Cuando Aparicio vio el sobre con sello al agua bajo la
puerta sintió cosquillas y un súbito calor le subió desde la boca del estómago
hasta el despoblado cráneo. La Asociación Saladense de Amigos de las Artes
finalmente daba testimonio de su existencia, más aún, a través de una escueta
misiva lo invitaba a leer en uno de sus eventos.
En la soledad
umbría del cuarto de pensión, Aparicio esbozó una sonrisa pudorosa y sus ojos
se humedecieron. La vida tenía esas magias, pensó. También pensó que quizás
había llegado la hora de que comenzara a reconocerse su trabajo.
La imprevista viudez lo había sumergido en un pozo oscuro, pero desde hacía unos tres años, en coincidencia con su jubilación en el departamento contable de Amortiguadores Titán SRL, Aparicio se había volcado de lleno a la pasión que lo habitaba desde su época de bachiller: la escritura.
Cuentos románticos, relatos de aventura, poesía, ensayo, obras de teatro, notas de opinión sobre temas científicos, con llamativa productividad había incursionado en casi todos los géneros. En el periódico local comenzaban a ser motivo de comentario sus homenajes rimados a recordaciones tan disímiles como el nacimiento de Don Martín Miguel de Güemes o el Día Internacional del Tambero.
La Asociación Saladense de Amigos de las Artes era la autoridad que definía las líneas rectoras de la actividad cultural del pueblo. ¡Y ahora él había sido invitado! Conforme a la carta rubricada por la presidenta y el tesorero, la lectura estaba programada para el viernes a las siete de la tarde. Aparicio se dijo que contaba con tres días para prepararse. El miércoles le entregó a la patrona su mejor camisa para que la lavara y le almidonase el cuello, se retocó la tintura del bigote y en la casa de moda masculina Muñoz y Muñoz compró una corbata de lazo, más afín que las convencionales para el aliño del hombre de letras.
El jueves por la tarde se enfrascó en una tarea compleja: abrió la valija imitación cuero que guardaba en el fondo del ropero y entre una parva de originales dactilografiados se concentró en elegir el texto a leer. ¿Qué era lo apropiado? ¿Una de sus semblanzas de personajes típicos, los celebrados homenajes, una historia romántica? Aparicio fue asaltado por la ansiedad, en la soledad del cuarto se materializó la imagen hierática de Atanasia Vélez, conductora de la Asociación y dos segundos premios del Concurso Provincial Juana de Ibarbourou, tras ella, el Dr. Pérez Cárpena, lingüista defensor del buen decir y el Escribano Herminio Gonzaga, historiador aficionado, secreteaban acaloradamente y cada tanto lo medían a la distancia. ¿Qué esperaba de él aquella gente? ¿Y si su prosa los decepcionaba? La incertidumbre, pero sobre todo los intestinos traicionaron al autodidacta y una flojera súbita lo llevó de visita al baño una decena de veces por el resto de esa tarde.
Finalmente llegó el día ansiado, la Asociación Saladense
de Amigos de las Artes sesionaba en un viejo edificio de altos lindante con las
oficinas del Correo: allí se realizaban los conciertos de piano y los
encuentros de teatro leído, ambos eventos abiertos al público; las reuniones de
lectura, en cambio, eran actos especiales, con estricta invitación personal.
Aparicio se plantó frente a la alta puerta de roble con su carpetita bajo el brazo, había escogido uno de sus trabajos recientes: una historia de amor trágico protagonizada por un bombero voluntario y una bella mujer a la que el oficial salvaba de las llamas. A decir verdad, no se sentía bien: la noche anterior, una vez controlada la descompostura intestinal, un insomnio tenaz se había apoderado de sus nervios y recién había logrado dormir con las primeras luces del alba.
La puerta se abrió y fue la mismísima Atanasia Vélez quien lo recibió con una inclinación solemne:
- ¡Amigo Aparicio, adelante, adelante!
La presidenta de la Asociación, con largo vestido de
organza y un peinado alto de peluquería,
lo secundó hasta el salón. El recinto era amplio y bien iluminado, en uno de
los ángulos había un piano de cola y en el centro dos sillones grandes y una
variedad de silloncitos de estilo diverso rodeaban una mesa baja. La poetiza lo
presentó a los miembros del grupo que no conocía.
- Es un honor para nosotros recibir a una pluma de tan
amplio registro –lo saludó Pérez Cárpena, extendiendo su diestra.
Además del abogado y del Escribano Herminio Gonzaga, ya estaban allí la viuda de Bertoni, a quien conocía del periódico local, dos hermanas de mediana edad apellidadas Cerasuolo, también poetas y docentes de enseñanza inicial, un veinteañero de aspecto enfermizo que venía de una localidad vecina y que al parecer constituía el futuro de la novelística de la región, y el profesor Lobianco, a quien reconocía del programa de entrevistas en la televisión local.
- ¿Sería tan amable de dedicarnos unas líneas con su
firma al pie? –lo abordó una de las hermanas Cerasuolo, extendiéndole algo
parecido a un libro de visitas.
El clima era de excesivo envaramiento y Aparicio se sintió abrumado, tenía la sensación de que las cosas se sucedían a velocidad: le hablaban, respondía, pero no alcanzaba a retener el sentido de las palabras. Recuerda que en un momento alguien acercó una bandeja con copitas de licor de mandarina, y él pidió si en su lugar no podían servirle un vaso de agua.
Una vez intercambiados los comentarios de bienvenida, los miembros de la Asociación Saladense se desentendieron del visitante y ocupando los sillones se pusieron a hablar entre sí con murmullos apenas audibles:
- ¿Cómo anda de ese catarro, Escribano?
- Mejor, por suerte.
- ¿Se sabe algo del concurso de la Alianza Francesa?
- Tengo entendido que esta semana se expide el jurado.
Aparicio comprendía que estaba en presencia de gente de cultura. Las copitas de licor poco a poco se fueron retirando, Atanasia Vélez agradeció la presencia del visitante y cuando comenzó a leer un breve currículum que sintetizaba su trabajo, Aparicio volvió a sentir esa fea ansiedad y dejó de escuchar. Tras la presidenta, intervino una de las hermanas Cerasuolo, luego el Profesor Lobianco, a continuación se hizo una pausa larga y todos miraron en su dirección. Comprendió que tenía que leer.
Comenzó con voz vacilante, la historia se titulaba “Fuego de amor” y arrancaba por la infancia del héroe, un muchacho de barrio que desde sus primeros años ya daba señales inequívocas de la vocación de bombero que lo acompañaría por el resto de sus días. La voz de Aparicio, al principio contenida, fue soltándose y ya promediando la segunda carilla, abandonó, por así decirlo, tierra firme para navegar con soltura por la trama del relato.
Fue entonces que ocurrió aquello: el literato notó que entre el Dr. Pérez Cárpena y una de las hermanas Cerasuolo, a quienes tenía justo enfrente, se producía un movimiento. Fue un gesto, algo así como un ademán ejecutado con la cabeza, muy leve e inmediatamente reprimido. Imaginó que era el modo que utilizarían para transmitirse el parecer de las lecturas, pero enseguida pensó que era algo sin importancia y prosiguió con el texto: en el relato se producía el incendio, la bella y multimillonaria Ornella quedaba atrapada por las llamas alimentadas por el rico mobiliario y los pesados cortinados de la mansión. El bombero, descolgándose de una ventana, la rescataba de entre los escombros de un toilette donde había logrado aislarse. En la voz de Aparicio la narración ya era un río torrentoso cargado de suspenso: el bombero llevaba en brazos a la atractiva mujer, los pisos crujían, las vigas de los techos estaban a punto de derrumbarse, la pareja debía descender peligrosamente por las escaleras metálicas. En el momento de mayor dramatismo, se miraban por primera vez a los ojos.
Llegado a ese punto de la historia, Aparicio percibió que se repetía el misterioso movimiento pero esta vez, alertado, levantó la vista de la página y lo que sintió fue una detonación en el estómago: Aurelia Cerasuolo y el Dr. Pérez Cárpena no se comunicaban, ni se pasaban seña alguna, sino que en forma casi sincronizada sus cabezas se habían inclinado ganadas por el sueño. ¡Sí, aquellos dos cabeceaban y se estaban durmiendo! ¿Podía imaginarse peor desventura? ¡Era un bochorno! Intentando disociar la cabeza, Aparicio trató de justificar el incidente: es cierto que escuchar leer muchas veces provoca somnolencia, además era viernes, último día de la semana, tal vez el cansancio acumulado… ¡Pero no, no había razón posible! Su corazón se puso a galopar. Como seguía con el relato, procuró que su revolución interior no se le delatara en la voz. ¿Y el resto de la Asociación Saladense de Amigos de las Artes qué opinaba al respecto? Aprovechando el cambio de carilla, levantó la vista para interpelar a los anfitriones y aquí, sí, el impacto fue explosivo: Atanasia Vélez, el escribano Gonzaga, la viuda de Bertoni, el chico del pueblo vecino y el profesor Lobianco, en distintos estadios y posiciones, ya dormían a pierna suelta.
El autodidacta se puso a temblar como una hoja, no era un hombre de naturaleza violenta, ante las injusticias no conseguía enfurecerse, saltar, ni maldecir, lo que ahora sí sentía, como nunca antes recordase, era una inmensa vergüenza. La viuda de Bertoni y Atanasia Vélez se apoyaban una sobre otra durmiendo mejilla con mejilla, Herminio Gonzaga, rígido y con el rostro orientado hacia el techo resoplaba con la boca abierta, la poetisa Cerasuolo descansaba la cabeza en el regazo del novelista adolescente, quien junto al profesor Lobianco iban resbalando paulatinamente de los sillones hacia el piso alfombrado.
Lo asombroso era que mientras se desplegaba aquel Apocalipsis, como un ente autónomo, en la voz de Aparicio el relato avanzaba sin prisa y sin pausa: una vez recuperada de las consecuencias del incendio, la heroína y el bombero no habían vuelto a verse, el oficial se reprochaba la timidez imperdonable que había impedido una cita. Pasaron los meses y cuando el protagonista creía que estaba todo perdido: otro incendio, una gran mansión devorada por las llamas y la sorpresa del bombero no tuvo límites cuando de otro toilette volvió a rescatar a la bella Ornella. La mujer esta vez había sido lastimada gravemente, el bombero la bajaba por las escaleras metálicas, la subía a la ambulancia, viajaban juntos y en el interior del móvil era ella quien abría su corazón y develaba el misterio: Ornella se había enamorado del bombero y la forma pergeñada para volver a encontrarlo había sido provocando un nuevo incendio. La pareja se unió definitivamente, el fuego, como un testigo fatal, se transformó en el eje de aquella historia de amor: los incendios se multiplicaron, Ornella seguía esperando en caserones arrasados por las llamas y el Bombero corría a rescatarla.
Sorda a la apasionada narración, la Asociación Saladense de Amigos de las Artes, en tanto, se empeñaba en el inexorable derrumbe. El profesor Lobianco y el novelista joven ya dormían definitivamente tendidos en la alfombra, liberado uno de los sillones de tres cuerpos, el Escribano Gonzaga se estiraba en toda su longitud con el dedo pulgar derecho en la boca; Atanasia Vélez, en cambio, había quedado en una posición difícil para una mujer de su trayectoria: volcada sobre la mesita baja, con las rodillas apoyadas en el piso elevaba el trasero en una irrefutable invitación a lo prohibido. Entre carilla y carilla, incrédulo, Aparicio hacía largas pausas para constatar los avances del cataclismo.
Producidos ya otros cuatro incendios, los compañeros de cuartel, más tarde los médicos de la clínica, advertían al bombero de los riesgos de la situación: el estado físico de la bella Ornella se deterioraba vertiginosamente, las heridas no alcanzaban a curar que ya su cuerpo volvía a ser agredido por las llamas. ¿Se justificaban tales advertencias?, se interrogaba el bombero ¿Acaso no era el cuerpo arrasado de su amada el símbolo palpitante de aquella historia de amor? Pese a los peores pronósticos el romance continuó y una noche fría de invierno la pareja contrajo matrimonio. El escenario elegido fue la Iglesia Nuestra Señora de La Merced; y aquel fue el final soñado por los amantes: el campanario y la alta cúpula lamidos por las llamas, los compañeros del cuartel, los familiares y amigos asistiendo desde la vereda, el bombero con su uniforme de gala irrumpiendo hacha en mano, el pesado portón que se resistía ante los primeros golpes, que finalmente se abría, y en el interior, junto al altar mayor, aguardando, primorosa, casi mística, la imborrable imagen de la bella Ornella, con su velo, su cola y su vestido blancos, en vivas llamas.
Aparicio leyó las últimas líneas con los ojos velados por las lágrimas, el final de la historia era impactante y al mismo tiempo dotado una belleza poco común. Cuando las palabras finales dejaron de vibrar, el autodidacta dejó pasar unos segundos para acomodar las emociones. Ahora el silencio era acompañado por un coro de respiraciones y ronquidos en varias escalas. Colocó las carillas dactilografiadas en la carpetita y se incorporó intentando no pisar a nadie. Se dirigió a la salida, pero a los pocos pasos cambió de idea y dio un giro en torno al salón. ¿Podía irse así como así, sin despedirse? ¿Aquello no podría ser tomado como un desaire? Esa gente, generosamente, le había abierto sus puertas, eran personalidades de prestigio. Además, ¿tenía él un cabal conocimiento de sus hábitos como para juzgarlos? ¿Y si aquel era el comportamiento habitual en las reuniones de lectura?
Paseando la vista por los durmientes, de golpe algo se
encendió en su interior y supo lo que debía hacer. Una de las hermanas
Cerasuolo dormía de costado con un brazo y la mejilla derecha apoyados sobre el
pecho del Dr. Pérez Cárpena, a su lado, la viuda de Bertoni se estiraba
prolijamente boca arriba, entre ambas había un claro que le daba espacio
suficiente. Se recostó con cuidado apoyando la nuca sobre la alfombra y
extendió lentamente las piernas. No se estaba mal estirado en el piso, desde
aquel ángulo podía apreciar las molduras del techo y la araña de cuentas de
cristal. Recordó que su fallecida esposa en sus últimos días debía acostarse
sobre la pinotea del dormitorio para soportar los dolores, luego le vino a la
memoria una lejana canción de cuna que le cantaba su madre. Cerró los ojos y se
durmió.
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