martes, 20 de octubre de 2015

¡BESAME MUCHIIIOOOO!...

La elección era reñida, Maloney y Lubbek, habían recorrido el país, se habían disfrazado de obreros, de agricultores, de buzos tácticos. Habían visitado asociaciones de socorro, hospitales, estrechado manos sucias, compartido pizzas y hot dogs. Pero a pesar de tanto esfuerzo las diferencias entre ambos eran ínfimas.
Robert W. Maloney, el Presidente en ejercicio, luchaba por un segundo mandato. Su equipo de asesores, reunido desde hacía setenta y dos horas en el Salón Rectangular, no lograba dar con una idea decente. Peter Carretiere, el publicista de confianza del candidato, un viejo halcón en luchas electorales, pidió la palabra:
- Señor Presidente, con todo respeto, en situaciones como la presente, con cifras tan ajustadas y tal porcentaje de indecisos, la medida aconsejable es besar niños.
El equipo de campaña se sumió en un silencio admirado. ¡Besar niños! El poder del beso al niño en la sensibilidad de la masa, ¡una estrategia psicológica imbatible! Se hicieron los arreglos. Robert Maloney se subió a un helicóptero, en ocho horas visitó treinta y dos nurseries y sesenta y siete orfelinatos. Fue un esfuerzo encomiable: besó once mil doscientos quince bebes de pecho y catorce mil seis niños.
Agitados, los observadores del partido rival llegaron al bunker de William Lubbek con la calamitosa noticia.
- ¿Jefe, ya lo sabe?
- ¡Tranquilos! -el candidato opositor, un político veterano de basta experiencia en contiendas electorales, sabía qué hacer.
Esa noche, en el programa televisivo de Ronnie Salcedo, en lo más álgido de una interpelación con organizaciones sindicales, se escuchó un murmullo detrás de cámaras. Un asesor acercó a la mesa de debate la silla de ruedas de Carol Mary Oates, la mujer del candidato, hemipléjica por un accidente aéreo desde un par de años atrás. William Lubbek se inclinó sobre su esposa y con extrema dulzura sus labios se encontraron: fue un beso casto, marital.
¡Una estocada  irreprochable!. El beso de marido fiel conquistaba la adhesión inmediata de las poderosas ligas de familia, los grupos puritanos, el clero y las esposas decentemente casadas. A los que Lubbek, con astucia de tahúr, sumaba las asociaciones de minusválidos y discapacitados.
En el Salón Rectangular, las hojas de las encuestas volaron por el piso: “¡Por qué nadie lo pensó!”, parecía reprochar con la mirada  Robert Maloney. Los cinco puntos laboriosamente ganados con los niños, volvían a caer. El equipo citado de urgencia parecía hundirse en un nuevo clima de amenaza. Peter Carretiere no se entretuvo en preámbulos:
- ¡Señor Presidente, con todo respeto, de acuerdo a mi análisis y conforme a tendencias y otros datos relevantes, ¡lo aconsejable ahora es el beso al padre!
¡Notable! ¡Extraordinario! ¡La autoridad simbólica del beso al padre, al anciano de la tribu! ¡Qué poder de síntesis! ¿Cuántos votos representaba la tercera edad? Se consultaron nerviosamente los últimos registros. El comité de campaña volvió a actuar como un aceitado escuadrón de especialistas. El viejo Senador Robert Maloney no estaba en la Capital, se hallaba de vacaciones en las nevadas montañas de Wyoming con su tercera esposa. Hacia allí partieron. Pero había cierta dificultad: Maloney padre y Maloney hijo no se dirigían la palabra. Desde finales de la Guerra de Corea, el progenitor había expulsado del hogar al ahora Presidente por haber atropellado en estado de ebriedad a Jimmy, el gato siamés premiado de la familia.
Las negociaciones fueron arduas pero el viejo Senador accedió al beso filial por una nueva banca en el Senado y un permiso de pesca de por vida en los lagos de Disneyworld. 
Sin demoras, comenzaron a sonar los teléfonos:  el Club de Abuelos, la Federación de Numismáticos y Filatelistas, diversas asociaciones de veteranos, de solos y solas, adelantaban su voto favorable. Tres estados indecisos se volcaban por el Presidente. Las encuestas volvían  a sonreír.
El contraataque no se hizo esperar. El veterano William Lubbek y su equipo de campaña, en franca guerra declarada, salieron a besar minorías étnicas: mezquitas y sinagogas, mercados coreanos, locales de comida mexicana, trattorias italianas. El dispositivo opositor funcionaba de maravillas: el candidato y su escolta ingresaban en los establecimientos, sin preámbulos besaban a los presentes y tirando al aire boletas electorales se retiraban cantando “Bésame / bésame muchiiiooo...” Para grupos de riesgo, como enfermos contagiosos o musulmanes fundamentalistas se usaba un equipo de dobles.
Faltaba una semana para la elección, el clima de la contienda entraba en el frenesí de la recta final y la situación no había mejorado. En los distritos del Norte y Sudeste las encuestas registraban un virtual empate técnico. Llegaban noticias confusas de que en varios estados, en un desesperado impulso por conseguir votos, varios equipos de campaña habían enloquecido saliendo a la calle a besar indiscriminadamente.
En el Salón Rectangular, tras las palabras irrebatibles de Peter Carretiere, de pronto se hizo un silencio: en media hora el Presidente debía salir al aire para la confrontación final con William Lubbek.
- ¡Demasiado arriesgado! -se atrevió a comentar el Jefe de Prensa. Peter Carretiere ni siquiera lo miró. Sus ojos  de halcón estaban clavados en Robert W. Maloney:
- ¡Señor Presidente, con todo respeto, si usted confía en mí, esto es lo que corresponde!
Robert Maloney tragó saliva y se acomodó el nudo de la corbata mientras la maquilladora le empolvaba la frente.

El programa de Johnny Ribson era el clásico de los programas   políticos: el país entero estaba paralizado, el rating al tope, ciento cuarenta y cinco millones de televidentes pegados a la pantalla a la espera del debate final. Los candidatos en sendos estrados, enceguecidos por los reflectores, sonreían a la nada. El periodista estrella, Johnny Ribson, se demoraba en un largo prólogo exaltatorio de los postulantes. En el segundo bloque finalmente se le cedió la palabra al presidente en ejercicio: Robert W. Maloney miró con determinación a cámara y carraspeó:
- ¡Señores, señoras, queridos conciudadanos! -pero de golpe plegó el papel del discurso y se bajó del estrado.
Hubo un murmullo de confusión. El Presidente ahora caminaba hacia el estrado de su rival y entonces sucedió. Con un diestro movimiento de mano  aprisionó la nuca de Lubbek y lo atrajo hacia sí: fue un beso largo, denso, lúbrico. El beso agresivo del macho dominante que somete violentamente a su débil amante apropiándose de su voluntad, haciéndose dueño de su destino.
Los flashes captaron el parpadeo atónito y semiasfixiado del veterano Lubbek y un ¡Aaaah! de asombro de los equipos de asesores, de los productores, de la gente del piso, acompañó de fondo. ¡Fue la salida genial! ¡El plan maestro del más astuto halcón de la confrontación política!
Los ojos de Peter Carretiere en un extremo apartado del estudio, lejos del tumulto y la excitación, sonreían. La elección estaba definida.

sábado, 10 de octubre de 2015

Roland Garros

- No podía arruinarla. Yo de una forma o de otra el partido iba a ganarlo...
- Pero, pará, vayamos por orden: todavía están en el vestuario, faltan unos minutos para salir, afuera se escucha el público, está repleto de gente, ¿qué pensabas en ese momento?
-  Te lo estoy diciendo: que no podía perder.
- ¿Así nada más? ¿Te decías no puedo perder?
- Me decía: no voy a ser el típico jugador que pierde una final por no salir a buscar el partido, por no agotar todas las posibilidades que tiene a su alcance.
-  Pero vos no te sentías favorito.
- No, claro. Él venía de una temporada increíble, había ganado Buenos Aires, Montecarlo, Hamburgo, había sido finalista en el Master Series de Miami. Pero yo sabía que había algo que lo emparejaba.
- ¿Qué cosa?
- La rivalidad.
- ¿Se tenían pica?
- Nos odiábamos. Enfrentarnos era como un clásico del fútbol, no importaba mucho quién estaba mejor o peor, ¿éntendés? Y por otro lado, para mí Roland Garros había sido siempre una obsesión, como una especie de enfermedad, la razón por la que yo me había dedicado al tenis. Tenía que ganar.
- Bueno, él podía estar pensando lo mismo.
- No, él no.
- ¿Por qué?
- Porque era un pecho frío, un jugador increíble, pero frío, sin sangre. Lo importante era que yo había llegado a la final, ¿entendés?, y nada ni nadie me la iba a robar.
- Yendo al partido: los dos primeros sets para él fueron bastante fáciles. Vos no te podías soltar, no estabas jugando bien.
- Los dos primeros sets yo la estaba pasando mal. Me decía: reaccioná, estás haciendo el papelón más grande de una final de Grand Slam. Y lo peor de todo es que no estaba jugando mal, era él que estaba jugando tremendamente bien.
- ¿No te daba chance?
- No. Viste que generalmente vos vas dos-cero o cuatro-cero y se te da una posibilidad y si hacés el punto ya empezás a conectarte, a jugar un poco más. Bueno, él no me la daba, siempre que lo tenía para ganar me hacía un tiro fantástico, que no sé de dónde sacaba, y ganaba el punto.
- Igual en el segundo sets algo empezó a cambiar.
- Sí, fue en el final del segundo, peloteando, empecé a darme cuenta de qué comenzaba a emparejarlo. Y ya el tercero lo gané seis-cuatro.
- Entonces se dio lo del calambre.
- Sí
- ¿Él se acalambró porque estabas vos enfrente, por la rivalidad que tenían, o le hubiese pasado lo mismo con cualquier otro rival? ¿Qué pensás?
- Que no se acalambró.
- ¿Decís que lo simuló?
- ¡Totalmente! Como te dije antes, entre nosotros había un partido aparte, nos detestábaos, la temporada anterior nos habíamos peleado mal. Yo siempre fui muy emocional, algo sacado, y él se aprovechaba. Justo antes de enfrentarnos en Madrid hizo correr la bola de que mi novia me estaba metiendo los cuernos con Robby Mueller.
- Bueno, vos no eras ningún inocente, lo acusaste de arreglar partidos por plata.
- Se lo merecía, por no tener códigos, por mentiroso. ¿Vos por qué lo defendés?
- Yo no lo defiendo, solo digo…
-  ¡SÍ, LO DEFENDÉS! ¡ERA UN SOBERBIO, UNA MALA PERSONA! ¿PREGUNTÁ EN EL CIRCUITO? ¿PREGUNTÁ A LOS QUE LO ENFRENTARON LAS ACTITUDES QUE TENÍA EN EL VESTUARIO? ¡ERA UN HIJO DE PUTA!
- ¡Bueno, pará! Bajá la voz porque van a venir a buscarme y vamos a tener que cortar.
- Okey, discúlpame.
- Volvé a lo del calambre.
- El calambre. Si vos recordás, lo del calambre fue la misma situación que habíamos vivido en Hamburgo. También se había acalambrado y en el tercer sets me ganó dándome el baile de mi vida. Yo sé lo que es acalambrarse, tuve que abandonar un montón de partidos por acalambrarme: no podés moverte. Y si ahora estaba acalambrado, para mí es imposible que jugara un quinto set como después jugó.
- No nos adelantemos, estamos en el cuarto, cuando vos lo ves  a él rengueando, con dificultades para desplazarse…
- ¿Sos tonto? ¿Qué parte no entendés? Te digo que no estaba acalambrado...
- Disculpame, cuando vos lo veías simulando ese calambre, ¿no se te hacía difícil seguir jugando con un rival en esas condiciones?
- Para nada. No me hacía ningún efecto, ya había aprendido la lección. Estaba ahí para ganar como fuese. Si se acalambraba, si se quebraba una gamba, si le daba un infarto, era lo mismo. Recordá lo que dije al principio: yo iba a ganar.  A ver, por ahí no termino de explicar bien la dimensión de todo esto: ¡era la final de Roland Garros, el sueño de mi vida, la fantasía de cualquier tenista!
- Está claro. Volvamos al partido: ese set lo ganaste seis uno.
- Sí, me sentí por primera vez fuerte, pero al mismo tiempo empezaba a pensar en lo que se venía: yo sabía que el quinto iba a ser una guerra.
- ¿En el quinto set él tuvo dos match point?
-  Fue muy loco, porque yo nunca me había caracterizado por tener la cabeza fuerte. Pero estaba match point abajo y me decía: esperá, tranquilo que no te lo gana, el maricón no te lo gana. Y los levanté las dos veces.
- ¿Y entonces llegó tu oportunidad?
- Exacto, lo doy vuelta, me pongo siete-seis, quince-cuarenta arriba y tengo mi oportunidad de partido.
- ¿Qué pensaste en ese momento?
-  Fue muy loco, antes de que él sacara me pasaron mil quinientas cosas por la cabeza, empecé a pensar en todo lo que había vivido desde chico con el tenis, me acordaba de mi familia, de mi primer entrenador. Estaba ahí, ¿entendés?, a nada de ganar, era el sueño de toda mi carrera.
- ¿Cómo fue ese punto? Describilo.
- Cuando él sacaba yo generalmente le devolvía por el medio, porque si le devolvía a los costados, le daba más ángulo y me hacía correr mucho. Entonces me digo: le devuelvo por el medio la que viene y me va a venir más o menos por el medio. Saca, yo salgo por el medio por el lado del drive  y me tira un paralelo de derecha fuerte, un golpe que no me había tirado en todo el partido. Me desconcierto y medio que la meto así como puedo. Empezamos a pelotear el punto y en ese momento pasa lo que yo ya sabía que en algún momento iba a pasar.
- ¿Qué cosa?
- Me viene a la cabeza ese pensamiento -yo soy un tipo complicado, ya lo sabés, siempre fui de sabotearme, de problematizar, de buscarle el pelo al huevo a todo.  Estamos peloteando entonces me digo: aunque lo tengo match point está mejor que yo. Si levanta este punto seguro que me gana los tres siguientes y pierdo el partido. Era algo más fuerte que una intuición, era una certeza, ¿entendés? De algún lado me venía esa imagen de lo que sí o sí iba a pasar, y yo no podía hacer nada para impedirlo.
- Y entonces sucedió.
- Sí, entonces sucedió.
- A ver, detenete un momento. Desde que estás acá, esto nunca lo contaste en una entrevista, ¿podés hacerlo en detalle?
- Estamos quince-cuarenta, él me deja una bastante fácil al revés y yo le tiro un passing corto y lo traigo a la red. Me la devuelve accesible al drive -en el medio yo tengo este pensamiento insistente, taladrándome la cabeza: está mejor, está mejor, me va a ganar. Entonces le tiro un globo alto, más alto de lo necesario, yo calculo los segundos que va a tardar hasta que baje y él pueda pegarle, y mientras la pelota flota en el aire salto la red, voy hasta el bolso, saco la pistola que ya tenía preparada y le disparo.
- ¡Impresionante!
- Sí, fue bastante impresionante. Un solo disparo, le di en la cabeza.
- ¿Murió en el acto?
- Es lo que dijeron después los médicos. A mí me hubiera gustado que viviera unos minutos más para que viera lo que iba a pasar a continuación.
- Te confieso que en mis años de periodista presencié algo así: fue el momento más loco que viví en un partido de tenis. El silencio que se creó en el estadio fue algo único.
- Sí, bastante impresionante…
- ¿Y cómo fue lo del ampayer? ¿También lo tenías planeado?
- Sí, claro. Yo sabía que si después del disparo el ampayer no anulaba el punto, por reglamento yo lo ganaba y, como estábamos match point, ganaba el torneo. Así que me acerqué a la silla…
- Y también le disparaste.
- Sí, al medio del pecho.
- ¡Impresionante!
- Sí, también fue bastante impresionante. Entonces ahí sí se me llenaron los ojos de lágrimas, tiré la raqueta al aire, me fui al centro de la cancha y se desató la locura.
- No hubo mucha locura. Para ser justos el público no aplaudió.
- ¡Sí aplaudió!
- ¡No aplaudió! Sólo se escucharon las palmas de un par de desorientados que no terminaban de comprender lo que acababa de pasar.
- Para mí fue suficiente. Finalmente cumplía el sueño por el que había trabajado toda mi vida Yo ya era el nuevo campeón y nadie podía quitarme eso. ¡Era el campeón! ¡Era el mejor! Bueno, ahí vienen a buscarte. Te tenés que ir.
- ¡Qué lástima! Una última pregunta: ¿valió la pena? Quiero decir, ¿en todo este tiempo nunca te preguntaste si no hubiese sido mejor jugar ese punto, que terminar en la cárcel, con  una condena a perpetua, lejos de tu país quizás por el resto de tu vida? 

- Por supuesto que valió la pena. Yo gané. Como te dije al principio, de una o de otra forma yo iba a ganar. Y entré en la historia del tenis, soy campeón de Roland Garros, no es poca cosa, ¿no?

domingo, 4 de octubre de 2015

Yo quiero a mi bandera

Personaje:
JULITO

Entra Julito, 20 años, aspecto común, lleva una carpeta con documentación. Sólo causa extrañeza un dato: su brazo izquierdo es ostensiblemente más grueso, más musculoso y más largo que el derecho.

JULITO: En la playa de estacionamiento yo empiezo en julio del ‘96’, 3 de julio del ‘96’, me acuerdo porque el 2 es el cumpleaños de mi vieja y ese día había venido a casa mi tío Roque, que es transportista, y mi tío Roque va y me dice que estaban buscando gente, que me presentara de parte suya y yo fui y me tomaron. ¡De banderillero, sí, acomodador de autos!  Cuando entré hice todo el circuito, primero hacía mandados, le cebaba mate al encargado, manguereaba el playón. Los domingos tenía que hacer el fuego, desengrasar la parrilla, asar los chorizos. Bastante después empecé a acomodar los autos. Las banderas me gustaron desde siempre. Si voy para atrás, esas imágenes que a uno le quedan, puedo verme con una banderita argentina en el patio de la escuela Malvinas Argentinas. Después, con el viejo y mi otro tío, Héctor, camino a la cancha. Yo era chico y me acuerdo que les insistía para que me llevaran a ver a Villa Dálmine, quería subir a la tribuna, agarrarme de la bandera de la hinchada. No sé. ¡Una vocación!...
Un día estoy en la playa y, de pura casualidad, un acomodador hace un mal movimiento y se recalca el hombro. Entonces el encargado va y me dice: “Tomá, pibe”, y me trae la bandera y me la da.
Julito contempla en la mano de su brazo hipertrofiado una bandera invisible, extasiado.
¡No lo podía creer!  Había quedado como atontado, sin reacción, como si me estuviera sonando la Marcha de San Lorenzo y el Himno Nacional adentro de la cabeza.
Abre la carpeta, extrae unas fotos.
¿Ven? ¡Miren acá! Estoy estacionando un Valiant modelo ‘65’. Un recuerdo imborrable. El dueño era viajante de Arcor, un tipo macanudo, terminamos haciéndonos amigos. Acá estoy con la Pick Up. Al de la Pick Up le gustaba mi movimiento de bandera, me lo dijo desde un principio, llevaba la camioneta sólo en mi turno. Cómo explicarlo: yo lo disfrutaba, con este trabajo yo me sentía un afortunado, era feliz.
Se conmueve, se le empañan los ojos. Para superar el trance abre la carpeta, lee.
El problema empieza…, a ver, a principios del ‘94’. Marzo del ‘94’, para ser precisos. Un día se aparece un tipo en la playa, yo estaba cumpliendo el turno y me dice: “¡Pibe, soy el Secretario General del Sindicato, avisale a todos que vamos a convocar a una asamblea!” Yo la verdad que de política no entiendo nada, y a este tipo era la primera vez que lo veía. Los de la playa después me dijeron que era un grosso, que había estado en la cárcel, que era primo hermano del Perro Santillán. A mí cuando habló me pareció sincero. El conflicto parece que era por el tema este del brazo (se contempla el brazo) Yo no tenía ni idea, pero parece que en la playa, al trabajar se te desarrolla un sólo brazo, que es con el que movés la bandera (hace el movimiento), y el otro que no trabajás no se te desarrolla. Al principio yo no lo había notado, pero después me empecé a dar cuenta de que lo empezaba a tener distinto y a la noche lo sentía como agarrotado, me dolía.
“Trabajar los dos brazos, ya”, fue la consigna que largó el tipo y el primer punto del petitorio que nos hizo firmar. El tipo explicaba que se estaba violando “un derecho inalienable del trabajador”. “¿Por qué un agente de tránsito, un limpiavidrios, un simple malabarista de la 9 de Julio, te trabaja los dos brazos y el banderillero no?” “Hay una clara desigualdad ante la ley, una injusticia”, decía. Nos mostró unos estudios médicos de la Organización Internacional del Trabajo, por acá los tengo…
Vuelve a  buscar en la carpeta, lee.

“En este caso puntual, el fenotipo se conoce como ‘brazo de banderillero’. En términos clínicos consiste en una “macrotia álgida crónica de la extremidad, con implicancia en el sistema muscular del antebrazo, vasos y tendones cruzados. El trabajo intensivo durante tiempo extendido, con brazo elevado y movimiento repetitivo, sobrealimentan de lactosa los músculos implicados agravando el cuadro”.
Para mí no era para tanto. Por ahí, sí, había algunas burlas. No sé, algún bardero con unas cervezas demás que pasaba y te gastaba un poco. “¡Eeeeeeh Guillermo Vilas...Guillermo Vilas...eeeeeeh!”, te decía. Cosas inofensivas. Había que tomárselo con soda, ¿no?  Yo quería trabajar, que me dejaran hacer lo mío. Ese trabajo me gustaba, lo disfrutaba mucho, me hacía feliz.
Vuelve a quebrarse. Se recompone.
Resulta que el Sindicato entonces reclama y los dueños de las playas de estacionamiento no quieren ni sentir hablar del asunto. La cuestión al parecer era esta (vuelve a abrir la carpeta y saca una planilla, la estudia, la da vuelta)  Si se puede ver el gráfico: esta es la playa, este el área donde el trabajador banderillero cumple su función, ¿no cierto?, la calle tiene sentido norte-sur, por lo tanto, el banderillero enfrenta el tránsito automotor así y mueve la bandera en este sentido. Entonces, es el brazo izquierdo, el que soporta la carga laboral y el que termina afectado.
El gremio, entonces exigió qué cada playa constara de dos sectores, uno a cada lado de la arteria vehicular, de forma tal que implementando un sencillo sistema de turnos rotativos los banderilleros pudieran trabajar un tiempo de cada lado y solucionar el problema. La cosa, decía el gremio, se resolvía con más inversión.  “¡Un completo disparate! -respondió la patronal- Ni juntando a todos los dueños de playa, ni asociándonos con capitales externos se podría solventar algo así”.
Después se  apareció uno de los principales socios capitalistas de los playeros e hizo otra propuesta: que el Gobierno de la Ciudad cambiara la dirección del tránsito una vez cada quince días para que pudiésemos trabajar los dos brazos. Pero tampoco prosperó. Al final, no hubo acuerdo y, bueno, trajeron a esos muñecos de Taiwán a batería, con la cara de Menem, de De la Rúa, ¿los ubican?  Esos del piloto amarillo con capucha (mima los movimientos del muñeco).
Les digo algo, yo con los muñecos nunca tuve ningún problema. Es más, me hice muy amigo de uno. Gallardo, le decía yo, por el Muñeco Gallardo. Lo esperaba hasta el cambio de turno y nos íbamos a tomar unas cervezas por ahí. Qué se yo, me decía: bien o mal somos todos laburantes, para qué embromarnos entre nosotros, ¿no?
Y bueno, esto fue en octubre o noviembre, si mal no recuerdo, y ahí nomás la gremial hace una reunión y deciden los sabotajes. Yo nunca supe exactamente cómo lo hacían, pero al parecer venían por la noche agarraban a los muñecos y les ponían líquido de frenos en las baterías. ¡Fue un descontrol! Los muñecos de golpe empezaron a estacionar los automóviles en cualquier parte, se subían a los capots de los autos y se ponían a zapatear, manoseaban a las clientas, o les agarraba un ataque como de epilepsia, se ponían a temblar y les salía un líquido azul por la boca. ¡Un desastre! A los dueños de las playas les llovieron los juicios, tuvieron que contratar servicios de seguridad que igual eran burlados. Al final las playas fueron atacadas por patotas a sueldo y tuvo que intervenir la Gendarmería.
Como dije, no entiendo nada del tema, pero creo que en la lucha por los derechos del trabajador hay métodos y métodos, y con los métodos violentos siempre algún inocente paga el pato.
Bueno, ese inocente fui yo. Según supe después, fue a uno de los pesados del gremio al que me le crucé entre ceja y ceja, la razón era mi relación con el Muñeco Gallardo, entendían que a través de él yo le pasaba información a la patronal y estaba saboteando la medida de fuerza. Así que en uno de los choques me agarró un grupo contratado de la barra de Almirante Brown y me dieron de arriba y de abajo, de frente y perfil (lee en la carpeta) Una semana en terapia intensiva con pérdida de conciencia, fractura de cráneo, un hematoma sangrante en el vaso, seis costillas rotas, desprendimiento de retina de un ojo y una quebradura de tibia y peroné en la pierna izquierda.
Pero la cosa no terminó ahí, estando internado en la clínica me llegó el telegrama de despido: “Por agitador y violento, Playas de Estacionamiento S.R.L. prescindía de mis servicios”. Para los dos bandos de una guerra incomprensible, entonces, yo era el culpable. Y después de eso, la verdad que no estuve bien.  En esa playa yo hacía lo que me gustaba, había vivido momentos felices, tenía a mis amigos. Y un día la vida te golpea y te quedas desnudo y sin nada. Entré en un pozo depresivo, todo el día metido en la cama, tapado con dos frazadas, incluso hasta pensé en atentar contra mi vida (abre la carpeta y lee)  “Cuando un evento traumático desborda la capacidad de objetivación del Ser, sobreviene la crisis. El afecto, el contacto con el Otro, convocan a través de su praxis a un encuentro primario con el Yo. Ser, Cuerpo Objeto y Sensorialidad, actúan entonces como vehículo logrando el compromiso y reconociendo al Otro como puente hacia lo sensitivo”.  ¿Se entiende? Yo tardé pero finalmente comprendí esas palabras: para salir de ese estado yo necesitaba de mi amigo, necesitaba recuperar mi relación con el  Muñeco Gallardo. Yo había hecho una amistad, y en los momentos desesperados, cuando uno por ahí está pensando en cometer la peor de las locuras, necesita la palabra de un amigo. Bueno en este caso no la palabra, porque Gallardo no se expresa verbalmente.
Entonces, un par de compañeros que habían ido a verme a la clínica se pusieron en campaña para encontrarlo. El día del ataque el Muñeco había desaparecido y no habían vuelto a verlo por la playa. Comenzaron a rastrearlo por la zona, finalmente lo encontraron en la feria de San Telmo trabajando de hombre estatua.
Y así se reanudó nuestra relación, volvimos a disfrutar de la mutua compañía. Yo necesitaba volver a trabajar, así que decidimos emprender algo juntos. Para ser sincero, con este brazo y con las habilidades de Gallardo para hacer de hombre estatua, podríamos haber conseguido trabajo fácil en un circo, o en el programa de Mauro Viale, pero no es mi estilo, yo soy un tipo de perfil bajo, no me veo en el mundo del espectáculo y la verdad es que tenía otra idea.
Comercialización de banderas y banderines. Al por mayor y al por menor. Empezamos como prueba piloto en la cancha de Villa Dálmine y nos fue bien. En poco tiempo nos fuimos extendiendo y ahora cubrimos toda la Primera A y los torneos de ascenso. Incorporamos cuatro vendedores, pedimos un crédito y armamos una pyme. El Muñeco Gallardo se encarga del departamento contable y la atención a proveedores, yo hago la parte de marketing y, aunque no lo necesitamos, sigo vendiendo: lo disfruto tremendamente. Cuando subo a las tribunas, se fijan en el brazo y no pueden dejar de comprar. El otro día a la salida de Nueva Chicago-Lanús sucedió algo hermoso: me encontré con un ex cliente de la playa. Fue una alegría, dijo que me reconoció a la distancia, por la forma de mover la banderita.
¿Bronca? No, creo que no tengo bronca. Sé que lo que viví fue una injusticia, pero el mundo está lleno de injusticias mucho más grandes y, sin embargo, la gente sigue viviendo. Pero de todas formas, creo que uno debe ser fiel a sus sueños, seguirlos siempre, cueste lo que cueste.
Yo ahora tengo un sueño y quiero cumplirlo. No sé, por ahí es una pavada, pero me gustaría hacer la llegada de un Gran Premio de Fórmula 1. Ver entrar por la recta a esas tremendas máquinas, el estruendo de los motores, la gente con la boca abierta de la emoción y yo agitando y agitando y agitando la bandera a cuadros. Siempre tuve esa fantasía.

APAGÓN