Su
nombre real era Juan Carlos, pero en algún momento alguien de nosotros le puso
Pancután. Pancután por esa crema para las quemaduras que se vendía en las
farmacias, pero sobre todo porque desde que empezamos el colegio, en la cabeza
de Juan Carlos, en su imaginación, nunca había habido otra posibilidad que la
de hacerse bombero voluntario. Era una especie de designio: su padre había sido
bombero, su tío era bombero y desde el útero materno, creo, Pancután ya venía
haciendo prácticas, cursos y ese tipo de cosas que, supongo, hacen los
aprendices de bomberos en los cuarteles y en los patios traseros de las casas
de otros bomberos.
Ahora que lo pienso, hasta recuerdo una clase de gimnasia en que hizo una demostración de salvataje, lo veo al gordo Suárez tirado en el piso haciendo de asfixiado y escupiendo con asco mientras Pancután, compenetradísimo, le atenazaba la mandíbula y pegaba los labios a los suyos haciéndole la respiración boca a boca.
Más allá de ese destino ineluctable, Juan Carlos no era un mal tipo, era despierto, bastante simpático, pero sobre todo había en él un elemento que instantáneamente lo transformaba en alguien atractivo: era ese tipo de gente a la que –a su pesar- siempre le suceden cosas extraordinarias, las sabe narrar y mientras uno lo escucha se pregunta por qué nunca, ni por asomo, en su perra vida le sucede algo parecido. Doy un ejemplo: desde que tengo uso de razón, creo, yo viajo en ómnibus de larga distancia, si hago una somera cuenta solamente desde que estoy en Buenos Aires debo haber hecho 650 viajes Retiro-Junín y viceversa; en esa cifra nada despreciable nunca me ocurrió que una chica muy atractiva, mayor que yo, sentada en la butaca vecina, en viaje nocturno se durmiera, soñara, y en la oscuridad de la ruta me abrazara y besara murmurando el nombre de un desconocido. Bueno, a Pancután le pasó, y a la intolerable edad de los dieciseis. A este tipo de cosas llamo yo extraordinarias.
Con Juan Carlos hicimos, completo, el secundario, después yo me vine a vivir a Buenos Aires, lo vi dos o tres veces más y finalmente nos perdimos en la noche de los tiempos. Hasta que hace un mes recibo un llamado del Gordo Suárez: Tenés a Pancután internado cerca de tu casa, por qué no te caes a ver cómo está, me dice. Yo ni siquiera sabía que estaba en Buenos Aires. Al parecer, nuestro amigo había pedido un traslado siguiendo a una novia y hacía tres años que prestaba servicio en un cuartel de Villa Crespo. Apurate porque parece que la palma, agregó, todo delicadeza, el Gordo. ¿Y por qué se va a morir?, quise saber. Suárez no tenía la menor idea, precisamente era lo que tenía que averiguar y después que lo llamara.
Pancután estaba internado en el Hospital General de Agudos Dr. Abel Zubizarreta. Fui a verlo un miércoles por la tarde, pero antes de subir a su pabellón hablé con los médicos para saber con qué iba a encontrarme: al parecer, en un procedimiento algo no anduvo y había sido rescatado por sus compañeros del interior de una iglesia reducida a cenizas. Milagrosamente no tenía heridas ni quemaduras exteriores pero había sufrido una importante insuficiencia respiratoria y sus pulmones estaban muy dañados.
La
sala de Terapia Intermedia era un cuarto largo, de techos altos, con unas
quince camas separadas por biombos. A mitad de aquel pabellón lleno de olores y
monitores titilantes, la enfermera corrió una cortinita y ahí estaba Pancután,
atado al sachet del suero, la mitad de la cara cubierta por una mascarilla de
oxígeno y con una mirada filosófica clavada en el cielorraso: ¡Tero, qué hacés
por acá!, cuando me vio se le encendieron los ojos. Tenía mejor cara que la
última vez que nos habíamos encontrado, ni por las tapas parecía alguien a
punto de dar el último suspiro. Le dije que el gordo Suárez me había avisado
del accidente. ¡Qué accidente, vos también con lo del accidente!, pareció
molestarse, yo me desconcerté, pero casi en el acto sus ojos volvieron a
sonreír: No puedo forzar la máquina, dijo señalando la silla que estaba junto a
la cama, pero si me tenés paciencia puedo contarte. Para eso vine, le mentí.
La enfermera nos advirtió que podía quedarme con la condición de que no metiéramos barullo y que él no se sacara la mascarilla, Juan Carlos le prometió que así se haría y la mujer desapareció. Aquella tarde de miércoles, entonces, como en una cápsula del tiempo, en esa sala de hospital volvió a operar el mecanismo echado a andar una y otra vez en el patio del colegio: Pancután –ahora con pausas regulares para conectarse a la mascarilla- contando una de sus experiencias inauditas, yo asintiendo y al mismo tiempo preguntándome si mi vida de los últimos años no sería más que una serie de aburridas repeticiones, de oportunidades desaprovechadas que ya no volverían a presentarse.
La enfermera nos advirtió que podía quedarme con la condición de que no metiéramos barullo y que él no se sacara la mascarilla, Juan Carlos le prometió que así se haría y la mujer desapareció. Aquella tarde de miércoles, entonces, como en una cápsula del tiempo, en esa sala de hospital volvió a operar el mecanismo echado a andar una y otra vez en el patio del colegio: Pancután –ahora con pausas regulares para conectarse a la mascarilla- contando una de sus experiencias inauditas, yo asintiendo y al mismo tiempo preguntándome si mi vida de los últimos años no sería más que una serie de aburridas repeticiones, de oportunidades desaprovechadas que ya no volverían a presentarse.
La cuestión había tenido su inicio una noche fría de invierno dos años atrás, Juan Carlos acababa de llegar al cuartel de Villa Crespo para cumplir con su turno cuando sonó la alarma. En algún lugar no muy lejano algo se quemaba. El equipo de bomberos se subió a la autobomba y sorteó oscuras bocacalles atronando y a la velocidad del rayo. El incendio era en un edificio de Av. Boedo, los dos últimos pisos de una torre de diez. Pancután y un compañero habían conseguido descolgarse desde una construcción vecina hasta los balcones de los departamentos afectados. Juan Carlos entró en lo que quedaba de un living, el edificio había sido evacuado pero al pasar junto a una puerta semi-obstruida, escuchó algo. Muy débiles, pero logré reconocerlos: eran gemidos –dijo removiéndose en la cama - Y al trasponer aquella puerta negra de hollín, Terito, mi vida cambió para siempre.
Sintetizando, Pancután había rescatado de aquel baño a una mujer joven, la chica había logrado salvar su vida introduciéndose en la bañera, el cuerpo desnudo cubierto con una gruesa capa de crema revitalizadora para cabellos florecidos. Tenía quemaduras en parte de la espalda y en una pierna pero estaba conciente. Juan Carlos la arropó con una manta empapada, la bajó en brazos por las escaleras de acero y cuando llegaron a tierra firme ocurrió el primer hecho extraordinario. Fue una señal, se apura a aclarar mi amigo: no hubo manera de desprender a la víctima del cuello de su salvador. Algo perplejo y con la venia de su superior, Pancután se subió a la ambulancia y tomándole una mano viajó con la desconocida hasta Hospital del Quemado.
Como todo en esta vida aquello pasó, Juan Carlos volvió a su rutina de mangueras y sacos antiflama, a compenetrarse en otro de sus infinitos cursos de entrenamiento, y terminó por olvidar el incidente. Transcurrieron seis largos meses hasta que otra noche fría de invierno volvió a sonar la alarma: otro edificio de la zona, los últimos dos pisos, las mismas características. Te juro, Terito, que el corazón casi se me sale por la garganta cuando por entre el humo de aquel baño vuelvo a encontrármela. ¿A quién? A ella, a la misma chica. Parecía un mal sueño, una broma de pésimo gusto. ¿Qué posibilidades existen en una ciudad como Buenos Aires de volver a toparse con alguien en la situación extrema de un incendio? A Pancután le vaciló la voz, le brillaron los ojos y volvió a colocarse la mascarilla intentando desarticular la emoción. Las quemaduras de la chica esta vez eran algo más comprometidas. Como en un acuerdo tácito, él la alzó en brazos, la arropó y en silencio volvieron a descender las escaleras metálicas y, luego, a compartir el viaje de ida al hospital. Viajábamos mirándonos a los ojos como dos adolescentes, a mí se me agolpaban un montón de pensamientos pero no conseguía decir palabra. Timidez, falta de reflejos, no lo sé, la cuestión es que no pude sacarle un
teléfono,
una dirección de correo electrónico...
La realidad gusta de las simetrías, como dice nuestro máximo escritor, o quizás se trate de una mano mayor (el que quiere puede llamarla Dios) que se divierte disponiendo las fichas para producir ciertas combinaciones, lo ignoro. Lo que sí puedo asegurar es que mi amigo no me estaba mintiendo, que su emoción era genuina, a Pancután la vida le acaecía como a cualquier hijo de vecino, nada más que en su caso algo se descentraba, se tornaba raro, y por culpa de ese enrarecimiento estaba ahora en aquella cama, quizás al borde de la muerte. ¿Qué podía reprochársele?
A partir de allí se sucedieron días angustiantes, algo había irrumpido en la vida de Juan Carlos para cambiarlo todo de sitio, se sentía desasosegado, comenzó a descuidar el trabajo. Me quedaba abstraído en la contemplación del fuego, la manguera se me caía de las manos, dice con tono amargo.
Transcurrió otro medio año para que en una noche fría volviese a escuchar la alarma anunciadora. Te juro Terito que no me sorprendió en absoluto, era como un llamado, una cita de plazo incierto que finalmente se cumplía. Otro edificio de la zona, los últimos dos pisos en llamas y como en un sueño propiciatorio, rechazando obstinadamente a cualquier otro socorrista que intentase acercarse, la exótica chica esperando por ‘su’ bombero. Las quemaduras esta vez le devastaban la mitad del cuerpo, su aspecto general, la verdad sea dicha, no era algo agradable de ver. Y camino al hospital, fue finalmente ella quien juntó el valor necesario para abrirme su corazón. Juan Carlos oculta la cara tras la mascarilla, aspira una profunda bocanada de oxígeno: Me confesó que al primer rescate yo había entrado en su vida para siempre y que la forma que había pergeñado para volver a encontrarnos había sido provocando esos incendios.
Misteriosos
los caminos del amor, digo. Misteriosos y arrebatadores, agrega Pancután, y se
le encarnan las mejillas. Ante semejante declaración, te imaginarás que sobraban
las palabras: ella me quitó las antiparras, yo le arranqué las vendas, dolor y
placer se fundieron en un mismo abrazo y en el interior de aquella pálida
ambulancia se selló nuestra unión.
A partir de aquel momento, con una suerte de excitada alegría infantil, Pancután y Amaranta (ese era el nombre de la chica) sintieron que debían recuperar el tiempo perdido. En los siguientes tres incendios, la relación se afianzó, por el tono en que vibraba la alarma del cuartel Juan Carlos reconocía el llamado, se subía a la autobomba en un estado de irrealidad, se sentía exultante, generoso, en armonía con el mundo. Pancután sonríe: Trepaba a esos balcones con un ramillete de fresias, un CD de Cristian Castro, una caja de bombones. Se le escapa una carcajada seca que ahoga tras la mascarilla: Tratá de imaginarme trasponiendo las llamas con una caja de bombones, que en cuestión de segundos quedaban reducidos a una pasta aguachenta. Nos causaba una gracia enorme, nos reíamos como locos.
El interior de aquellas ambulancias era el refugio ideal para el encuentro de los cuerpos: con la complicidad de los paramédicos, en el trayecto hasta el Instituto del Quemado y arrullados por el ulular de la sirena, Juan Carlos y Amaranta se hacían el amor sin egoísmos. A continuación, él mismo ayudaba con las curaciones. En dos palabras: eran felices.
Pancután hace una pausa e intenta introducir en sus pulmones maltrechos algo de oxígeno: Pero, claro, nada podía ser tan sencillo. En el entorno más próximo no tardaron en surgir voces disonantes. Primero fueron sus compañeros del Cuartel, luego los médicos: el estado físico de Amaranta se deterioraba vertiginosamente. Las heridas no alcanzaban a curar que ya su cuerpo volvía a ser agredido por el fuego.
¿Se justificaban tales advertencias?, se queja mi amigo. ¿Acaso no era el cuerpo arrasado de ella el símbolo palpitante de nuestra historia de amor? Hoy, transcurrida una semana de mi visita al hospital, no puedo dejar de pensarlo: si al encuentro de dos soledades se le quitan las circunstancias, los detalles que por únicos e irrepetibles de allí en más los definen y van a acompañarlos por el resto de sus vidas, ¿qué queda? No voy a justificar ni a cuestionar la decisión tomada por los enamorados, pero si así había nacido aquella historia, lo más sensato era que así continuase.
Pese a las dificultades y a los peores pronósticos el romance, obstinado, prosiguió. Pancután y la chica alquilaron un departamentito y llegó el momento de las presentaciones familiares. Los padres de ella vivían en Catamarca y el trato fue vía telefónica, la complicación fue con la madre de Juan Carlos. La expresión de Pancután se ensombrece: Como es lógico deducir, a esa altura del fuego Amaranta había perdido completamente el cabello, cejas y pestañas estaban arrasadas y su oreja derecha se había reducido a una pasa disecada. Ocurrió que a pesar de todas las advertencias y reconvenciones previas al viaje, cuando fueron a buscar a su madre a la terminal de ómnibus, la mujer armó tal escándalo que terminaron los tres demorados en la oficina de Prefectura. Después, como sucede habitualmente, pudo más el cariño, suegra y nuera congeniaron y terminaron por aceptarse.
Se dio a partir de aquí, esa tregua mágica en la que el hombre y la mujer van descubriendo si la decisión de compartir una vida es un espejismo o una realidad posible. A medida que la iba descubriendo, Terito, Amaranta se tornaba más y más fascinante: la pasión que ponía en cada cosa, su alegría a pesar de las dificultades, terminaban por contagiársete. Había encontrado a la mujer que uno sueña, por la que espera toda su vida. ¿Comprendés lo que digo?
Seis meses más tarde, finalmente, otra noche fría de invierno la pareja contrajo matrimonio. El escenario elegido fue la Iglesia Nuestra Señora de La Merced. Pancután se detiene y me clava unos ojos alucinados: ¡Terito, fue un espectáculo cinematográfico! El campanario y la alta cúpula lamidos por las llamas, los compañeros del Cuartel, los familiares y amigos asistiendo, hechizados, desde la vereda de enfrente, Juan Carlos con su uniforme de gala irrumpiendo hacha en mano, el pesado portón que se resiste ante los primeros golpes, que finalmente cede y se entreabre: y en el interior, junto al altar mayor, aguardando, primorosa, casi mística, la imborrable imagen de la novia, con su velo, su cola y su vestido blancos, en vivas llamas.
Llegué hasta la mitad de la nave central, dice Pancután, y hasta ahí recuerdo. Más tarde supo que sus compañeros lograron rescatarlo, que estuvo luchando por su vida dentro de una carpa de oxígeno durante una semana. Juan Carlos me toma del brazo y dos lágrimas, ahora sí, afloran sin que pueda impedirlo: Ella y yo lo sabíamos, Terito, un último incendio marcaría el final del camino. Pero yo te pregunto: ¿quién tiene asegurado nada en esta vida?
¡Nadie, Pancután, obviamente, nadie!
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