La ocurrencia nació del chico de los Smith. El chico de
los Smith había llegado de un viaje por Europa con la familia y le estaba
contando anécdotas -estaban los dos sentados en el patio encalado de la pensión-,
decía que en ciudades como Berlín o Amsterdam a la gente se le daba por hacer
cursos y aprender sobre cualquier cosa, que se dictaban talleres de lo que a
uno se le ocurriera. De golpe el muchacho se interrumpió y abrió grande los
ojos: “Don Iturralde, si usted necesita tranquilamente puede abrir el suyo”
El chico Smith vivía en la única casa decente de la
manzana, el padre, conocido suyo de sus años mozos, era el dueño del
inquilinato y al hijo le gustaba merodear por la vieja casa chorizo y asistir a
las rondas de mate cuando él y los demás se juntaban en el patio.
“Usted debe ser uno de los últimos guapos vivos. Ni lo
dude, alumnos va a conseguir –insistió el chico. Le dijo que para las clases él
podía pedirle a su padre que le permitiera usar la habitación del frente que
estaba vacía.
A Iturralde le gustaba el desparpajo con que lo trataba
el muchacho, los demás cuando se dirigían a él siempre lo hacían midiendo las
palabras. Encendió el cigarrillo y no le respondió. La verdad sea dicha, necesitaba
el dinero, había tenido una vida demasiado trajinada para su gusto y en el
último tiempo casi no le quedaba resto.
Infancia de canillita, trabajador del puerto, empleado de
seguridad del Concejo Deliberante, dos matrimonios para el olvido, asiduo
concurrente a la milonga, algún que otro entredicho con la autoridad por
alteración del orden y fama de diestro con el cuchillo; Iturralde ya tenía
sesenta y ocho y si no inventaba algo pronto corría el riesgo de engrosar la
nómina de clientes de la asistencia pública.
El chico de los Smith se apareció a la tarde siguiente y
le preguntó si había pensado en su idea. Le contestó que sí. “¿Y qué nombre le
va a poner?”. “¿Taller de Guapo Iturralde?”. “Póngale Taller de Guapo Iturralde
Hermanos, tiene otro vuelo”.
El muchacho también lo ayudo a confeccionar unos folletos.
Sin mucha expectativa, Iturralde los repartió en los bares y las whiskerías de los
alrededores de la plaza Defensa. Los bolicheros, que lo conocían bien, al
principio lo miraron con sorna, pero ante el gesto gélido del malevo bajaron la
vista y ofrecieron el lugar destacado de la vidriera para pegar las
publicidades.
Iturralde decidió organizarse: el paso siguiente era conseguir
una libreta, una birome y pensar en algo parecido a una propuesta pedagógica. Esa
tarde al guapo no se lo vio por el patio, encerrado en la pieza apagó la radio,
se tiró en la cama y mientras mordisqueaba sin ganas unos bizcochos de grasa, se
puso a pensar.
En el metier del guapo no había teoría, más bien todo era
acción y él contaba con no poca experiencia. En el puerto había aprendido el
manejo de la daga y de la época de guardaespaldas había participado en por lo
menos una docena de entreveros -en ninguno, por suerte, con muertes que
lamentar. Luego, hasta donde le llegaba la memoria, su vida había estado
marcada por la rígida ética del coraje, donde la austeridad en el decir, el
pulso firme y el optar siempre por el bando de los desvalidos, eran piezas
importantes.
Yendo a lo concreto, se dijo que para comenzar cada clase
podía proponer unos diez giros al trote alrededor de la pieza, luego unas
lagartijas y luego comenzaría a desarrollar su programa teórico-práctico que
tentativamente podría dividir en: Indumentaria básica del guapo (Bolilla 1); La
mirada (Bolilla 2); Cómo ingresar al boliche y de qué forma pedir la ginebra (Bolilla
3); Cómo prender el cigarrillo y el escupitajo de costado (Bolilla 4); El juego
de la seducción en la milonga y rudimentos del baile (Bolilla 5); Identificación
del rival y la provocación a la pelea (Bolilla 6) y El desenfunde de la daga y
rudimentos de su uso (Bolilla 7)
Con eso había suficiente como para un primer cuatrimestre
y más adelante iría adentrándose en cuestiones más avanzadas.
En los tres días subsiguientes Iturralde consiguió cuatro
alumnos. El primero, que se presentó temprano por la mañana en la puerta de la
pensión, era un bibliotecario lector del escritor Jorge Luis Borges, que –según
dijo- “buscaba pasar por el cuerpo la adrenalina, los miedos y las contradicciones
del cuchillero de las orillas”. Raros hay para todos los gustos, pensó el guapo,
pero quién era él para juzgar las motivaciones ajenas.
El segundo, un policía retirado que extrañaba su trabajo
y necesitaba mantenerse lejos de su hogar el mayor tiempo posible, la tercera era
una mujer bajita y muy nerviosa que buscaba obtener técnicas para lidiar con sus
dos hijos adolescentes. Y el cuarto –el guapo lo había visto venir- el impulsor
del proyecto y su seguidor incondicional, el chico de los Smith, al que -por
desgracia- no podría cobrarle los cuarenta pesos de cuota.
Ya con los primeros candidatos confirmados tuvo que
moverse con premura: el Taller de Guapo Iturralde Hermanos iría los martes de diecinueve
a veintiuna comenzando la semana siguiente. El guapo consiguió que Smith padre
mandara a dos grandotes que le vaciaron de muebles la habitación del frente, barrió
el piso de pinotea, le puso un tapete en el medio y llevó el Winco con su
colección de discos de D´Arienzo para las lecciones de milonga.
Así comenzaron las clases. El chico Smith enseguida se
transformó en su alumno más aventajado, la mujer bajita resultó una buena
bailarina de tango canyengue y al bibliotecario se le bajó la presión la
primera vez que Iturralde le puso en las manos su famosa daga arbolito con
mango de plata.
En el ensayo de la incitación a la pelea, el ex policía se
le fue encima intentando conectarle un golpe de puño. Iturralde interrumpió la
acción en seco: “El guapo nunca boxea a su rival, a lo sumo le da un sopapo de
revés -gesto con el que da a entender desprecio- y enseguida desenfunda”.
“¿Y el duelo con cuchillo es a muerte?”, se interesó la
mujer bajita. “Aunque existen y han existido siempre duelos a muerte, en la
pelea por lo común se hiere buscando no interesar órganos vitales –explicó el
guapo- Y con la primera sangre los rivales se dan por satisfechos, el desafío
queda saldado y el ganador invita a una ronda de ginebra para todos los
presentes”. El chico de los Smith tomaba apuntes.
A los alumnos fijos Iturralde comenzó a agregar algunos ocasionales:
turistas chinos o alemanes que –como parte del paquete de atracciones del
barrio de San Telmo- asistían a una clase, se subían a una combi y desaparecían
para siempre.
La presencia de estos foráneos –a los que igual daba un
plato de rabas de las cantinas de la Boca, el puente Zárate Brazo Largo, o su
invaluable oficio- a Iturralde lo sacaba de quicio: entendían poco y nada, distraían
al resto y -sobre todo los de raza amarilla- cortaban los momentos más intensos
para sacar fotos absurdas. Pero, claro, pagaban al momento y en dólares.
Aunque todo aquello, en definitiva, había nacido de una
conversación y de su necesidad económica, el guapo comenzó a experimentar una
serie de emociones encontradas: sentía que le gustaba enseñar, que esperaba semana
a semana el contacto con sus alumnos y al mismo tiempo se preguntaba si eso no lo
hacía menos hombre. La vida dura que le había tocado en suerte, su instinto de
supervivencia y los prejuicios de una época, quizás no habían permitido
siquiera plantearse disparate semejante: una carrera docente. Pero los tiempos
habían cambiado y ese presente vertiginoso y confuso en el que el guapo por
momentos se sentía un dinosaurio, tal vez ahora ayudaban.
Además había algo importante a tener en cuenta: sus
alumnos respondían. A la tercera clase la mujer bajita vino con la noticia que tras
una de sus habituales disputas familiares, con un par de inofensivos puntazos
en brazos y glúteos había conseguido que sus dos hijos adolescentes se fuesen a
bañar sin hacer escándalo. Era muy bueno que su labor tuviera un correlato
práctico en la vida diaria.
Con el taller Iturralde también observó algunos cambios
de hábito: comenzó a sentarse a su mesa del bar ‘El Federal’ a corregir las
pruebas escritas. Ese era su momento de solaz, y todos sabían que no podían
acercarse ni hablarle hasta que terminase de poner las notas.
Pero una felicidad y una armonía plenas y extendidas en
el tiempo nunca habían combinado con la vida de Carmelo Leoncio Iturralde. Una
tarde de viernes, mientras seleccionaba la lista de tangos para la próxima
clase, se apareció el chico de los Smith agitando un papel en la mano.
Iturralde leyó: “Taller de Guapo Comesaña SRL, con la incorporación de técnicas
orientales extraídas del kung fu y la disciplina samurái. Duelos a primera
sangre, milonga y cumbia orillera. Oferta promocional 30 pesos”.
“¿Lo conoce?”, inquirió el muchacho. El guapo no respondió.
Comesaña, claro que lo conocía, se había cruzado un par de veces con el sujeto,
era un compadrito bastante pendenciero de Barracas y en San Telmo estaba claramente
fuera de jurisdicción.
No quiso implicar al chico de los Smith: “Seguramente es
una broma, olvidalo, pibe”. “No, Don Iturralde, es la pura verdad. Por la
dirección es el local que estaba en alquiler al lado de la despensita ´Los
chilenos´, pasé recién y está dando clases. Tiene tres alumnos”.
“Y bueno -suspiró el guapo mientras descolgaba el saco
del perchero- si aquella era la intención el mensaje había llegado a puerto: ese era su barrio y esa su rama de la enseñanza, la provocación se había puesto en
marcha y justamente él no iba a esquivar el bulto”.
A paso decidido el guapo cruzó la plaza rumbo a la nueva
escuela. El chico de los Smith lo seguía unos pasos por detrás.“Don Iturralde, ¿qué
piensa hacer?”. “¿Y a vos qué te parece?” Le respondió casi con desprecio.
Cuando Iturralde entró al local supo que el otro lo
estaba esperando. Ante la inminencia de problemas los alumnos pasaron a su lado
y evacuaron a paso rápido. Comesaña conservaba la expresión feroz y el porte temible
que recordaba. “¿Qué decís, Iturralde, venís a inscribirte?”, lo recibió con
tono zumbón.
El guapo no estaba para prolegómenos, dio dos pasos
largos hacia el otro y sacó la daga. “¡Epa que estás apurado, che, pero te
quedaste en el tiempo!”, dijo el de Barracas, al tiempo que hacía un movimiento
de manos veloz a la parte trasera de la cintura. Entonces el guapo vio surgir
ese objeto estrambótico, eran dos palos gruesos y lustrosos unidos por una
cadena que el malevo visitante hacía saltar de una mano a
la otra y que giraba en el aire como una endiablada aspa de ventilador.
“¡Don Iturralde, cuidado, es un nunchaco chino!”, escuchó
a sus espaldas al chico de los Smith. “¡La puta con los amarillos –se dijo- primero
lo de las fotos en clase y ahora esto!”. Pero no debía ponerse dramático: se enfrentaba,
sí, a un rival feroz que utilizaba armas no convencionales, pero si había
llegado su hora y entregaba el alma, lo haría en su ley: resuelto y acometiendo
y –en una de esas- sumando una última bolilla a su programa de estudios: el guapo
debe vivir y debe morir defendiendo sus sueños. “¡Comesaña!”, aulló antes de la
primera estocada.
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