Si le soy sincero, si le soy absolutamente franco, no
creo que para alguien como yo esté tan mal algo así: vivir a cielo abierto, en
medio del campo inculto, junto a esta zanja florida. Tal vez sea lo más
parecido a mi hábitat natural y “la naturaleza busca su propio equilibrio”,
como dice Sócrates Batiatto, el filósofo del programa de las once. Y entonces,
el hecho de haber caído en una ciudad llena de “caminadores rápidos” no haya
sido más que una circunstancia trágica, una falla, una desviación. No lo sé.
¡Pobre Gastón!, quizás no es así y yo soy el único responsable de lo sucedido.
¡En fin!... Lo que sí le pido es que mientras hablamos no se aproxime, porque
cuando atravesemos los momentos álgidos me voy a poner algo crispado y puede ser
un problema.
Mi nombre
es Martínez, Bicho Martínez. Así me
bautizó Andreas. "Viru¬lentis ab ovo guriguri parvo", escribió en un
cartelito mecanografiado que prendió de la jaula. ¿Y eso qué quiere decir?, le
preguntó la mujer. ¡Es la denominación científica!, le contestó con una sonrisa
torcida Andreas y lo mismo repitió a cada cliente que entraba y, siempre de
lejos, miraba para mi lado: la fila de
las jaulas grandes, después del tucán y la iguana, junto al alimento balanceado
para cachorros medianos.
Lo de ese
cartelito vergonzoso no era más que otra
de sus patrañas:
- ¡Siempre que no
sepas la procedencia de la mercadería pone un bolazo en latín, los
idiotas se pasman y compran a cualquier precio!...-instruía mecánicamente
Andreas a su mujer. Porque para el
griego nunca fuimos más que eso: como una bolsa de alpiste, o el respirador de
las peceras, artículos de consumo, mercadería.
Usted hoy
preguntaba sobre mi origen: no puedo responder. No por mala voluntad, salvo
alguna vaga imagen de mi primer año de vida, un par de escenas borrosas donde
desde algún lugar alto que puede ser un promontorio rocoso o la rama de un
árbol, veo a mi padre derivando panza arriba en un pantano de aguas pútridas y
a mi madre acercándose y sonriéndome con sus ojos dulces, con un mono silbador
entre las fauces, casi lo único que recuerdo es la cara de Andreas. Es como si
toda mi vida hubiese transcurrido en esa jaula, junto a una serie
intercambiable de compañeros de encierro, todos invariablemente tristes y consumidos,
el televisor encendido a todo volumen, Andreas y la mujer.
- ¡Mire qué
fenómeno! -agitaba los brazos el griego cada vez que entraba
alguien. Era su gran momento, los clientes vivían la actuación y se la
creían, aunque yo veía que sus ojos pequeños se mantenían fijos, como muertos.
- ¡Fíjese el color tornasolado del plumaje, la cola
prensil, observe el diseño geométrico del caparazón! ¡Así como lo ve, ha sido
traído directamente de la costa sud-sudeste de las islas Kuriles! ¡Acérquese, hombre, no sea
miedoso! ¡Es inteligentísimo, observe como mira televisión!
Porque cada vez que empezaba con la sarta de mentiras yo
me ponía tan agitado que empezaban a castañetearme los colmillos y buscando una
salida clavaba la vista en la pantalla azul.
También desde
que tengo memoria quiso venderme, que me llevaran a cualquier
precio; y en el último tiempo creo que
si alguien se hubiese interesado, hasta me habría regalado. Por eso, a la
hora de cerrar, yo puntualmente debía pagar el derecho a la jaula. La de
Andreas era la psicología típica del “hombre golpeador”, el modelo exacto
descripto por el panel de psicólogos de las cuatro. Tenía una forma escrupulosa
de ejercer la violencia, como un monje fanático cumpliendo con un mandato
arcaico, si me permite la imagen. Procedía siempre igual: de la trastienda
traía una botella y abría la libreta mugrienta donde garabateaba sus
anotaciones y mientras hacía la caja, entre copa y copa, lentamente, parecía
como si los números de algún modo lo guiaran hacia mi jaula y a la distancia me
clavaba sus ojitos:
- ¡Ni tres
hipopótamos ni cinco leones comen lo que vos lastras, bestia!...-decía
torciendo la boca y, normalmente, agarraba el lampazo.
- ¡Mañana mismo te llevo a una laguna y te ahogo! -decía y pasando el palo por
entre los barrotes iniciaba la ceremonia. Como única defensa yo intentaba
arrancarle la escoba de un zarpazo, pero era peor: se ponía histérico:
- ¡Ah, sí! ¡Ah, sí! –decía, y dando saltitos de
satisfacción iba al fondo y volvía con el escobillón, o la pala rota del
jardín, y no había más remedio que agachar la cabeza y soportar el castigo.
Hasta el día que entró Gastón, un muchacho pálido,
delgado, con una expresión en la cara que aún hoy me sigue pareciendo
extraordinaria, cómo describírsela sin decir una soncera: una cara como de
distracción atenta. Entró buscando una bolsa
de alpiste para el canario:
- ¡Mire qué fenómeno! -arrancó Andreas y enton¬ces
ocurrió lo que no había sucedido en todo ese tiempo: Gastón se acercó
y sin ningún tipo de precauciones inclinó la cabeza y me miró:
- ¡Qué lindos ojos
azules! -dijo y a continuación, algo todavía más increíble, me dijo: Te voy a
llevar...
Aunque de naturaleza ignota para la Zoología, soy un ser
sumamente emotivo: debajo de las plumas del pecho me golpeó el corazón y empezó
a faltarme el aire. Nunca nadie se había acercado así a mi jaula, ni había
reparado en mis ojos, ni mucho menos me había hablado. Comprenderá mi estupor.
Andreas, como es lógico, tampoco lo podía creer:
-
¡E-efectivamente, fíjese bien,
son ojos de perro siberiano, premolares y colmillos de coco¬drilo del Amazonas!
¡Es muy guardián y además sabe multiplicar! ¡En suma, un caso único!...-
declamaba, mientras de reojo estudiaba la reacción de su
víctima.
Algo repulsivo. Y si
quiere que hablemos con
sinceridad, creo que lo que pasó a continuación, Andreas se lo tenía merecido.
Cuidado, no quiero justificar nada, si bien gracias a sus mentiras yo pude
salir de esa jaula, eso no quita que haya engañado a tanta gente.
Cuando acto seguido Gastón le dijo que me llevaba,
fue hasta el mostrador y le pidió a la
mujer una bolsa de alpiste, yo me puse tan
frenético que empezaron a
castañetearme los colmillos. Hasta allí nunca había sucedido, pero aquel
temblor que en cuestión de segundos se
trasformó en una serie de espasmos y sacudidas bastante incómodas, vaya uno a
saber por qué (instinto podrá decir usted tal vez con razón) comprendí lo que
significaban. Y la verdad es que no hice mucho para evitarlo: ni bien Andreas
introdujo la llave en el candado, corrió el pasador y abrió la puerta del
jaulón, abrí las fauces y me lo comí.
¡Que soy guardián es uno más de tantos embustes,
guardián puede ser Rintintín, Lassie, perros entrenados, verdaderos mastines, a
ver si soy claro! Yo no soy perro, no sé ladrar y generalmente me asusto y me
excito por casi todo. Además, ¿a quién podría correr con estas
extremidades de palmípedo? Pero sin embargo sé multiplicar, es lo único en lo
que el extinto no mintió. Aprendí en el programa de juegos de los sábados y
vaya uno a saber por qué me quedó. Después,
como los gatos monteses dormían casi todo el tiempo y con los pájaros no había diálogo posible, las horas
de la tarde que eran las más largas, me las pasaba viendo televisión y
multiplicando.
Cuando con
Gastón salimos a la calle, yo todavía temblaba, el cuerpo
del griego en mi estómago era una bola compacta que me producía una sensación
de hinchazón. Pero de golpe experimenté algo notable: ¡El aire de la calle,
vaya fenómeno! A través de la vidriera muchas veces yo había contemplado
mecerse a las hojas de los árboles, trataba de recordar, de reconstruir en la
memoria cómo era aquella sensación, buscaba inspiración en el ventilador de
techo de Andreas, en el corto soplo que entraba cada vez que algún cliente
abría la puerta en un día ventoso, pero nada que hacer. Ahora comprobaba que
nunca me había aproximado siquiera a lo que en verdad es el aire de la calle.
¡Y del sol, de la tibieza mullida del
sol, mejor ni hablar! Una palmada levísima que se le posa a uno en el
lomo y de a poco lo va aplacando, aplacando... ¡Discúlpeme, explicarle
semejante obviedad, no!
Como decía, allí
estábamos en la puerta del negocio, yo temblando y con los ojos ciegos por el resplandor y Gastón
esperando a que me adaptara. Cuando nos
pusimos en movimiento, noté que la
vereda empezaba a llenarse de gente.
- ¡Tranquilo! -me susurró Gastón y me ajustó la correa al
cuello.
En su mayoría eran “caminadores rápidos”. Le explico el
concepto: desde hace algunos años, de
tanto observar por la vidriera de la veterinaria yo había urdido una
tipificación que creo bastante apropiada y que divide a la gente de las grandes
urbes en ‘caminadores rápidos’, ‘caminadores medium’ y ‘gente que pasea’. Los
‘caminadores rápidos’ tienen la particularidad de marchar por una vereda y
cruzar intempestivamente a la de enfrente hablando todo el tiempo por teléfono
celular; a su paso podrán suceder
fenómenos extravagantes: que una ronda de ancianos desnudos se ponga a hacer
tumba-carneros, por poner un ejemplo grosero,
que se detendrán un segundo, dirán ‘qué barbaridad’ y seguirán su camino
sin inmutarse. Los ‘caminadores medium’, en cambio, andan con la frente inclinada hacia el piso
como intentando calcular la ubicación exacta del sistema cloacal, son bastante
menos expeditivos y cada tanto parecen reaccionar, abren desmesuradamente los
ojos como si un recuerdo inesperado los obligase a despertar. Finalmente está
la ‘gente que pasea’, que no camina en el sentido estricto sino que parece
navegar, andan como si resbalasen por la vida sin un destino preciso, van y
vuelven sobre sus pasos, observando la arquitectura de los techos o el
comportamiento migratorio de las aves. De los tres, estos son las víctimas de
los accidentes de tránsito. Andreas era ‘caminador rápido’, Gastón es
claramente ‘gente que pasea’ y usted, si bien aún no nos conocemos, creo que
también, a lo sumo un ‘caminador medium’ moderado.
Al cruzarse con
nosotros, entonces, esta gente se volvía, me escudriñaba con ojos distraídos,
decía ‘qué barbaridad’ y retomaba su camino.
A la primera cuadra de marcha,
descubrí que era más pesado de lo que
imaginaba, el caparazón sobre todo, lo sentía como un encofrado de hormigón que
me vencía las rodillas. Pensé que no podría avanzar mucho, por suerte la casa
de Gastón no quedaba lejos. Subimos en
ascensor, Gastón vivía en un noveno piso. Cuando metió la llave en la cerradura y abrió
la puerta, vi a una mujer pequeña sentada en un sillón hablando
por teléfono, que me miró, abrió la boca
y soltó el tubo todo en un mismo movimiento.
El teléfono cayó al piso con un sonido hueco.
- ¡Tranquilo! -me dijo Gastón. Me desprendió la correa
del cuello y
se acercó a la mujer:
- ¿Te gusta, Nora? ¡Mirá que lindos ojos azules tiene!
-dijo. La mujer pequeña nos medía a uno
y a otro, estupefacta. A continuación se levantó y dando saltitos desapareció
tras una puerta.
Estaba shoqueada, razoné, era más que lógico, cuando a
uno le suceden cosas que no le pasaron nunca, se perturba. Y para ella, sin
dudas, yo era algo que no le había
sucedido nunca.
Gastón fue tras la
mujer pequeña y cerró la puerta. Escuché una voz chillona y excitada:
- ¡Siempre lo
mismo, Gastón! ¡Nuestro matrimonio así
va camino al fracaso! ¡Haceme el favor, mientras tengamos ‘eso’ acá, ponelo en
el lavadero y cerrá la puerta!..
Al rato Gastón salió un poco más pálido.
- ¡Tranquilo!...-me dijo. Y mientras volvía a ponerme la
correa, me miró con tal expresión de tristeza, que por un momento estuve
tentado de estrecharlo en un abrazo, no sé, de palmearle la espalda y decirle
como Facundo Lux-Arriaga en “Dos por la pasión”: ¡Amigo mío, estoy contigo!...
El lavadero era
un sitio pequeño y oscuro, casi como la jaula, pero sin vidrieras hacia el
mundo exterior. Había una locura de
trastos, estantes con latas de pintura,
botellas, una estufa vieja,
fuentones, una montaña de ropa,
un lavarropas y algunas otras cosas que en la penumbra no alcanzaba a
distinguir. El olor acre a humedad mareaba.
- ¡Guuurl -guuurl! -escuché. ¿Serían las cañerías que se quejaban así? Esos
ruidos, el estar tan apretado, la idea de que la mujer pequeña me dejaría
ence¬rrado allí para siempre, me llenaron de tal desazón que otra vez volvió el
temblor, los espasmos, las convulsiones,
abrí las fauces y, sin poder dominarme me tragué una de las estanterías con cinco latas de pintura, el atado de ropa para
planchar, una pecera en desuso y la caja del jabón en polvo.
¿Qué hacer, cómo
evitar esas crisis? No crea que es algo de lo que me despreocupo, sé que
existen el yoga, las terapias de relajación, el psicoanálisis, la medicina
alternativa y la convencional, sé que hay drogas poderosas que actúan sobre la
química del cerebro; pero sin descreer en los efectos que todo esto puede
lograr en un organismo virgen para la ciencia, sospecho que es algo más
profundo, un problema que tal vez tiene que ver con el Origen, con la raíz
indescifrable de la vida; y es en ese sustrato difícil y poco accesible donde
debe buscarse la respuesta.
No sé cuanto tiempo pasé en el lavadero, lo
que sí
re¬cuerdo es que para que el tiempo transcurriera, me puse a multiplicar
números binarios positivos por decenas alternadas de tres cifras, en un momento
sentí unos pasos y la puerta que se abría: era Gastón, que me decía que lo siguiera hasta la cocina.
- ¿Qué le vamos a dar de comer? -preguntaba la mujer pequeña.
Noté que había cambiado de ropa, ahora vestía un deshabillé bordó, el cabello
enroscado en dos grandes ruleros y me miraba de reojo como esos clientes que
curioseaban de lejos, y Andreas trataba de convencer sin éxito. De golpe, algo
me hizo sacudir. Nora dejó caer la ensaladera al piso:
- ¡Hay, Gastón! ¿Qué le pasa, qué tiene?
- ¡Tranquila, Norita!
- ¡Hacé algo, no ves que está rabioso, le sale espuma por
la boca y va a atacarnos!..
¿Usted cree en el destino? Yo soy un convencido, los
budistas dicen que cada acción de esta vida tiene un premio o un castigo en la
otra, a eso le llaman ‘karma’, mi karma
dice que en los peores momentos a mí me suceden los percances menos
convenientes, vaya uno a saber cuál será la contraparte de esto en mi otra
vida: creo que fue la caja de jabón en
polvo que al entrar en contacto con los líquidos digestivos del estómago inició
la reacción que me provocó el ataque de hipo.
- ¡Es repugnante! ¡Solo a vos se te ocurre traer a casa
algo así!...
La espuma brotaba de mis fauces en una gran nube blanca y
se derramaba rumbo al living, era una avalancha deslumbrante que en otras
circunstancias, le aseguro, hubiese sido una cosa digna de contemplar.
Mien¬tras tanto, Gastón intentaba serenar a su mujer:
- ¡En la veterinaria me lo aseguraron, Norita, es mucho
más guardián que cualquier perro!...
¡Pobre Gastón! Repetía como un perico las palabras del
griego. ¿Creía realmente en ellas? Si usted me lo pregunta ahora, le diría que
no, y aunque no tengo forma de probarlo porque nunca me atreví a preguntárselo,
creo que Gastón sabía lo que hacía desde un principio. No sé, a medida que le
cuento, reflexiono sobre esta combinación de sucesos encimados unos sobre
otros, donde conviven seres como Andreas y espíritus excepcionales como el de Gastón,
sin el que nunca hubiese salido al mundo exterior, sin el que no podría haber
llegado hasta aquí, donde nos encontramos tan a gusto usted y yo, pero,
fundamentalmente, sin el que no hubiese conocido a la hermosa, la inolvidable
Aurora.
Después de cada
mala experiencia se da una buena. ¿Hay un dicho popular que habla de algo así,
no es cierto? El movimiento pendular,
parte del equilibrio inestable en que se desenvuelve el Universo.
Gracias al ataque de hipo, decía, pude
conocer al amor de mi vida, la bella y sacrificada Aurora. Mientras la mujer
pequeña escurría la espuma con un secador y comenzaban a almorzar, Gastón me
dijo que circulara un poco para que se me pasara el
hipo.
- ¡Si quiere caminar que camine, pero más vale que no se
meta en mi taller! - lo amenazó la mujer
pequeña. Como supe a continuación, Nora era modista especializada en vestidos
de novias y madrinas.
Salí al living estrecho y en penumbras, junto al
sillón había una mesa llena de fotos, un
ventanal que daba a la calle y junto al ventanal una puerta entreabierta. Había
demasiados muebles, me moví despacio tratando de no tirar nada y fui hacia la puerta, asomé la
cabeza y ¡glup! allí
estaba: altísima, delgada, con un vestido increíble (¡más linda, qué
digo, muchísimo más linda que cualquiera de esas mocosas que presentan las
colecciones de París y Nueva York en el Canal de la Mujer!): Aurora. Y ahora es
usted quien me tiene que ayudar, porque cuando la vi no sé qué ocurrió: bajo
las plumas del pecho sentí una opresión
tan intensa y tan rara; nada violento, al contrario, algo como caliente y
agradable. Tuve una alucinación: me encontraba en una ciénaga, perdido en la oscuridad y de golpe un haz de
luz se posaba en las púas de mi nuca, era alzado por los aires y empezaba a
viajar en la luz, cada vez a más velocidad y a medida que avanzaba, todo era
expectativa por algo que me esperaba al llegar y que yo desconocía, algo que
sin embargo sospechaba sublime. Fue un incidente confuso y en el tiempo que
duró vaya uno a saber la expresión anormal que tendría en la cara, porque
cuando volví en mí Aurora me observaba con curiosidad.
Me recompuse lo
más rápido que pude y pensé: tengo que decir algo que la impresione. ¿Pero qué?
Me surgían frases sueltas, retengo parlamentos completos de Máximo
López-Williams, de Pablo Lafox, de Guido Santamarina en “Historia de un amor
canalla”, pero ninguna se adecuaba. Respiré profundo para evitar un bajón de
presión y le pregunté algo relacionado al clima:
- Se anuncian lluvias para el domingo -respondió, su voz
era de terciopelo- ¡Mi nombre es Aurora!
- ¡Martínez, Bicho Martínez, encantado! –dije. Su buena
reacción me hizo renacer el coraje, le dije que había notado que sus bellos
ojos denotaban tristeza, si había algo que le causaba displacer.
- ¡Es muy
observador! –dijo y entornó las gruesas pestañas- Efectivamente estoy triste,
porque estoy demasiado tiempo inmóvil.
Dígame: ¿Usted sabe lo que es un
maniquí?
- ¡Someramente! –respondí.
- Alguien al que le ponen todo el tiempo vestidos de
fiesta pero no va a ninguna...Yo soy un
maniquí -dijo y al pronunciar estas
palabras su mirada se volvió tan desolada que me sentí morir. Volví a la jaula,
al sonido amortiguado de la calle, al aburrimiento de las horas muertas, al
aspecto depresivo de mis compañeros de encierro. ¿Cómo no comprenderla, cómo no
experimentar toda aquella angustia, si casi éramos almas gemelas?
Como su mano estaba demasiado alta, con la cola prensil
la rodeé por las rodillas:
- ¡No se preocupe -murmuré- si a usted no le incomoda, a
partir de hoy voy a venir a visitarla!
En sus pupilas siliconadas se encendió un pequeño brillo:
- ¿Habla en serio?
- ¡Es una promesa!
- ¿Eso quiere decir que ya somos pareja? -preguntó de
golpe.
Y aquí sí,
confieso, me quedé sin palabras.
La sexualidad es un tema complejo, me considero bastante ilustrado al respecto,
he visto investigaciones serias, he reflexionado y arriesgado conclusiones,
pero por lo que le he contado, usted comprenderá que soy alguien ‘técnicamente’
virgen. Ser pareja de otro trae como resultado la unión de los sexos, y que
alguien como esta preciosura me propusiese justamente eso, así de golpe y en un
día tan cargado de sucesos fuertes... La verdad que me sentí un manojo de
nervios y ya no pude hilvanar pensamiento. En tal estado de confusión estaba
cuando siento que abren la puerta, me doy vuelta y veo a la mujer pequeña:
- ¡Gastón, "eso" está en mi taller, que
salga, que salga, que salga!...-se puso
a berrear como un crío. Apareció Gastón y me ató la correa:
- ¡No está haciendo nada, Nora, tranquilizate! Lo voy a
llevar a la plaza...
- ¡Vos estás rematadamente loco! –lo atacó la mujer
pequeña.
Pero Gastón, con suavidad la convenció de que no había
por qué preocuparse, que a esa hora de la tarde la calle estaba tranquila, que
a él también le haría bien estirar las piernas, que no podía suceder nada
extraño.
Y así fue que me
vi arrastrado a la calle sin responder a la íntima proposición de mi amada. El
hilo invisible de nuestras miradas se tensó, hasta que la puerta del cuarto de
costura lo seccionó con un chasquido opaco.
En este mundo extravagante, resulta tan improbable para
alguien como yo descubrirse reflejado en los ojos de una compañera. Usted dice
que no es casado pero que ha experimentado el amor sensual, comprenderá que
haber encontrado a Aurora para mí representaba un milagro, éramos dos soledades
que se reconocían en el acto, y cuando sucede algo parecido uno se hace la
ilusión que tiene que ser para siempre. Frívola ilusión.
- ¡No es lejos, no te preocupes! –procuró tranquilizarme
Gastón.
Era una advertencia innecesaria, porque la idea de volver
al aire y al sol a mí me había llenado de un entusiasmo casi corpóreo. Cuando
se vive una vida de encierro, cosas simples como un paseo pueden transformarse
en un valor agregado que uno no termina de agradecer. La marcha igualmente se
hizo cuesta arriba y en la última cuadra, con las baldosas salidas y las
roturas por los arreglos de gas, mi tracción trasera vaciló en más de una
ocasión.
La plaza era un
entramado de callecitas de grava entre rectángulos de césped cuidado, Gastón se
sentó en un banco a leer el diario y yo me eché en el pasto a sentir el sol. Hubiese querido
entredormirme estirado en ese colchón mullido y oloroso, pero no pasó mucho que
el lugar empezó a poblarse. En su
mayoría eran niños, o sea “gente que pasea”, que se detenían con sus
mochilas de colegio y sus bicicletas, y nos señalaban:
- ¡Miren!...
- ¡Parece un dinosaurio!
- ¿Qué será?
Poco a poco se fue armando un círculo en derredor. Gastón
primero dejó de leer el diario:
- Su nombre científico es "viru¬lentis ab ovo
guriguri parvo"... –respondía con imperturbable paciencia. Hasta allí
nada por qué alarmarse, los niños son admirables, todo les da curiosidad,
viven como en un estado de exaltación perpetua. Pero a continuación se produjo
una avanzada de “caminadores rápidos”, era la hora de cierre de los bancos:
corredores de la bolsa, secretarias, auxiliares primeros, señoras con
changuitos, empezaron a amontonarse y a murmurar:
- ¿Pero qué es esto?
- ¿Una provocación?
- ¿Una campaña de izquierda?
- ¡Qué barbaridad! –rezongaban e inmediatamente se ponían
a analizar la situación económica o a hablar de modas. Llegaron dos
camarógrafos de la televisión. Traté de decirle a Gastón que nos fuéramos, que podía ser peligroso. La multitud empezó a
empujar y a apretarnos, yo me asusté, los colmillos empezaron otra vez a
castañetearme. En determinado momento los de adelante se nos vinieron encima.
Gastón se incorporó como pudo y me
sostuvo de la correa, yo emití un torvo
mugido y se hizo la oscuridad.
No me pida
precisiones, comprenderá que una circunstancia así se vive como una pesadilla,
los sentidos entran en cortocircuito, todo suena a irreal: creo que me tragué cuatro o cinco niños, un anciano
con su bastón, dos mochilas, la rueda de una bicicleta, un camarógrafo, treinta
y dos metros de cable coaxil, una señora con el changuito y una ligustrina. Con
los apretujones y el griterío fue todo muy desprolijo, por suerte Gastón consiguió hacerse paso y
tirando fuerte de la cuerda, logró
rescatarme medio desplumado.
- ¡Tranquilo,
tranquilo! –lo escuchaba repetir como en un salmo mientras marchábamos de
regreso al departamento. ¡Pobre Gastón! Yo estaba tranquilo, lo que no podía
evitar era sentirme deprimido. El simple hecho de vivir ya produce una tensión
con el medio, ¿pero ante tan irreprimible impulso qué armas oponer?¿Cómo
impedir estos asaltos? ¿En estas condiciones era posible pensar en una vida en
sociedad, en un trabajo, una familia?
Cuando volvimos
Gastón ocultó a la mujer pequeña lo sucedido en la plaza, creo que hizo bien,
porque hubiese sido el motivo para otra disputa. A la hora de la cena, si bien
ya estaba tranquilo, me sentía algo disperso. En la tele repetían un programa
sobre la vida nómada de los Tuaregs, un documental de la BBC que había visto
una treintena de veces: ahora apenas si podía seguirlo. Gastón y Nora hablaban
animadamente, recuerdo que la mujer pequeña por primera vez se mostraba
distendida, me dije que no tenía una fea sonrisa, en definitiva algo bueno
debía ofrecer para que Gastón la hubiese elegido. En la pantalla azul, una
mujer tuaregs acondicionaba su tienda de campaña, y entonces sucedió algo tan
vergonzoso que me cuesta recordarlo: en un momento cerré los ojos y se me
presentó la imagen de mi amada. Perdidos en la anchura del desierto, en plena
noche africana, allí estábamos Aurora y yo en nuestra tienda nupcial, ella con
un sayón de tosco género y debajo sin ropa interior. Nos acechábamos con
lujuria, avanzábamos y retrocedíamos en un juego dulce y abrumador. Llegado el
momento de la unión, rodeaba con mi cola prensil los finos tobillos de mi
amada. Sin dejar de mirarla a los ojos, rasgaba el vestido y subía hacia sus
caderas rumbo a los pechos altos, le susurraba “te amo, te amo”, obligándola a
rodar por el piso de arena todavía caliente en un abrazo interminable. Las voces de Gastón y Nora que se mantenían
de fondo, de golpe se reprimieron:
- ¿Qué le sale? ¡Gastón, es un asco! –chilló ella.
- ¡Estará en el período de celo! –se defendió mi amigo.
¡Torpe, más que torpe: bochornoso! El fantaseo me había
provocado una terrible erección. Como una ‘serpiente toro’ que se estira y
despereza luego de una larga siesta, mi miembro congestionado asomaba por el
costado del caparazón y comenzaba a
reptar por las frías cerámicas en dirección a la mesada. Para alguien
desacostumbrado, entiendo que este dato de mi anatomía puede causar cierta
impresión, no sólo por las dimensiones, sino también por el atípico penacho de
plumas tornasoladas que exhibe hacia el final. Fue penoso, si bien en ese
momento las miradas apuntaban hacia otro sitio, el rubor abarrotó mis mejillas.
- ¡Que se vaya, sacalo de mi vista! –chillaba la mujer
pequeña.
No esperé la señal de Gastón y caminé hacia el living con
pasos cautelosos, intentando no pisar mi prolongación sensible. Volvió la
angustia, sentía un nudo en la boca del
estómago. ¿A quién podía engañar?: era un estorbo, un ser rechazado que encima
hacía lo posible para promover ese rechazo. Quería volver al taller de costura, encerrarme con mi amada y aislarme del mundo para siempre.
De pronto estuve frente al sillón del living y me distraje, con mi pata
izquierda me pellizqué el miembro, un
chicotazo de dolor me hizo dar un respingo: con
el costado del caparazón choqué
la mesa de los retratos, que se cayeron
aparatosamente, me hice a un lado, di contra un modular del que se
tambaleó y terminó por caerse un florero lleno de agua. Ahora sí que estaba perdi¬do, Nora terminaría de enloquecer: se
desharían de mí arrojándome por la ventana, volaría por los aires hasta caer en
medio de la calle donde una jauría de ‘caminadores rápidos’ al volante
terminarían por machacarme contra el asfalto! Entré en pánico: me sobrevino el
temblor, los espasmos, se me abrieron las fauces y me comí el sillón, la
lámpara de pie, la alfombra; seguí
con los estantes de la
biblioteca, la mesa de los retratos, los cuadros, las cortinas
amarillas; y de golpe, no sé cómo, no sé en qué momento, estuve en
el cuarto de la costura frente a Aurora.
La mirada triste y enamorada de Aurora, y por más que lo intenté ya no pude
comunicarme, no logré advertirle y en la vorágine, como un ente autónomo, mi
bocaza se abría y cerraba: me comí la máquina de coser, un vestido de novia y
finalmente, trágicamente (perdóneme usted por lo que voy a decir, porque yo no
puedo) a la pobre Aurora. A la pobre y hermosa Aurora que estaba allí
parada, mirándome con ojos incrédulos, inerme, esperando que le contestara
si ya éramos pareja, para comprometernos
y casarnos y ser felices para siempre, también me la comí...
¿Entiende el por
qué de mi advertencia del principio? Sé que es espantoso y ahora mismo si
quiere puede marcharse y dejarme para siempre. Soy un monstruo, un psicópata al
que si existiese la pena de muerte deberían inyectar una dosis letal. ¿Qué
hacer sino con alguien como yo? ¿La cárcel? ¿Un zoológico de máxima seguridad?
Tal vez no tendría que haber salido del pantano, o peor, tal vez Andreas no era
más que un ciudadano ejemplar que protegía al mundo de un asesino. Le cedo la
palabra porque yo lo ignoro.
Lo que sucedió
luego se me confunde. Sólo recuerdo que un
instante después estaba dentro del ascen¬sor y Gastón, pálido, nervioso,
me palmeaba y me decía:
- ¡Tranquilo! !Quedate acá que ya vuelvo!...
Entonces yo
trataba de controlar los temblores, me mantenía muy quieto y con los ojos
cerra¬dos. Y al rato, escuchaba otros gritos de la mujer pequeña y Gastón que
entraba en el ascensor con una valija en
la mano y bajábamos. Y después caminamos
y caminamos, noté que íbamos en
dirección contraria a la plaza y que
Gastón no me ataba la correa al cuello. Era todo muy extraño, Gastón caminaba
mirando al frente con una expresión curiosa, que no era de molestia o de
tristeza, cada tanto suspiraba y en una bocacalle se puso a silbar.
Caminamos como
diez cuadras, era tarde, la calle estaba vacía y después Gastón le hizo señas a
un taxi, pero el taxista no quiso
dejarme subir. Así que seguimos marchando en silencio. No es necesario decir
que yo nunca había andado tanto: no sentía las extremidades, estaba extenuado y
ardía de fiebre. Y poco a poco las calles se fueron angostando, las casas bajas
reemplazaron a los edificios y fuimos saliendo de la ciudad e ingresando en los
arrabales, hasta llegar a este sitio. Gastón se detuvo, me miró largamente y
dijo:
- Aquí nos separamos.
Yo estaba mal, comprenderá que era el único responsable
de todo aquel cataclismo. No me atrevía a mirarlo a los ojos. Junté coraje y
levanté la vista: el pálido y bueno de Gastón, con esa expresión curiosa en la
cara, me sonreía.
¿Y a
continuación qué pasó? Simplemente me
quedé viendo como se alejaba. Justo antes de perderse por esa loma, Gastón se
volvió y alzó una mano. Esa es la última imagen que conservo de mi amigo. La
noche se había puesto fría, observé el lugar,
contem¬plé el cielo, aspiré el aire húmedo y pensé que lo mejor iba a
ser buscar un lugar abrigado. ¿Ve aquel
barranco?: en una oquedad tengo el dormitorio. Al campito de atrás lo uso para
pastoreo: a la fuerza tuve que hacerme vegetariano. Estoy bien, conforme con la
lógica inexorable de mi desgracia, ‘contenido’, si usted prefiere. He
incorporado positivamente mi fracaso y eso da una gran tranquilidad, sabe, es
como volver a nacer. ¿Si regresa? Por favor, no se sienta obligado, puedo
arreglarme, no necesito nada, de verdad. Bueno, quizás... sólo si para usted no
es molestia, es una pavada, me da un poco de pudor decírselo: un televisor.
¿Podría conseguirme un televisor?
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