trataba de una alucinación.
Aunque resultaba extraño que Martina y Nico en ese horario estuviesen en casa
eran sus voces, sin lugar a dudas. Sin contar con la del tipo que había
atendido, que si no era mi propia voz, puesto que yo estaba aquí y no allí y
uno -que yo sepa- hasta ahora no puede duplicarse, era la de un imitador
condenadamente inspirado.
No tenía muchas opciones, debía ir y enfrentar la
situación. Paré un taxi y di la dirección de mi casa.
El viaje, a pesar del tránsito, en mi percepción duró lo
que un parpadeo. Cuando llegué, la verdad sea dicha, me flaqueó el valor y tuve
que dar una vuelta a la manzana para pensar la mejor forma de encarar el
problema.
Decidí usar la llave de la entrada al edificio y
apersonarme directamente en el piso nueve para tomar el toro por las astas.
- Hola –dijo mi mujer al abrir, se plantó y percibí que
me estudiaba por un par de interminables segundos- ¡Pero pasá! ¡No te quedés
ahí! No hay dudas de que sos pariente de Juan.
Conozco bien a Martina, estamos juntos hace trece años y
creo que he aprendido a distinguir cuando está fingiendo. Si algo podía
asegurar ahora era que no me reconocía.
- Salió a buscar una pizza para la cena. Ya vuelve ¿Sabe
que venías?
Del pasillo veo aparecer a Nico abrazado a su muñeco
inflable de Bart Simpson.
- ¿Vos quién sos? –me dice.
Aquí sentí un principio de nausea y se me bajó
violentamente la presión. Mi mujer lo comprendió:
- ¿Te sentís mal? Nico, andá a traerle un vaso de agua al
señor.
- No, no, ya se me pasa, sólo necesito sentarme –dije y
fui hasta el sofá.
En ese momento escuché la llave en la puerta de entrada y
vi entrar al otro. Traía una pizza en la mano, llevaba mis bermudas azules con
mi remera desteñida de Los Redondos.
- Juan, vino tu primo.
Tenía mi mismo corte de pelo, nuestro parecido era
perturbador.
- ¡Mirá vos, qué sorpresa! –dijo el falso yo muy
sonriente- ¿Sos el hijo del tío Miguel, el de Carlos Casares?
- Se parecen un montón –agregó mi mujer.
- ¿Cómo te llamás? ¡Hablá, che, somos familia! –presionó
con jovialidad el tipo.
- Juan.
- ¿Es una broma? –dudó Martina.
- No, no, puede ser. Hay un montón de Juan en la familia
–aclaró el impostor.
Hasta allí pude contenerme. Me incorporé de un salto y
grité:
- ¡SOY JUAN PALÍN, NO SOY NINGÚN PRIMO TUYO, NI UN
CARAJO! ¡Y VOS SOS UN FARSANTE QUE SE APODERÓ DE MI CASA Y MI FAMILIA!
Con un movimiento que ahora juzgo algo aparatoso me llevé
la mano al bolsillo trasero del pantalón. El otro se adelantó protegiendo con un
brazo a mi mujer. En lugar de una Beretta a repetición saqué el
portadocumentos, de él extraje la cédula y la levanté como si se tratase de la
prueba irrefutable de un triple homicidio.
Martina abrió la boca con un gesto de asombro muy suyo.
- ¿Vos no serás el que llamó hace un rato? –dijo el falso
yo.
- Ay, Juan, es un psicópata y yo lo dejé entrar. Vos
vigilalo que llamo al 911.
Mi presión arterial volvió a caer y empecé a ver todo
negro. Me dirigí como pude hacia la puerta y a los bandazos salí del departamento.
Corrí escaleras abajo, en el tercer piso ya no pude contenerme, abrí la puerta
del cubículo de los residuos y vomité el almuerzo sobre una bolsa del Coto y
tres envases de plástico de Fanta Naranja.
Vagué sin rumbo. Así andaba el mundo –me dije- por algún
fenómeno inexplicable acababa de perderlo todo: hogar, mujer, hijo, mi
colección de etiquetas de cerveza, todo lo conquistado en una vida de trabajo
“plop”, se había esfumado. Peor aún, había sido transferido a la cuenta de un
pervertido que aprovechaba un parecido físico casual para apropiarse de lo
ajeno.
Pensé en llamar a un amigo, que alguien me dijera si
seguía siendo Juan Palín o si había pasado a ser otro. No, serenidad
–reflexioné- soy un ser pensante, no tengo que desesperar. Sólo necesito hacer
un raconto de lo sucedido. ¿Cuándo había comenzado todo? La respuesta se caía
de su propio peso: con la llamada telefónica para recoger mis mensajes.
Había caminado durante casi una hora sin rumbo, reconocí
la calle Uruguay, el localcito donde llevo a arreglar mi PC, la calle Viamonte
y –milagro o casualidad- de golpe me encontré frente a la arcada de mi compañía
de teléfonos. Decidí seguir el impulso y entré.
Me repugnan la imponencia y la modernidad de estos
edificios, ante tamaña estructura el ciudadano de a pie no sabe bien por qué
pero se siente en falta, se empequeñece; esa es la estrategia que utilizan
estas empresas para violar sistemáticamente nuestros derechos más elementales.
El mostrador de informes, puro vidrio polarizado y acero parecía una especie de
nave intergaláctica. Me detuve ante la tripulante, una rubia de trajecito azul
con cara de sueño. ¿A qué oficina debía dirigir mi planteo?
- Señorita, mire vengo por algo difícil de explicar…
- El buzón de mensajes –me interrumpió.
- ¿Cómo lo sabe?
- No se preocupe, los reconozco por la expresión ni bien
trasponen la puerta giratoria –dijo- Suba al segundo piso, al fondo del
pasillo, oficina 311.
Fui hacia donde me indicaba, subí en el ascensor. La
recepcionista había dicho “los reconozco” -pensé- ¿Significaba eso que había
más en mi situación, que no estaba solo con mi sufrimiento? En el box 311 me
esperaba un tipo de traje gris de mediana edad.
- Siéntese y dígame su
número de teléfono, por favor.
- 43838261
- Señor Juan Palín, ¿no es así?
Moví la cabeza. El tipo se puso a teclear en su terminal
con un gesto de concentración extrema:
- Bien, usted seguramente debe haber llamado a su línea
para recoger sus mensajes y allí se inició el desajuste.
- ¿Si para usted es un desajuste? –dije sin poder
contenerme.
El empleado levantó la vista de la pantalla y armó en el
acto una sonrisa impostada:
- Despreocúpese que esto tiene solución. Primero vamos a
chequear la línea. Aguarde un segundo. –volvió a teclear- Efectivamente usted
está en el área de implementación del nuevo sistema de buzón de mensajes.
- ¿Nuevo sistema?
- Sí. El otro nos quedó chico y tuvimos que cambiarlo.
Por suerte ha sido un área reducida y los damnificados son pocos.
La parsimonia del tipo comenzó a ponerme nervioso.
- Mire, estoy con este tema desde temprano y la verdad es
que estoy algo cansado ¿Me podría decir qué sucede?
- Hemos tenido un inconveniente con el sistema, una cosa
totalmente involuntaria, se nos desprogramó el uso horario y cuando usted llamó
a su domicilio su teléfono adelantaba exactamente siete horas.
- No entendiendo
- A ver… -volvió a espiar en el monitor- En los registros
me figura que usted hizo la última llamada a la una de la tarde. ¿Es correcto?
- Sí.
- Bueno, usted marcó a la una de la tarde, pero por el
desajuste del que le estoy hablando esa llamada fue recibida en su hogar a las
ocho de la noche. Fíjese, aquí en la pantalla se consigna claramente.
El tipo hizo girar el monitor pero yo no lo miré:
- ¿Y entonces?
- ¿A esa hora normalmente usted ya está de vuelta en su
hogar?
Moví la cabeza afirmando.
- Correcto. Entonces esa llamada fue atendida por usted
mismo.
Me zumbaron los oídos y me incorporé de un salto:
- Dígame, ¿esto es alguna especie de cámara sorpresa?
¿Usted me está jodiendo?
- No señor, tranquilícese. Esta empresa…
- Esta empresa es una vergüenza –lo corté ya abiertamente
descontrolado- No sólo llamé a mi casa y me atendió un extraño, sino que fui
hasta mi hogar. Ahora mismo, culpa de esa desprogramación del uso horario del
orto de la que usted me habla, hay un tipo haciéndose pasar por mí…
Sin darme cuenta había comenzado a gritar:
- MÍ MUJER ME DESCONOCE, MI HIJO LLAMA A ESE TIPO PAPÁ,
ESTOY EN LA CALLE. ¿LE PARECE GRACIOSO? ¿QUIERE QUE NOS RIAMOS JUNTOS? ¡DELE,
JA-JA-JA!
A mis espaldas había comenzado a juntarse gente de los
box vecinos, yo sentía que la cara me ardía. El tipo, con expresión de espanto,
se puso a tartamudear:
- ¡S-señor, por favor! L-le repito, no se trata de ningún
impostor, con quien usted inicialmente habló y luego a quien vio es a usted
mismo exactamente dentro de –miró su reloj pulsera- dos horas y cuarto. ¿Termina
de entender?
Cerré el puño derecho dispuesto a pegarle en la boca,
pero entonces recordé dos detalles que en su momento me habían causado
extrañeza pero que con los nervios había terminado por olvidar: cuando llamé a
mi casa me pareció extraño que a esa hora estuviesen mi mujer y mi hijo, cuando
debían estar en la oficina y en el jardín de infantes respectivamente, y luego
cuando me apersoné en mi hogar eran cerca de las dos de la tarde y el impostor
se había aparecido trayendo una pizza para la cena. Entonces, ¿en qué
quedábamos? ¿Debía creerle a este espantapájaros?
El empleado, ajeno a mis pensamientos, había vuelto a
teclear en su terminal:
- Aguárdeme otro segundo, lo estoy normalizando en este
preciso instante. Ya está, solucionado, vaya tranquilo nomás, va a ver que en
su casa ya va a estar todo normal.
- ¿Cómo “todo normal”? ¿Me sigue tomando para el joda? Mi
mujer puede comprenderlo, pero a mi hijo Nico lo tenemos con psicopedagoga,
sufre de terrores nocturnos. ¿Cómo va a entender la tarde que tuvo dos padres?
¿La telefónica se va a hacer cargo del tratamiento psicológico? ¿Me asegura que
no le van a quedar secuelas?
- No termina de entender, lo que hice fue volver a
programar su teléfono a la hora actual, a partir de este momento lo que usted,
su mujer y su hijo vivieron no sucedió nunca, ¿me sigue?
- Más o menos.
- Respóndame a una pregunta sencilla: usted podría
recordar lo que va a suceder dentro de seis horas.
- No.
- Es lo que le estoy diciendo. Su hijo y su mujer
tampoco.
Dicho esto, el empleado se puso de pie e impostó otra
gran sonrisa con la evidente intención de despacharme.
- La empresa se disculpa por el error, para compensarlo
la próxima factura le va a llegar con un importante descuento. Además va a
recibir como obsequio dos entradas para el próximo recital de Madonna en la
Argentina.
Me retiré todavía sumido en la confusión, sentía un odio
amargo y al mismo tiempo la imposibilidad de descargarlo con alguien. ¿Qué
hacer, prender fuego el edificio? ¿Esperar a que saliese el personal y atentar
contra este pobre empleado? Se me ocurrió imaginar una docena de gruesos libros
de quejas de tapas duras y rugosas enrollados con una poderosa prensa
hidráulica hasta obtener doce compactos cilindros para meter por el culo al
directorio completo de la telefónica. Con eso me sentí un poco mejor.
Decidí volver caminando a mi casa para terminar de
tranquilizarme. Cuando llegué abracé con fuerza a mi mujer y a mi hijo (en
definitiva, había recuperado a mi familia) Martina me miró extrañada. Me dijo:
- ¿Te sentís bien?