viernes, 14 de noviembre de 2014

Bicho Martínez ataca

Si le soy sincero, si le soy absolutamente franco, no creo que para alguien como yo esté tan mal algo así: vivir a cielo abierto, en medio del campo inculto, junto a esta zanja florida. Tal vez sea lo más parecido a mi hábitat natural y “la naturaleza busca su propio equilibrio”, como dice Sócrates Batiatto, el filósofo del programa de las once. Y entonces, el hecho de haber caído en una ciudad llena de “caminadores rápidos” no haya sido más que una circunstancia trágica, una falla, una desviación. No lo sé. ¡Pobre Gastón!, quizás no es así y yo soy el único responsable de lo sucedido. ¡En fin!... Lo que sí le pido es que mientras hablamos no se aproxime, porque cuando atravesemos los momentos álgidos me voy a poner algo crispado y puede ser un problema.
   Mi nombre es  Martínez, Bicho Martínez. Así me bautizó Andreas. "Viru¬lentis ab ovo guriguri parvo", escribió en un cartelito mecanografiado que prendió de la jaula. ¿Y eso qué quiere decir?, le preguntó la mujer. ¡Es la denominación científica!, le contestó con una sonrisa torcida Andreas y lo mismo repitió a cada cliente que entraba y, siempre de lejos, miraba para mi lado: la  fila de las jaulas grandes, después del tucán y la iguana, junto al alimento balanceado para cachorros medianos.
   Lo de ese cartelito vergonzoso no era más  que otra de sus patrañas:
- ¡Siempre que no  sepas la procedencia de la mercadería pone un bolazo en latín, los idiotas se pasman y compran a cualquier precio!...-instruía mecánicamente Andreas a su mujer. Porque para  el griego nunca fuimos más que eso: como una bolsa de alpiste, o el respirador de las peceras, artículos de consumo, mercadería.
   Usted hoy preguntaba sobre mi origen: no puedo responder. No por mala voluntad, salvo alguna vaga imagen de mi primer año de vida, un par de escenas borrosas donde desde algún lugar alto que puede ser un promontorio rocoso o la rama de un árbol, veo a mi padre derivando panza arriba en un pantano de aguas pútridas y a mi madre acercándose y sonriéndome con sus ojos dulces, con un mono silbador entre las fauces, casi lo único que recuerdo es la cara de Andreas. Es como si toda mi vida hubiese transcurrido en esa jaula, junto a una serie intercambiable de compañeros de encierro, todos invariablemente tristes y consumidos, el televisor encendido a todo volumen, Andreas y la mujer.
-  ¡Mire qué fenómeno! -agitaba los brazos el griego cada vez  que entraba  alguien. Era su gran momento, los clientes vivían la actuación y se la creían, aunque yo veía que sus ojos pequeños se mantenían fijos, como muertos.
- ¡Fíjese el color tornasolado del plumaje, la cola prensil, observe el diseño geométrico del caparazón! ¡Así como lo ve, ha sido traído directamente de la costa sud-sudeste de las  islas Kuriles! ¡Acérquese, hombre, no sea miedoso! ¡Es inteligentísimo, observe como mira televisión!
Porque cada vez que empezaba con la sarta de mentiras yo me ponía tan agitado que empezaban a castañetearme los colmillos y buscando una salida clavaba la vista en la pantalla azul.
   También desde que tengo  memoria  quiso venderme, que me llevaran a cualquier precio; y en el último tiempo creo  que si alguien se hubiese interesado, hasta me habría regalado. Por eso,  a  la hora de cerrar, yo puntualmente debía pagar el derecho a la jaula. La de Andreas era la psicología típica del “hombre golpeador”, el modelo exacto descripto por el panel de psicólogos de las cuatro. Tenía una forma escrupulosa de ejercer la violencia, como un monje fanático cumpliendo con un mandato arcaico, si me permite la imagen. Procedía siempre igual: de la trastienda traía una botella y abría la libreta mugrienta donde garabateaba sus anotaciones y mientras hacía la caja, entre copa y copa, lentamente, parecía como si los números de algún modo lo guiaran hacia mi jaula y a la distancia me clavaba sus ojitos:
-  ¡Ni tres hipopótamos ni cinco leones comen lo que vos lastras, bestia!...-decía torciendo la boca y, normalmente, agarraba el lampazo.
- ¡Mañana mismo te llevo a una laguna  y te ahogo! -decía y pasando el palo por entre los barrotes iniciaba la ceremonia. Como única defensa yo intentaba arrancarle la escoba de un zarpazo, pero era peor: se ponía histérico:
- ¡Ah, sí! ¡Ah, sí! –decía, y dando saltitos de satisfacción iba al fondo y volvía con el escobillón, o la pala rota del jardín, y no había más remedio que agachar la cabeza y soportar el castigo.
   Hasta  el día que entró Gastón, un muchacho pálido, delgado, con una expresión en la cara que aún hoy me sigue pareciendo extraordinaria, cómo describírsela sin decir una soncera: una cara como de distracción atenta. Entró buscando una bolsa  de alpiste para el canario:
- ¡Mire qué fenómeno! -arrancó Andreas y enton¬ces ocurrió lo que no había sucedido en todo ese tiempo: Gastón se  acercó   y sin ningún tipo de precauciones inclinó la cabeza y me miró:
-  ¡Qué lindos ojos azules! -dijo y a  continuación,  algo todavía más  increíble, me dijo: Te  voy  a llevar...
Aunque de naturaleza ignota para la Zoología, soy un ser sumamente emotivo: debajo de las plumas del pecho me golpeó el corazón y empezó a faltarme el aire. Nunca nadie se había acercado así a mi jaula, ni había reparado en mis ojos, ni mucho menos me había hablado. Comprenderá mi estupor.
Andreas, como es lógico, tampoco lo podía creer:
-  ¡E-efectivamente,  fíjese bien, son ojos de perro siberiano, premolares y colmillos de coco¬drilo del Amazonas! ¡Es muy guardián y además sabe multiplicar! ¡En suma, un caso único!...-      
declamaba, mientras de reojo estudiaba la reacción de su víctima.
Algo repulsivo. Y si  quiere  que hablemos con sinceridad, creo que lo que pasó a continuación, Andreas se lo tenía merecido. Cuidado, no quiero justificar nada, si bien gracias a sus mentiras yo pude salir de esa jaula, eso no quita que haya engañado a tanta gente.
   Cuando  acto seguido Gastón le dijo que me llevaba, fue hasta el mostrador  y le pidió a la mujer una bolsa de alpiste, yo me puse tan  frenético  que empezaron a castañetearme los colmillos. Hasta allí nunca había sucedido, pero aquel temblor  que en cuestión de segundos se trasformó en una serie de espasmos y sacudidas bastante incómodas, vaya uno a saber por qué (instinto podrá decir usted tal vez con razón) comprendí lo que significaban. Y la verdad es que no hice mucho para evitarlo: ni bien Andreas introdujo la llave en el candado, corrió el pasador y abrió la puerta del jaulón, abrí las fauces y  me lo comí.

   ¡Que  soy guardián es uno más de tantos embustes, guardián puede ser Rintintín, Lassie, perros entrenados, verdaderos mastines, a ver si soy claro! Yo no soy perro, no sé ladrar y generalmente me asusto y me excito por casi  todo. Además,   ¿a quién podría correr con estas extremidades de palmípedo? Pero sin embargo sé multiplicar, es lo único en lo que el extinto no mintió. Aprendí en el programa de juegos de los sábados y vaya uno a saber por qué me quedó.  Después, como los gatos monteses dormían casi todo el tiempo y con los  pájaros no había diálogo posible, las horas de la tarde que eran las más largas, me las pasaba viendo televisión y multiplicando.
   Cuando   con   Gastón   salimos  a la calle, yo todavía temblaba, el cuerpo del griego en mi estómago era una bola compacta que me producía una sensación de hinchazón. Pero de golpe experimenté algo notable: ¡El aire de la calle, vaya fenómeno! A través de la vidriera muchas veces yo había contemplado mecerse a las hojas de los árboles, trataba de recordar, de reconstruir en la memoria cómo era aquella sensación, buscaba inspiración en el ventilador de techo de Andreas, en el corto soplo que entraba cada vez que algún cliente abría la puerta en un día ventoso, pero nada que hacer. Ahora comprobaba que nunca me había aproximado siquiera a lo que en verdad es el aire de la calle. ¡Y del sol, de la tibieza mullida del  sol, mejor ni hablar! Una palmada levísima que se le posa a uno en el lomo y de a poco lo va aplacando, aplacando... ¡Discúlpeme, explicarle semejante obviedad, no!
   Como decía, allí estábamos en la puerta del negocio, yo temblando y con los  ojos ciegos por el resplandor y Gastón esperando a  que me adaptara. Cuando nos pusimos en movimiento,  noté que la vereda empezaba a llenarse de gente.
- ¡Tranquilo! -me susurró Gastón y me ajustó la correa al cuello.
En su mayoría eran “caminadores rápidos”. Le explico el concepto: desde hace algunos años,  de tanto observar por la vidriera de la veterinaria yo había urdido una tipificación que creo bastante apropiada y que divide a la gente de las grandes urbes en ‘caminadores rápidos’, ‘caminadores medium’ y ‘gente que pasea’. Los ‘caminadores rápidos’ tienen la particularidad de marchar por una vereda y cruzar intempestivamente a la de enfrente hablando todo el tiempo por teléfono celular;  a su paso podrán suceder fenómenos extravagantes: que una ronda de ancianos desnudos se ponga a hacer tumba-carneros, por poner un ejemplo grosero,  que se detendrán un segundo, dirán ‘qué barbaridad’ y seguirán su camino sin inmutarse. Los ‘caminadores medium’, en cambio,  andan con la frente inclinada hacia el piso como intentando calcular la ubicación exacta del sistema cloacal, son bastante menos expeditivos y cada tanto parecen reaccionar, abren desmesuradamente los ojos como si un recuerdo inesperado los obligase a despertar. Finalmente está la ‘gente que pasea’, que no camina en el sentido estricto sino que parece navegar, andan como si resbalasen por la vida sin un destino preciso, van y vuelven sobre sus pasos, observando la arquitectura de los techos o el comportamiento migratorio de las aves. De los tres, estos son las víctimas de los accidentes de tránsito. Andreas era ‘caminador rápido’, Gastón es claramente ‘gente que pasea’ y usted, si bien aún no nos conocemos, creo que también, a lo sumo un ‘caminador medium’ moderado.
   Al cruzarse con nosotros, entonces, esta gente se volvía, me escudriñaba con ojos distraídos, decía ‘qué barbaridad’ y retomaba su camino.  A la  primera cuadra de marcha, descubrí que  era más pesado de lo que imaginaba, el caparazón sobre todo, lo sentía como un encofrado de hormigón que me vencía las rodillas. Pensé que no podría avanzar mucho, por suerte  la casa  de Gastón no quedaba lejos. Subimos en  ascensor, Gastón vivía en un noveno piso.  Cuando metió la llave en la cerradura y abrió la puerta, vi  a una  mujer pequeña sentada en un sillón hablando por teléfono, que  me miró, abrió la boca y soltó el tubo todo en un mismo movimiento.  El teléfono cayó al piso con un sonido hueco.
- ¡Tranquilo! -me dijo Gastón. Me desprendió la correa del  cuello  y  se  acercó  a la mujer:
- ¿Te gusta, Nora? ¡Mirá que lindos ojos azules tiene! -dijo. La mujer pequeña  nos medía a uno y a otro, estupefacta. A continuación se levantó y dando saltitos desapareció tras una puerta.
Estaba shoqueada, razoné, era más que lógico, cuando a uno le suceden cosas que no le pasaron nunca, se perturba. Y para ella, sin dudas, yo era algo que no le  había sucedido nunca.
Gastón  fue tras la mujer pequeña y cerró la puerta. Escuché una voz chillona y excitada:
-  ¡Siempre lo mismo, Gastón! ¡Nuestro  matrimonio así va camino al fracaso! ¡Haceme el favor, mientras tengamos ‘eso’ acá, ponelo en el lavadero y  cerrá la puerta!..
Al rato Gastón salió un poco más pálido.
- ¡Tranquilo!...-me dijo. Y mientras volvía a ponerme la correa, me miró con tal expresión de tristeza, que por un momento estuve tentado de estrecharlo en un abrazo, no sé, de palmearle la espalda y decirle como Facundo Lux-Arriaga en “Dos por la pasión”: ¡Amigo mío, estoy contigo!...
   El lavadero era un sitio pequeño y oscuro,  casi  como la jaula, pero sin vidrieras hacia el mundo exterior.  Había una locura de trastos,  estantes con latas de pintura, botellas, una estufa vieja,  fuentones,  una montaña de ropa, un lavarropas y algunas otras cosas que en la penumbra no alcanzaba a distinguir. El olor acre a humedad mareaba.
-  ¡Guuurl  -guuurl! -escuché. ¿Serían  las cañerías que se quejaban así? Esos ruidos, el estar tan apretado, la idea de que la mujer pequeña me dejaría ence¬rrado allí para siempre, me llenaron de tal desazón que otra vez volvió el temblor,  los espasmos, las convulsiones, abrí las fauces y, sin poder dominarme me tragué una de  las estanterías con  cinco latas de pintura, el atado de ropa para planchar, una pecera en desuso y la caja del jabón en polvo.
   ¿Qué hacer, cómo evitar esas crisis? No crea que es algo de lo que me despreocupo, sé que existen el yoga, las terapias de relajación, el psicoanálisis, la medicina alternativa y la convencional, sé que hay drogas poderosas que actúan sobre la química del cerebro; pero sin descreer en los efectos que todo esto puede lograr en un organismo virgen para la ciencia, sospecho que es algo más profundo, un problema que tal vez tiene que ver con el Origen, con la raíz indescifrable de la vida; y es en ese sustrato difícil y poco accesible donde debe buscarse la respuesta.
   No  sé cuanto tiempo pasé en el lavadero, lo que  sí  re¬cuerdo es que para que el tiempo transcurriera, me puse a multiplicar números binarios positivos por decenas alternadas de tres cifras, en un momento sentí unos pasos y la puerta que se abría: era Gastón,  que me decía que lo siguiera hasta la cocina.
- ¿Qué le vamos a dar de comer? -preguntaba la mujer pequeña. Noté que había cambiado de ropa, ahora vestía un deshabillé bordó, el cabello enroscado en dos grandes ruleros y me miraba de reojo como esos clientes que curioseaban de lejos, y Andreas trataba de convencer sin éxito. De golpe, algo me hizo sacudir. Nora dejó caer la ensaladera al piso:
- ¡Hay, Gastón! ¿Qué le pasa, qué tiene?
- ¡Tranquila, Norita!
- ¡Hacé algo, no ves que está rabioso, le sale espuma por la boca y va a atacarnos!..
¿Usted cree en el destino? Yo soy un convencido, los budistas dicen que cada acción de esta vida tiene un premio o un castigo en la otra, a eso le llaman ‘karma’,  mi karma dice que en los peores momentos a mí me suceden los percances menos convenientes, vaya uno a saber cuál será la contraparte de esto en mi otra vida: creo que fue la caja de jabón  en polvo que al entrar en contacto con los líquidos digestivos del estómago inició la reacción que me provocó el ataque de hipo.
- ¡Es repugnante! ¡Solo a vos se te ocurre traer a casa algo así!...
La espuma brotaba de mis fauces en una gran nube blanca y se derramaba rumbo al living, era una avalancha deslumbrante que en otras circunstancias, le aseguro, hubiese sido una cosa digna de contemplar. Mien¬tras tanto, Gastón intentaba serenar a su mujer:
- ¡En la veterinaria me lo aseguraron, Norita, es mucho más guardián que cualquier perro!...
¡Pobre Gastón! Repetía como un perico las palabras del griego. ¿Creía realmente en ellas? Si usted me lo pregunta ahora, le diría que no, y aunque no tengo forma de probarlo porque nunca me atreví a preguntárselo, creo que Gastón sabía lo que hacía desde un principio. No sé, a medida que le cuento, reflexiono sobre esta combinación de sucesos encimados unos sobre otros, donde conviven seres como Andreas y espíritus excepcionales como el de Gastón, sin el que nunca hubiese salido al mundo exterior, sin el que no podría haber llegado hasta aquí, donde nos encontramos tan a gusto usted y yo, pero, fundamentalmente, sin el que no hubiese conocido a la hermosa, la inolvidable Aurora.
   Después de cada mala experiencia se da una buena. ¿Hay un dicho popular que habla de algo así, no es cierto? El movimiento pendular,  parte del equilibrio inestable en que se desenvuelve el Universo. Gracias al ataque de hipo, decía,  pude conocer al amor de mi vida, la bella y sacrificada Aurora. Mientras la mujer pequeña escurría la espuma con un secador y comenzaban a almorzar, Gastón me dijo que circulara un poco para que se me pasara  el  hipo.
- ¡Si quiere caminar que camine, pero más vale que no se meta en mi taller! - lo amenazó  la mujer pequeña. Como supe a continuación, Nora era modista especializada en vestidos de novias y madrinas.
   Salí  al living estrecho y en penumbras, junto al sillón había una mesa llena de fotos,  un ventanal que daba a la calle y junto al ventanal una puerta entreabierta. Había demasiados muebles, me moví despacio tratando de no tirar  nada y fui hacia la puerta, asomé la cabeza  y ¡glup!  allí  estaba: altísima, delgada, con un vestido increíble (¡más linda, qué digo, muchísimo más linda que cualquiera de esas mocosas que presentan las colecciones de París y Nueva York en el Canal de la Mujer!): Aurora. Y ahora es usted quien me tiene que ayudar, porque cuando la vi no sé qué ocurrió: bajo las plumas  del pecho sentí una opresión tan intensa y tan rara; nada violento, al contrario, algo como caliente y agradable. Tuve una alucinación: me encontraba en una ciénaga,  perdido en la oscuridad y de golpe un haz de luz se posaba en las púas de mi nuca, era alzado por los aires y empezaba a viajar en la luz, cada vez a más velocidad y a medida que avanzaba, todo era expectativa por algo que me esperaba al llegar y que yo desconocía, algo que sin embargo sospechaba sublime. Fue un incidente confuso y en el tiempo que duró vaya uno a saber la expresión anormal que tendría en la cara, porque cuando volví en mí Aurora me observaba con curiosidad.
   Me recompuse lo más rápido que pude y pensé: tengo que decir algo que la impresione. ¿Pero qué? Me surgían frases sueltas, retengo parlamentos completos de Máximo López-Williams, de Pablo Lafox, de Guido Santamarina en “Historia de un amor canalla”, pero ninguna se adecuaba. Respiré profundo para evitar un bajón de presión y le pregunté algo relacionado al clima:
- Se anuncian lluvias para el domingo -respondió, su voz era de terciopelo- ¡Mi nombre es Aurora!
- ¡Martínez, Bicho Martínez, encantado! –dije. Su buena reacción me hizo renacer el coraje, le dije que había notado que sus bellos ojos denotaban tristeza, si había algo que le causaba displacer.
-  ¡Es muy observador! –dijo y entornó las gruesas pestañas- Efectivamente estoy triste, porque  estoy demasiado tiempo inmóvil. Dígame: ¿Usted sabe lo  que  es  un maniquí?
- ¡Someramente! –respondí.
- Alguien al que le ponen todo el tiempo vestidos de fiesta  pero no va a ninguna...Yo soy un maniquí -dijo  y al pronunciar estas palabras su mirada se volvió tan desolada que me sentí morir. Volví a la jaula, al sonido amortiguado de la calle, al aburrimiento de las horas muertas, al aspecto depresivo de mis compañeros de encierro. ¿Cómo no comprenderla, cómo no experimentar toda aquella angustia, si casi éramos almas gemelas?
Como su mano estaba demasiado alta, con la cola prensil la rodeé por las rodillas:
- ¡No se preocupe -murmuré- si a usted no le incomoda, a partir de hoy voy a venir a visitarla!
En sus pupilas siliconadas se encendió un pequeño brillo:
- ¿Habla en serio?
- ¡Es una promesa!
- ¿Eso quiere decir que ya somos pareja? -preguntó de golpe.
Y aquí sí,  confieso,  me quedé sin palabras. La sexualidad es un tema complejo, me considero bastante ilustrado al respecto, he visto investigaciones serias, he reflexionado y arriesgado conclusiones, pero por lo que le he contado, usted comprenderá que soy alguien ‘técnicamente’ virgen. Ser pareja de otro trae como resultado la unión de los sexos, y que alguien como esta preciosura me propusiese justamente eso, así de golpe y en un día tan cargado de sucesos fuertes... La verdad que me sentí un manojo de nervios y ya no pude hilvanar pensamiento. En tal estado de confusión estaba cuando siento que abren la puerta, me doy vuelta y veo a la mujer pequeña:
- ¡Gastón, "eso" está en mi taller, que salga,  que salga, que salga!...-se puso a berrear como un crío. Apareció Gastón y me ató la correa:
- ¡No está haciendo nada, Nora, tranquilizate! Lo voy a llevar a la plaza...
- ¡Vos estás rematadamente loco! –lo atacó la mujer pequeña.
Pero Gastón, con suavidad la convenció de que no había por qué preocuparse, que a esa hora de la tarde la calle estaba tranquila, que a él también le haría bien estirar las piernas, que no podía suceder nada extraño.
   Y así fue que me vi arrastrado a la calle sin responder a la íntima proposición de mi amada. El hilo invisible de nuestras miradas se tensó, hasta que la puerta del cuarto de costura lo seccionó con un chasquido opaco.
En este mundo extravagante, resulta tan improbable para alguien como yo descubrirse reflejado en los ojos de una compañera. Usted dice que no es casado pero que ha experimentado el amor sensual, comprenderá que haber encontrado a Aurora para mí representaba un milagro, éramos dos soledades que se reconocían en el acto, y cuando sucede algo parecido uno se hace la ilusión que tiene que ser para siempre. Frívola ilusión.
                                                      
- ¡No es lejos, no te preocupes! –procuró tranquilizarme Gastón.
Era una advertencia innecesaria, porque la idea de volver al aire y al sol a mí me había llenado de un entusiasmo casi corpóreo. Cuando se vive una vida de encierro, cosas simples como un paseo pueden transformarse en un valor agregado que uno no termina de agradecer. La marcha igualmente se hizo cuesta arriba y en la última cuadra, con las baldosas salidas y las roturas por los arreglos de gas, mi tracción trasera vaciló en más de una ocasión.
   La plaza era un entramado de callecitas de grava entre rectángulos de césped cuidado, Gastón se sentó en un banco a leer el diario y yo me eché en el pasto  a sentir el sol. Hubiese querido entredormirme estirado en ese colchón mullido y oloroso, pero no pasó mucho que el lugar empezó a poblarse. En su  mayoría eran niños, o sea “gente que pasea”, que se detenían con sus mochilas de colegio y sus bicicletas, y nos señalaban:
- ¡Miren!...
- ¡Parece un dinosaurio!
- ¿Qué será?
Poco a poco se fue armando un círculo en derredor. Gastón primero  dejó de leer el diario:
- Su nombre científico es "viru¬lentis ab ovo guriguri parvo"... –respondía con imperturbable paciencia. Hasta  allí  nada por qué alarmarse, los niños son admirables, todo les da curiosidad, viven como en un estado de exaltación perpetua. Pero a continuación se produjo una avanzada de “caminadores rápidos”, era la hora de cierre de los bancos: corredores de la bolsa, secretarias, auxiliares primeros, señoras con changuitos, empezaron a amontonarse y a murmurar:
- ¿Pero qué es esto?
- ¿Una provocación?
- ¿Una campaña de izquierda?
- ¡Qué barbaridad! –rezongaban e inmediatamente se ponían a analizar la situación económica o a hablar de modas. Llegaron dos camarógrafos de la televisión. Traté de decirle a Gastón que nos fuéramos,  que podía ser peligroso. La multitud empezó a empujar y a apretarnos, yo me asusté, los colmillos empezaron otra vez a castañetearme. En determinado momento los de adelante se nos vinieron encima. Gastón  se incorporó como pudo y me sostuvo de la correa, yo emití un torvo  mugido y se hizo la oscuridad.
   No me pida precisiones, comprenderá que una circunstancia así se vive como una pesadilla, los sentidos entran en cortocircuito, todo suena a irreal: creo que  me tragué cuatro o cinco niños, un anciano con su bastón, dos mochilas, la rueda de una bicicleta, un camarógrafo, treinta y dos metros de cable coaxil, una señora con el changuito y una ligustrina. Con los apretujones y el griterío fue todo muy desprolijo, por  suerte Gastón consiguió hacerse paso y tirando fuerte de  la cuerda, logró rescatarme medio desplumado.
-  ¡Tranquilo, tranquilo! –lo escuchaba repetir como en un salmo mientras marchábamos de regreso al departamento. ¡Pobre Gastón! Yo estaba tranquilo, lo que no podía evitar era sentirme deprimido. El simple hecho de vivir ya produce una tensión con el medio, ¿pero ante tan irreprimible impulso qué armas oponer?¿Cómo impedir estos asaltos? ¿En estas condiciones era posible pensar en una vida en sociedad, en un trabajo, una familia?

   Cuando volvimos Gastón ocultó a la mujer pequeña lo sucedido en la plaza, creo que hizo bien, porque hubiese sido el motivo para otra disputa. A la hora de la cena, si bien ya estaba tranquilo, me sentía algo disperso. En la tele repetían un programa sobre la vida nómada de los Tuaregs, un documental de la BBC que había visto una treintena de veces: ahora apenas si podía seguirlo. Gastón y Nora hablaban animadamente, recuerdo que la mujer pequeña por primera vez se mostraba distendida, me dije que no tenía una fea sonrisa, en definitiva algo bueno debía ofrecer para que Gastón la hubiese elegido. En la pantalla azul, una mujer tuaregs acondicionaba su tienda de campaña, y entonces sucedió algo tan vergonzoso que me cuesta recordarlo: en un momento cerré los ojos y se me presentó la imagen de mi amada. Perdidos en la anchura del desierto, en plena noche africana, allí estábamos Aurora y yo en nuestra tienda nupcial, ella con un sayón de tosco género y debajo sin ropa interior. Nos acechábamos con lujuria, avanzábamos y retrocedíamos en un juego dulce y abrumador. Llegado el momento de la unión, rodeaba con mi cola prensil los finos tobillos de mi amada. Sin dejar de mirarla a los ojos, rasgaba el vestido y subía hacia sus caderas rumbo a los pechos altos, le susurraba “te amo, te amo”, obligándola a rodar por el piso de arena todavía caliente en un abrazo interminable.  Las voces de Gastón y Nora que se mantenían de fondo, de golpe se reprimieron:
- ¿Qué le sale? ¡Gastón, es un asco! –chilló ella.
- ¡Estará en el período de celo!  –se defendió mi amigo.
¡Torpe, más que torpe: bochornoso! El fantaseo me había provocado una terrible erección. Como una ‘serpiente toro’ que se estira y despereza luego de una larga siesta, mi miembro congestionado asomaba por el costado del  caparazón y comenzaba a reptar por las frías cerámicas en dirección a la mesada. Para alguien desacostumbrado, entiendo que este dato de mi anatomía puede causar cierta impresión, no sólo por las dimensiones, sino también por el atípico penacho de plumas tornasoladas que exhibe hacia el final. Fue penoso, si bien en ese momento las miradas apuntaban hacia otro sitio, el rubor abarrotó mis mejillas.
- ¡Que se vaya, sacalo de mi vista! –chillaba la mujer pequeña.
No esperé la señal de Gastón y caminé hacia el living con pasos cautelosos, intentando no pisar mi prolongación sensible. Volvió la angustia, sentía un nudo en  la boca del estómago. ¿A quién podía engañar?: era un estorbo, un ser rechazado que encima hacía lo posible para promover ese rechazo. Quería volver  al taller de costura, encerrarme con  mi amada y aislarme del mundo para siempre. De pronto estuve  frente  al sillón del living y me distraje, con mi pata izquierda  me pellizqué el miembro, un chicotazo de dolor me hizo dar un respingo: con  el costado del caparazón choqué  la mesa de los retratos, que se cayeron  aparatosamente, me hice a un lado, di contra un modular del que se tambaleó y terminó por caerse un florero lleno de agua.  Ahora sí que estaba  perdi¬do, Nora terminaría de enloquecer: se desharían de mí arrojándome por la ventana, volaría por los aires hasta caer en medio de la calle donde una jauría de ‘caminadores rápidos’ al volante terminarían por machacarme contra el asfalto! Entré en pánico: me sobrevino el temblor, los espasmos, se me abrieron las fauces y me comí el sillón, la lámpara de pie, la alfombra; seguí  con   los estantes de la biblioteca,   la mesa  de los retratos, los cuadros, las cortinas amarillas; y  de golpe,   no sé cómo, no sé en qué momento, estuve en el cuarto de la costura frente a  Aurora. La mirada triste y enamorada de Aurora, y por más que lo intenté ya no pude comunicarme, no logré advertirle y en la vorágine, como un ente autónomo, mi bocaza se abría y cerraba: me comí la máquina de coser, un vestido de novia y finalmente, trágicamente (perdóneme usted por lo que voy a decir, porque yo no puedo) a la pobre Aurora.  A  la pobre y hermosa Aurora que estaba allí parada, mirándome con ojos incrédulos, inerme, esperando que le contestara si  ya éramos pareja, para comprometernos y casarnos y ser felices para siempre, también me la comí...

   ¿Entiende el por qué de mi advertencia del principio? Sé que es espantoso y ahora mismo si quiere puede marcharse y dejarme para siempre. Soy un monstruo, un psicópata al que si existiese la pena de muerte deberían inyectar una dosis letal. ¿Qué hacer sino con alguien como yo? ¿La cárcel? ¿Un zoológico de máxima seguridad? Tal vez no tendría que haber salido del pantano, o peor, tal vez Andreas no era más que un ciudadano ejemplar que protegía al mundo de un asesino. Le cedo la palabra porque yo lo ignoro.
    Lo que sucedió luego se me confunde. Sólo recuerdo que un  instante después estaba dentro del ascen¬sor y Gastón, pálido, nervioso, me palmeaba y me decía:
- ¡Tranquilo! !Quedate acá que ya vuelvo!...
Entonces  yo trataba de controlar los temblores, me mantenía muy quieto y con los ojos cerra¬dos. Y al rato, escuchaba otros gritos de la mujer pequeña y Gastón que entraba en el ascensor  con una valija en la mano y bajábamos. Y después  caminamos y caminamos, noté que íbamos  en dirección  contraria a la plaza y que Gastón no me ataba la correa al cuello. Era todo muy extraño, Gastón caminaba mirando al frente con una expresión curiosa, que no era de molestia o de tristeza, cada tanto suspiraba y en una bocacalle se puso a silbar.
   Caminamos como diez cuadras, era tarde, la calle estaba vacía y después Gastón le hizo señas a un  taxi, pero el taxista no quiso dejarme subir. Así que seguimos marchando en silencio. No es necesario decir que yo nunca había andado tanto: no sentía las extremidades, estaba extenuado y ardía de fiebre. Y poco a poco las calles se fueron angostando, las casas bajas reemplazaron a los edificios y fuimos saliendo de la ciudad e ingresando en los arrabales, hasta llegar a este sitio. Gastón se detuvo, me miró largamente y dijo:
- Aquí nos separamos.
Yo estaba mal, comprenderá que era el único responsable de todo aquel cataclismo. No me atrevía a mirarlo a los ojos. Junté coraje y levanté la vista: el pálido y bueno de Gastón, con esa expresión curiosa en la cara, me sonreía.

   ¿Y a continuación qué pasó? Simplemente  me quedé viendo como se alejaba. Justo antes de perderse por esa loma, Gastón se volvió y alzó una mano. Esa es la última imagen que conservo de mi amigo. La noche se había puesto fría, observé el lugar,  contem¬plé el cielo, aspiré el aire húmedo y pensé que lo mejor iba a ser  buscar un lugar abrigado. ¿Ve aquel barranco?: en una oquedad tengo el dormitorio. Al campito de atrás lo uso para pastoreo: a la fuerza tuve que hacerme vegetariano. Estoy bien, conforme con la lógica inexorable de mi desgracia, ‘contenido’, si usted prefiere. He incorporado positivamente mi fracaso y eso da una gran tranquilidad, sabe, es como volver a nacer. ¿Si regresa? Por favor, no se sienta obligado, puedo arreglarme, no necesito nada, de verdad. Bueno, quizás... sólo si para usted no es molestia, es una pavada, me da un poco de pudor decírselo: un televisor. ¿Podría conseguirme un televisor?