lunes, 21 de diciembre de 2020

La velocidad de las cosas

Mi padre se detuvo, mi hermano Ramiro y su mujer también, mi madre obviamente no, mi madre falleció en el ‘95’ y si viviese, pobre, creo que no se hubiese detenido. Mi hermana Vivi, no; yo estoy escribiendo esto así que tampoco. En el barrio el fenómeno fue dispar, sin lógica aparente, hablo de alguna lógica de este mundo.

La cosa es más o menos esta: hoy es jueves, el lunes a eso de las diez de la mañana la gente que iba por la calle para las oficinas, a los gimnasios, a casa de otra gente, empezó a andar lento, cada vez más lento, hasta que se detuvo. Así de simple.

Digo la gente que iba por la calle para ser gráfico, pero el fenómeno incluye a los que estaban en sus casas, en edificios públicos, negocios, automóviles, pizzerías. Cuando sucedió yo dormía, siempre duermo hasta el mediodía, así que al despertar, mientras encendía las hornallas para calentar el café me enteré por la tele.

¿Cuesta creerlo? A mí no, diría más bien que lo creo perfectamente, como están dadas las cosas en el mundo hoy puede suceder casi cualquier cosa.

¿Estrés, un virus desconocido que ataca al sistema nervioso central? Los genios de los programas de la tarde tartamudean su asombro sin ponerse de acuerdo. Como en toda ciudad más o menos organizada se puso en marcha el sistema sanitario y a media tarde aullaron ambulancias trasladando a los primeros a los centros de diagnóstico. Los sometieron a exámenes, los tomografiaron, no habían entrado en pánico, no estaban en estado de shock, sencillamente se habían detenido.

La cantidad total se ignora: digamos que una parte importante de la población. De una familia tipo, por poner un ejemplo, dos se detuvieron y tres no. En nuestro caso, si cuento a mi cuñada como familia, la cifra se invierte: tres sí y dos no. El martes, mi hermana lloró casi todo el día, por la tarde me insultó como si yo fuese el responsable, por la noche armó un bolso y se fue a lo de nuestra tía Haydée a Mar del Plata.

Los hospitales lógicamente colapsaron y las autoridades -ante nada mejor a que echar mano- decidieron dejar a los detenidos allí donde habían dado el último paso.

Mi padre quedó a mitad de camino entre la puerta abierta de su auto y la entrada del taller adonde lo lleva a revisarle el sistema eléctrico (el miércoles lo fui a ver, le estuve observando largo rato la expresión de la cara, tiene esa mueca de interrogación característica de los detenidos). De mi hermano y su mujer no hay noticias, así que deduzco que también han sufrido su detención.

Yo soy de naturaleza tranquila, no me alarmo, no entro en pánico como esa multitud de desaforados que taponan la subida a la autopista para escapar. No es que no me importe, más bien digamos que guardo ciertas distancias, no tengo demasiadas expectativas en cuanto a lo que pueda suceder con la vida, entonces sencillamente no dramatizo y trato pensar. En principio, me gustó la arbitrariedad. ¿De qué depende el haberse detenido o el seguir en movimiento?

Hoy al mediodía salí a ver el panorama. Las calles son como la imagen de una película cuyo proyector acaba de trabarse: un mismo fotograma, vibrante, busca echarse a andar y no lo consigue. Es una pausa rara, impenetrable. Me quedé observando a los detenidos largo rato: las aletas de la nariz apenas se les mueven, algunos transpiran a mares, otros lloran, las lágrimas les bajan por las mejillas en un acto mecánico, sin gracia. Lo fascinante es la expresión de los ojos: es como si en la última milésima de segundo sus cerebros hubiesen procesado una única imagen, un mismo, exacto pensamiento. ¿Cuál fue? ¿Qué vieron?

A mis espaldas de golpe escucho un carraspeo, me corro, doy paso al familiar o al amigo que con un banquito plegadizo, el tejido o el diario de la tarde viene a hacerle compañía al detenido y sigo mi camino: quiero dejarles en claro que no soy un mirón, que no me estoy burlando del dolor ajeno, que sólo trato de entender.

Mi padre dice que soy apático, que desde que terminé de estudiar mi actividad más regular y productiva ha sido proyectar sombra. A él le gusta formular esos juicios de humor dudoso. No lo sé. No es que yo piense que el mundo es una mierda, me encajo los walkman, me tiro en la cama y que todo estalle en mil pedazos. Más bien me aturde el revoltijo, la multiplicación, la velocidad de las cosas, creo que para que uno se mueva primero tiene que haber alguna dirección hacia la cual ir, y por más que me empeñe no la encuentro.

Con mi padre somos opuestos, él tuvo mil actividades, viajó por el mundo, se casó tres veces, sabe hacer dinero y vive jactándose de sus logros. Pero resulta que ahora yo estoy desparramado en su sillón favorito y él detenido a mitad de camino entre la portezuela abierta de su Land Rover Defender y la entrada del taller de Rodados Mario. ¿No es irónico? Quizás en eso haya algún mensaje, una respuesta a lo que está pasando.

Sigo viendo la tele y en el canal de noticias por segunda vez se informa el caso de un recuperado (el otro fue el miércoles, había sido primicia de Crónica) Miro la placa con el titular, a continuación las cámaras muestran el lugar de los hechos: el protagonista, un vendedor de panchos en Avenida de Mayo y Florida, dos testigos describen la secuencia: hombre detenido entre otros detenidos, hombre en el que en sus ojos de golpe algo cambia, cuerpo que sufre un espasmo violento, hombre que sacude la cabeza, mira el entorno, se toma unos segundos para volver en sí y huye despavorido. Como la de Crónica el miércoles, la información es falsa. Media hora después otro canal la desmiente, un locutor habla de irresponsabilidad, de amarillismo. Se me ocurre pensar que quizás estamos en las horas finales del mundo y que existe alguien en un canal de televisión que por tres puntos de rating y un ascenso inventa lo que los demás, a gritos, necesitan creer.

A la detención de mi padre no la siento, en cambio extraño a mi madre. En líneas generales la extraño desde que falleció, pero creo que si ahora estuviese aquí me ayudaría a comprender. Mi madre era un ser armónico, vivía en paz con su prójimo y eso se malinterpretaba por debilidad. En cierta forma era alguien de otra época, decía que hay que temer a la naturaleza, y dentro de la naturaleza que debemos aprender de los animales. Me inquieta asociar sus palabras con las palomas de plaza Holanda: al principio las palomas de plaza Holanda se mostraban desconfiadas, pero ahora duermen sobre los hombros de los detenidos, los ensucian alegremente. ¿Eso qué significa? ¿Por qué ya no les temen?

Mi hermana me llamó por teléfono y me pidió disculpas. Mi hermana Vivi atraviesa la adolescencia, por lo tanto hay momentos en que es un ser normal y otros en que no. Me dijo que cierre la casa, que active la alarma y que me tome un ómnibus a Mar del Plata, que la tía Haydée nos puede alojar hasta que esto pase. Le respondí que estoy bien acá: la ciudad tarde o temprano tendrá que retomar su ritmo, la mitad en movimiento se acostumbrará al nuevo paisaje, redoblará el esfuerzo para suplir a los detenidos y todos felices y contentos.

En la calle escuché un diálogo entre dos individuos que parecían saber de lo que hablaban: uno decía que pasado el período de “incubación” (utilizó esa palabra) el virus debería mutar o desaparecer, con lo que todo tendría que volver a la normalidad; el otro le retrucó que no, que por el contrario la cosa mostraba síntomas de empeorar y que se esperaban réplicas de detenciones en otras latitudes.

Si alguien me preguntara a mí, me inclinaría por la segunda hipótesis, no es que sea negativo, lo que sucede es que no creo en los finales felices, como cuando veo películas suenan armados, artificiales. Pero no veo de qué puede servir lo que yo opine, mañana por la mañana voy a ir a afeitar a mi padre, le llevo una gorra para el sol, también voy a cambiarle la ropa humedecida por el rocío de la noche. Y voy a aprovechar para verle los ojos, es notable la expresión que tienen en los ojos.


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