martes, 29 de diciembre de 2015

Diario de viaje a Rosario

Jueves 4, 8 PM. Me hacen una invitación de último momento para viajar a Rosario. Una compañía de teatro off va a montar una obra de mi autoría, el director me llama dos días antes para decirme que cuentan conmigo para el estreno, que se hacen cargo de mi estadía, que solo debo subirme a un micro en Retiro y alguien va a ir a esperarme a la terminal de Rosario. No puedo negarme. Se lo explico a mi mujer, ella ensaya algunos gestos de irritación, emite un gruñidito, me hace una docena de advertencias, y finalmente me sella el pase.

Sábado 6, 8 AM. Feliz como un chico, Rosario es una ciudad que todavía no conozco. Temprano por la mañana armo el bolso y voy a Retiro. La función es esa misma noche, mi idea es pernoctar y el domingo al mediodía volver a Buenos Aires con un libro de cuentos para mi hija, un par de aros para mi mujer y, quizás, un hueso de plástico para Osvaldo, el perro salchicha. Es un día invernal agradable, el viaje por autopista transcurre sin sobresaltos. Al llegar, ya en la larga avenida arbolada por la que ingresa el ómnibus, detecto el fenómeno por el que he decidido escribir estas páginas: los rosarinos son más bajos. Por los rosarinos quiero decir toda la gente de Rosario, la suma total de sus habitantes, son unas dos cabezas más bajos.
Quedo anonadado. Lo raro es que todo lo demás, esto es, edificios, medios de transporte, escaleras, kioscos, las mesas de los bares, parecen conservar su tamaño ordinario.
Al descender en la terminal estrecho la mano de un hombrecito de pelo largo y canoso, sumamente locuaz, que estaba esperándome en la dársena. Es la persona con la que he hablado por teléfono, el director de la obra. Me dice que si no tengo inconvenientes vamos a ir a un par de radios para promocionar el espectáculo, pero que antes me va a dejar en el hotel para que me ponga cómodo y descanse un rato. Subimos a su automóvil, que lógicamente le queda grande, usa dos almohadones sobre los que se sienta para poder elevar la cabeza por sobre el tablero. Noto que debe hacer un esfuerzo para llegar a los pedales. La situación me inquieta. Lo curioso es que toma todo con absoluta naturalidad. Me empieza a hablar sobre la puesta que ha ideado para mi texto y el trabajo que está realizando con los actores. Absorto en el espectáculo de las calles, yo apenas si lo escucho. Un enjambre de gente dos cabezas más baja se mueve a velocidad, se detiene en los kioscos, compra diarios, luego entra por las puertas giratorias a los edificios, se cruza con otros que apenas si los miran, que penetran presurosos en las galerías, hormiguean por los pasajes internos de las plazas, algunos tirando de desproporcionados perros falderos; varias decenas de oficinistas de traje y corbata transpiran ante el esfuerzo de cargar tremendos maletines. Las bicicletas y ciclomotores zigzaguean en peligroso equilibrio inestable, pero lo más inquietante está en los taxis y los colectivos urbanos que parecen andar solos; ansioso, yo estiro el cuello para descubrir las cabecitas de los conductores y me tranquilizo. Tengo la impresión de estar metido en una fea película post apocalíptica donde el planeta ha sido violentado por un extraño virus que transforma la escala de la gente, preanunciando vaya uno a saber qué tragedia inevitable.

Sábado 6, 2 PM. Ya en el hotel, como un sánguche con una gaseosa en el bar y luego subo a la habitación y me recuesto antes de que el director pase a buscarme. Pienso que la vida está llena de fenómenos sin explicación, que quizás lo que sucede en Rosario es algo que en algún momento se ha producido y están aguardando que todo vuelva a la normalidad, y mientras tanto disimulan. Eso me gusta, odio a la gente que se conduele de sus rarezas y vive exponiéndolas. ¿Qué debo hacer yo? Obviamente, nada, también disimular.

Sábado 6, 4 PM. Vamos a FM Latina y a Radio Santa Fe de la Veracruz a dos programas de espectáculos. Nos recibe gente de lo más jovial. A mí naturalmente me inquietan las radios, cada vez que voy a una imagino que del otro lado están pendientes de cada furcio que cometo mi hermano Fernando, mi maestra de Castellano de tercer grado y –sobre todo- mis compañeros del papi fútbol de los jueves, que se burlan y se ríen como locos. Superada la timidez inicial hablamos sobre el teatro en Buenos Aires, me preguntan cosas que en su mayor parte ignoro pero de las que hablo con fluidez, aunque debo inclinarme mucho para acercarme a los micrófonos y termino con dolor de cuello.
Al salir de las entrevistas me despido del director, vuelvo caminando al hotel y aprovecho para comprar los regalos para mi familia.

Sábado 6, 9 PM. Por la noche se hace la función. La sala está en el centro, al costado de una galería comercial, es acogedora y bien puesta, el público colma las cincuenta localidades. La obra se llama “Grand Slam”, trata de un tenista joven que juega su primera final internacional, en la tribuna están sus padres que lo explotan, la novia que lo ama y lleva un hijo suyo en sus entrañas y los padres de la novia que son del interior y desean irse de allí cuanto antes. Al finalizar todos aplauden, pero a mí me parece que la obra es un bodrio, no está el clima de asfixia original, la energía de dispersa, los personajes parecen naufragar en un escenario demasiado grande. Dudo si tengo que decirle al director cual es el problema, que ese texto está pensado para gente dos cabezas más alta, pero temo ofender. Además estaría exponiendo la problemática completa de lo que veo en la ciudad y los pondría en el brete de tener que darme una explicación. Llegado el momento de dar mi opinión hablo de generalidades, disimulo, miento.
Esa noche cenamos con el elenco en una trattoría ubicada sobre una peatonal, pido ravioles a la bolognesa, pero las porciones son pequeñas y me quedo con hambre. Lo que sí, tomo incontables copas de vino; Juanjo, uno de los actores, se encarga con exagerada amabilidad de llenarme a cada rato la copa. Por suerte mis excesos alcohólicos son educados y bastante lúcidos y en ningún momento saco el tema.

Domingo 7, 10 AM. Despierto con resaca, mientras me baño en el hotel pienso,  ¿y si no es real? ¿Y si esta deformación responde a un estado de ánimo mío y estoy sufriendo un simple ataque de pánico? Decido comprobarlo, antes de abandonar la habitación lleno un vaso con agua y tomo un rivotril, pero al salir todo sigue normal, quiero decir: la gente continua siendo dos cabezas más baja.
Como despedida, el director de largos cabellos grises ha planeado un encuentro con el resto del elenco y un crítico teatral local en un bar emblemático de la ciudad. Vamos a El Cairo y ocupamos una mesa interior. El crítico, un anciano pequeño como un gnomo al que llaman Don Sergio Fidalgo, me pregunta cuales son a mi juicio los puntos sobresalientes de la influencia brechtiana en la dramaturgia latinoamericana de la última década, vuelvo a hablar con fluidez por espacio de varios minutos de cosas que ignoro, mientras me pregunto a velocidad qué estatura real tendrían Alberto Olmedo o Roberto Fontanarrosa. A Fito Páez y a Angélica Gorodischer los he visto en persona y parecen de tamaño normal, Leo Messi, en cambio, es efectivamente dos cabezas más bajo. En fin, no llego a ninguna conclusión.

Domingo 7, 12.30 PM. El director me ha llevado hasta la terminal y ya estoy en el ómnibus saliendo de Rosario. Saludo con la mano. Quizás lo vivido en esos dos días me ha estresado porque a los pocos minutos duermo como un tronco. Y de golpe ya estoy en el palier de entrada de mi casa, abro la puerta y veo a mi hija recostada en el sillón con los auriculares. Me mira, se incorpora, abre la boca y emite un grito agudo; Osvaldo me ladra asomándose desde abajo de la mesa. Mi mujer entra corriendo desde la cocina para ver qué significa ese barullo, crispada como siempre dice que ha tenido un montón de problemas de los que ha tenido que ocuparse sola, que no está para chistes, que deje de hacerme el vivo y que vuelva a mi tamaño normal. Recién ahí comprendo el por qué del recibimiento, giro y me miro en el espejo del living: soy dos cabezas más bajo. Intentó explicarles, les hablo de lo que está sucediendo en Rosario, pero por las expresión de sus caras no me creen. Entonces Osvaldo, un salchicha por lo general cobarde, sale de abajo de la mesa como un rayo y me salta con las fauces abiertas dispuesto a destrozarme. Despierto de un salto y cuando vuelvo en mí noto que ya estamos entrando a Retiro. Miro al resto de los pasajeros, sus rostros abotagados nada manifiestan pero yo sé que ellos también saben. Nos hermana un secreto, aunque algo me dice que van a retomar sus vidas y no van a hablar. Este tipo de cosas -y todavía peores- suceden todo el tiempo, y no creo que haya que hacer tanto escándalo por unos centímetros de más o de menos de estatura.

martes, 20 de octubre de 2015

¡BESAME MUCHIIIOOOO!...

La elección era reñida, Maloney y Lubbek, habían recorrido el país, se habían disfrazado de obreros, de agricultores, de buzos tácticos. Habían visitado asociaciones de socorro, hospitales, estrechado manos sucias, compartido pizzas y hot dogs. Pero a pesar de tanto esfuerzo las diferencias entre ambos eran ínfimas.
Robert W. Maloney, el Presidente en ejercicio, luchaba por un segundo mandato. Su equipo de asesores, reunido desde hacía setenta y dos horas en el Salón Rectangular, no lograba dar con una idea decente. Peter Carretiere, el publicista de confianza del candidato, un viejo halcón en luchas electorales, pidió la palabra:
- Señor Presidente, con todo respeto, en situaciones como la presente, con cifras tan ajustadas y tal porcentaje de indecisos, la medida aconsejable es besar niños.
El equipo de campaña se sumió en un silencio admirado. ¡Besar niños! El poder del beso al niño en la sensibilidad de la masa, ¡una estrategia psicológica imbatible! Se hicieron los arreglos. Robert Maloney se subió a un helicóptero, en ocho horas visitó treinta y dos nurseries y sesenta y siete orfelinatos. Fue un esfuerzo encomiable: besó once mil doscientos quince bebes de pecho y catorce mil seis niños.
Agitados, los observadores del partido rival llegaron al bunker de William Lubbek con la calamitosa noticia.
- ¿Jefe, ya lo sabe?
- ¡Tranquilos! -el candidato opositor, un político veterano de basta experiencia en contiendas electorales, sabía qué hacer.
Esa noche, en el programa televisivo de Ronnie Salcedo, en lo más álgido de una interpelación con organizaciones sindicales, se escuchó un murmullo detrás de cámaras. Un asesor acercó a la mesa de debate la silla de ruedas de Carol Mary Oates, la mujer del candidato, hemipléjica por un accidente aéreo desde un par de años atrás. William Lubbek se inclinó sobre su esposa y con extrema dulzura sus labios se encontraron: fue un beso casto, marital.
¡Una estocada  irreprochable!. El beso de marido fiel conquistaba la adhesión inmediata de las poderosas ligas de familia, los grupos puritanos, el clero y las esposas decentemente casadas. A los que Lubbek, con astucia de tahúr, sumaba las asociaciones de minusválidos y discapacitados.
En el Salón Rectangular, las hojas de las encuestas volaron por el piso: “¡Por qué nadie lo pensó!”, parecía reprochar con la mirada  Robert Maloney. Los cinco puntos laboriosamente ganados con los niños, volvían a caer. El equipo citado de urgencia parecía hundirse en un nuevo clima de amenaza. Peter Carretiere no se entretuvo en preámbulos:
- ¡Señor Presidente, con todo respeto, de acuerdo a mi análisis y conforme a tendencias y otros datos relevantes, ¡lo aconsejable ahora es el beso al padre!
¡Notable! ¡Extraordinario! ¡La autoridad simbólica del beso al padre, al anciano de la tribu! ¡Qué poder de síntesis! ¿Cuántos votos representaba la tercera edad? Se consultaron nerviosamente los últimos registros. El comité de campaña volvió a actuar como un aceitado escuadrón de especialistas. El viejo Senador Robert Maloney no estaba en la Capital, se hallaba de vacaciones en las nevadas montañas de Wyoming con su tercera esposa. Hacia allí partieron. Pero había cierta dificultad: Maloney padre y Maloney hijo no se dirigían la palabra. Desde finales de la Guerra de Corea, el progenitor había expulsado del hogar al ahora Presidente por haber atropellado en estado de ebriedad a Jimmy, el gato siamés premiado de la familia.
Las negociaciones fueron arduas pero el viejo Senador accedió al beso filial por una nueva banca en el Senado y un permiso de pesca de por vida en los lagos de Disneyworld. 
Sin demoras, comenzaron a sonar los teléfonos:  el Club de Abuelos, la Federación de Numismáticos y Filatelistas, diversas asociaciones de veteranos, de solos y solas, adelantaban su voto favorable. Tres estados indecisos se volcaban por el Presidente. Las encuestas volvían  a sonreír.
El contraataque no se hizo esperar. El veterano William Lubbek y su equipo de campaña, en franca guerra declarada, salieron a besar minorías étnicas: mezquitas y sinagogas, mercados coreanos, locales de comida mexicana, trattorias italianas. El dispositivo opositor funcionaba de maravillas: el candidato y su escolta ingresaban en los establecimientos, sin preámbulos besaban a los presentes y tirando al aire boletas electorales se retiraban cantando “Bésame / bésame muchiiiooo...” Para grupos de riesgo, como enfermos contagiosos o musulmanes fundamentalistas se usaba un equipo de dobles.
Faltaba una semana para la elección, el clima de la contienda entraba en el frenesí de la recta final y la situación no había mejorado. En los distritos del Norte y Sudeste las encuestas registraban un virtual empate técnico. Llegaban noticias confusas de que en varios estados, en un desesperado impulso por conseguir votos, varios equipos de campaña habían enloquecido saliendo a la calle a besar indiscriminadamente.
En el Salón Rectangular, tras las palabras irrebatibles de Peter Carretiere, de pronto se hizo un silencio: en media hora el Presidente debía salir al aire para la confrontación final con William Lubbek.
- ¡Demasiado arriesgado! -se atrevió a comentar el Jefe de Prensa. Peter Carretiere ni siquiera lo miró. Sus ojos  de halcón estaban clavados en Robert W. Maloney:
- ¡Señor Presidente, con todo respeto, si usted confía en mí, esto es lo que corresponde!
Robert Maloney tragó saliva y se acomodó el nudo de la corbata mientras la maquilladora le empolvaba la frente.

El programa de Johnny Ribson era el clásico de los programas   políticos: el país entero estaba paralizado, el rating al tope, ciento cuarenta y cinco millones de televidentes pegados a la pantalla a la espera del debate final. Los candidatos en sendos estrados, enceguecidos por los reflectores, sonreían a la nada. El periodista estrella, Johnny Ribson, se demoraba en un largo prólogo exaltatorio de los postulantes. En el segundo bloque finalmente se le cedió la palabra al presidente en ejercicio: Robert W. Maloney miró con determinación a cámara y carraspeó:
- ¡Señores, señoras, queridos conciudadanos! -pero de golpe plegó el papel del discurso y se bajó del estrado.
Hubo un murmullo de confusión. El Presidente ahora caminaba hacia el estrado de su rival y entonces sucedió. Con un diestro movimiento de mano  aprisionó la nuca de Lubbek y lo atrajo hacia sí: fue un beso largo, denso, lúbrico. El beso agresivo del macho dominante que somete violentamente a su débil amante apropiándose de su voluntad, haciéndose dueño de su destino.
Los flashes captaron el parpadeo atónito y semiasfixiado del veterano Lubbek y un ¡Aaaah! de asombro de los equipos de asesores, de los productores, de la gente del piso, acompañó de fondo. ¡Fue la salida genial! ¡El plan maestro del más astuto halcón de la confrontación política!
Los ojos de Peter Carretiere en un extremo apartado del estudio, lejos del tumulto y la excitación, sonreían. La elección estaba definida.

sábado, 10 de octubre de 2015

Roland Garros

- No podía arruinarla. Yo de una forma o de otra el partido iba a ganarlo...
- Pero, pará, vayamos por orden: todavía están en el vestuario, faltan unos minutos para salir, afuera se escucha el público, está repleto de gente, ¿qué pensabas en ese momento?
-  Te lo estoy diciendo: que no podía perder.
- ¿Así nada más? ¿Te decías no puedo perder?
- Me decía: no voy a ser el típico jugador que pierde una final por no salir a buscar el partido, por no agotar todas las posibilidades que tiene a su alcance.
-  Pero vos no te sentías favorito.
- No, claro. Él venía de una temporada increíble, había ganado Buenos Aires, Montecarlo, Hamburgo, había sido finalista en el Master Series de Miami. Pero yo sabía que había algo que lo emparejaba.
- ¿Qué cosa?
- La rivalidad.
- ¿Se tenían pica?
- Nos odiábamos. Enfrentarnos era como un clásico del fútbol, no importaba mucho quién estaba mejor o peor, ¿éntendés? Y por otro lado, para mí Roland Garros había sido siempre una obsesión, como una especie de enfermedad, la razón por la que yo me había dedicado al tenis. Tenía que ganar.
- Bueno, él podía estar pensando lo mismo.
- No, él no.
- ¿Por qué?
- Porque era un pecho frío, un jugador increíble, pero frío, sin sangre. Lo importante era que yo había llegado a la final, ¿entendés?, y nada ni nadie me la iba a robar.
- Yendo al partido: los dos primeros sets para él fueron bastante fáciles. Vos no te podías soltar, no estabas jugando bien.
- Los dos primeros sets yo la estaba pasando mal. Me decía: reaccioná, estás haciendo el papelón más grande de una final de Grand Slam. Y lo peor de todo es que no estaba jugando mal, era él que estaba jugando tremendamente bien.
- ¿No te daba chance?
- No. Viste que generalmente vos vas dos-cero o cuatro-cero y se te da una posibilidad y si hacés el punto ya empezás a conectarte, a jugar un poco más. Bueno, él no me la daba, siempre que lo tenía para ganar me hacía un tiro fantástico, que no sé de dónde sacaba, y ganaba el punto.
- Igual en el segundo sets algo empezó a cambiar.
- Sí, fue en el final del segundo, peloteando, empecé a darme cuenta de qué comenzaba a emparejarlo. Y ya el tercero lo gané seis-cuatro.
- Entonces se dio lo del calambre.
- Sí
- ¿Él se acalambró porque estabas vos enfrente, por la rivalidad que tenían, o le hubiese pasado lo mismo con cualquier otro rival? ¿Qué pensás?
- Que no se acalambró.
- ¿Decís que lo simuló?
- ¡Totalmente! Como te dije antes, entre nosotros había un partido aparte, nos detestábaos, la temporada anterior nos habíamos peleado mal. Yo siempre fui muy emocional, algo sacado, y él se aprovechaba. Justo antes de enfrentarnos en Madrid hizo correr la bola de que mi novia me estaba metiendo los cuernos con Robby Mueller.
- Bueno, vos no eras ningún inocente, lo acusaste de arreglar partidos por plata.
- Se lo merecía, por no tener códigos, por mentiroso. ¿Vos por qué lo defendés?
- Yo no lo defiendo, solo digo…
-  ¡SÍ, LO DEFENDÉS! ¡ERA UN SOBERBIO, UNA MALA PERSONA! ¿PREGUNTÁ EN EL CIRCUITO? ¿PREGUNTÁ A LOS QUE LO ENFRENTARON LAS ACTITUDES QUE TENÍA EN EL VESTUARIO? ¡ERA UN HIJO DE PUTA!
- ¡Bueno, pará! Bajá la voz porque van a venir a buscarme y vamos a tener que cortar.
- Okey, discúlpame.
- Volvé a lo del calambre.
- El calambre. Si vos recordás, lo del calambre fue la misma situación que habíamos vivido en Hamburgo. También se había acalambrado y en el tercer sets me ganó dándome el baile de mi vida. Yo sé lo que es acalambrarse, tuve que abandonar un montón de partidos por acalambrarme: no podés moverte. Y si ahora estaba acalambrado, para mí es imposible que jugara un quinto set como después jugó.
- No nos adelantemos, estamos en el cuarto, cuando vos lo ves  a él rengueando, con dificultades para desplazarse…
- ¿Sos tonto? ¿Qué parte no entendés? Te digo que no estaba acalambrado...
- Disculpame, cuando vos lo veías simulando ese calambre, ¿no se te hacía difícil seguir jugando con un rival en esas condiciones?
- Para nada. No me hacía ningún efecto, ya había aprendido la lección. Estaba ahí para ganar como fuese. Si se acalambraba, si se quebraba una gamba, si le daba un infarto, era lo mismo. Recordá lo que dije al principio: yo iba a ganar.  A ver, por ahí no termino de explicar bien la dimensión de todo esto: ¡era la final de Roland Garros, el sueño de mi vida, la fantasía de cualquier tenista!
- Está claro. Volvamos al partido: ese set lo ganaste seis uno.
- Sí, me sentí por primera vez fuerte, pero al mismo tiempo empezaba a pensar en lo que se venía: yo sabía que el quinto iba a ser una guerra.
- ¿En el quinto set él tuvo dos match point?
-  Fue muy loco, porque yo nunca me había caracterizado por tener la cabeza fuerte. Pero estaba match point abajo y me decía: esperá, tranquilo que no te lo gana, el maricón no te lo gana. Y los levanté las dos veces.
- ¿Y entonces llegó tu oportunidad?
- Exacto, lo doy vuelta, me pongo siete-seis, quince-cuarenta arriba y tengo mi oportunidad de partido.
- ¿Qué pensaste en ese momento?
-  Fue muy loco, antes de que él sacara me pasaron mil quinientas cosas por la cabeza, empecé a pensar en todo lo que había vivido desde chico con el tenis, me acordaba de mi familia, de mi primer entrenador. Estaba ahí, ¿entendés?, a nada de ganar, era el sueño de toda mi carrera.
- ¿Cómo fue ese punto? Describilo.
- Cuando él sacaba yo generalmente le devolvía por el medio, porque si le devolvía a los costados, le daba más ángulo y me hacía correr mucho. Entonces me digo: le devuelvo por el medio la que viene y me va a venir más o menos por el medio. Saca, yo salgo por el medio por el lado del drive  y me tira un paralelo de derecha fuerte, un golpe que no me había tirado en todo el partido. Me desconcierto y medio que la meto así como puedo. Empezamos a pelotear el punto y en ese momento pasa lo que yo ya sabía que en algún momento iba a pasar.
- ¿Qué cosa?
- Me viene a la cabeza ese pensamiento -yo soy un tipo complicado, ya lo sabés, siempre fui de sabotearme, de problematizar, de buscarle el pelo al huevo a todo.  Estamos peloteando entonces me digo: aunque lo tengo match point está mejor que yo. Si levanta este punto seguro que me gana los tres siguientes y pierdo el partido. Era algo más fuerte que una intuición, era una certeza, ¿entendés? De algún lado me venía esa imagen de lo que sí o sí iba a pasar, y yo no podía hacer nada para impedirlo.
- Y entonces sucedió.
- Sí, entonces sucedió.
- A ver, detenete un momento. Desde que estás acá, esto nunca lo contaste en una entrevista, ¿podés hacerlo en detalle?
- Estamos quince-cuarenta, él me deja una bastante fácil al revés y yo le tiro un passing corto y lo traigo a la red. Me la devuelve accesible al drive -en el medio yo tengo este pensamiento insistente, taladrándome la cabeza: está mejor, está mejor, me va a ganar. Entonces le tiro un globo alto, más alto de lo necesario, yo calculo los segundos que va a tardar hasta que baje y él pueda pegarle, y mientras la pelota flota en el aire salto la red, voy hasta el bolso, saco la pistola que ya tenía preparada y le disparo.
- ¡Impresionante!
- Sí, fue bastante impresionante. Un solo disparo, le di en la cabeza.
- ¿Murió en el acto?
- Es lo que dijeron después los médicos. A mí me hubiera gustado que viviera unos minutos más para que viera lo que iba a pasar a continuación.
- Te confieso que en mis años de periodista presencié algo así: fue el momento más loco que viví en un partido de tenis. El silencio que se creó en el estadio fue algo único.
- Sí, bastante impresionante…
- ¿Y cómo fue lo del ampayer? ¿También lo tenías planeado?
- Sí, claro. Yo sabía que si después del disparo el ampayer no anulaba el punto, por reglamento yo lo ganaba y, como estábamos match point, ganaba el torneo. Así que me acerqué a la silla…
- Y también le disparaste.
- Sí, al medio del pecho.
- ¡Impresionante!
- Sí, también fue bastante impresionante. Entonces ahí sí se me llenaron los ojos de lágrimas, tiré la raqueta al aire, me fui al centro de la cancha y se desató la locura.
- No hubo mucha locura. Para ser justos el público no aplaudió.
- ¡Sí aplaudió!
- ¡No aplaudió! Sólo se escucharon las palmas de un par de desorientados que no terminaban de comprender lo que acababa de pasar.
- Para mí fue suficiente. Finalmente cumplía el sueño por el que había trabajado toda mi vida Yo ya era el nuevo campeón y nadie podía quitarme eso. ¡Era el campeón! ¡Era el mejor! Bueno, ahí vienen a buscarte. Te tenés que ir.
- ¡Qué lástima! Una última pregunta: ¿valió la pena? Quiero decir, ¿en todo este tiempo nunca te preguntaste si no hubiese sido mejor jugar ese punto, que terminar en la cárcel, con  una condena a perpetua, lejos de tu país quizás por el resto de tu vida? 

- Por supuesto que valió la pena. Yo gané. Como te dije al principio, de una o de otra forma yo iba a ganar. Y entré en la historia del tenis, soy campeón de Roland Garros, no es poca cosa, ¿no?

domingo, 4 de octubre de 2015

Yo quiero a mi bandera

Personaje:
JULITO

Entra Julito, 20 años, aspecto común, lleva una carpeta con documentación. Sólo causa extrañeza un dato: su brazo izquierdo es ostensiblemente más grueso, más musculoso y más largo que el derecho.

JULITO: En la playa de estacionamiento yo empiezo en julio del ‘96’, 3 de julio del ‘96’, me acuerdo porque el 2 es el cumpleaños de mi vieja y ese día había venido a casa mi tío Roque, que es transportista, y mi tío Roque va y me dice que estaban buscando gente, que me presentara de parte suya y yo fui y me tomaron. ¡De banderillero, sí, acomodador de autos!  Cuando entré hice todo el circuito, primero hacía mandados, le cebaba mate al encargado, manguereaba el playón. Los domingos tenía que hacer el fuego, desengrasar la parrilla, asar los chorizos. Bastante después empecé a acomodar los autos. Las banderas me gustaron desde siempre. Si voy para atrás, esas imágenes que a uno le quedan, puedo verme con una banderita argentina en el patio de la escuela Malvinas Argentinas. Después, con el viejo y mi otro tío, Héctor, camino a la cancha. Yo era chico y me acuerdo que les insistía para que me llevaran a ver a Villa Dálmine, quería subir a la tribuna, agarrarme de la bandera de la hinchada. No sé. ¡Una vocación!...
Un día estoy en la playa y, de pura casualidad, un acomodador hace un mal movimiento y se recalca el hombro. Entonces el encargado va y me dice: “Tomá, pibe”, y me trae la bandera y me la da.
Julito contempla en la mano de su brazo hipertrofiado una bandera invisible, extasiado.
¡No lo podía creer!  Había quedado como atontado, sin reacción, como si me estuviera sonando la Marcha de San Lorenzo y el Himno Nacional adentro de la cabeza.
Abre la carpeta, extrae unas fotos.
¿Ven? ¡Miren acá! Estoy estacionando un Valiant modelo ‘65’. Un recuerdo imborrable. El dueño era viajante de Arcor, un tipo macanudo, terminamos haciéndonos amigos. Acá estoy con la Pick Up. Al de la Pick Up le gustaba mi movimiento de bandera, me lo dijo desde un principio, llevaba la camioneta sólo en mi turno. Cómo explicarlo: yo lo disfrutaba, con este trabajo yo me sentía un afortunado, era feliz.
Se conmueve, se le empañan los ojos. Para superar el trance abre la carpeta, lee.
El problema empieza…, a ver, a principios del ‘94’. Marzo del ‘94’, para ser precisos. Un día se aparece un tipo en la playa, yo estaba cumpliendo el turno y me dice: “¡Pibe, soy el Secretario General del Sindicato, avisale a todos que vamos a convocar a una asamblea!” Yo la verdad que de política no entiendo nada, y a este tipo era la primera vez que lo veía. Los de la playa después me dijeron que era un grosso, que había estado en la cárcel, que era primo hermano del Perro Santillán. A mí cuando habló me pareció sincero. El conflicto parece que era por el tema este del brazo (se contempla el brazo) Yo no tenía ni idea, pero parece que en la playa, al trabajar se te desarrolla un sólo brazo, que es con el que movés la bandera (hace el movimiento), y el otro que no trabajás no se te desarrolla. Al principio yo no lo había notado, pero después me empecé a dar cuenta de que lo empezaba a tener distinto y a la noche lo sentía como agarrotado, me dolía.
“Trabajar los dos brazos, ya”, fue la consigna que largó el tipo y el primer punto del petitorio que nos hizo firmar. El tipo explicaba que se estaba violando “un derecho inalienable del trabajador”. “¿Por qué un agente de tránsito, un limpiavidrios, un simple malabarista de la 9 de Julio, te trabaja los dos brazos y el banderillero no?” “Hay una clara desigualdad ante la ley, una injusticia”, decía. Nos mostró unos estudios médicos de la Organización Internacional del Trabajo, por acá los tengo…
Vuelve a  buscar en la carpeta, lee.

“En este caso puntual, el fenotipo se conoce como ‘brazo de banderillero’. En términos clínicos consiste en una “macrotia álgida crónica de la extremidad, con implicancia en el sistema muscular del antebrazo, vasos y tendones cruzados. El trabajo intensivo durante tiempo extendido, con brazo elevado y movimiento repetitivo, sobrealimentan de lactosa los músculos implicados agravando el cuadro”.
Para mí no era para tanto. Por ahí, sí, había algunas burlas. No sé, algún bardero con unas cervezas demás que pasaba y te gastaba un poco. “¡Eeeeeeh Guillermo Vilas...Guillermo Vilas...eeeeeeh!”, te decía. Cosas inofensivas. Había que tomárselo con soda, ¿no?  Yo quería trabajar, que me dejaran hacer lo mío. Ese trabajo me gustaba, lo disfrutaba mucho, me hacía feliz.
Vuelve a quebrarse. Se recompone.
Resulta que el Sindicato entonces reclama y los dueños de las playas de estacionamiento no quieren ni sentir hablar del asunto. La cuestión al parecer era esta (vuelve a abrir la carpeta y saca una planilla, la estudia, la da vuelta)  Si se puede ver el gráfico: esta es la playa, este el área donde el trabajador banderillero cumple su función, ¿no cierto?, la calle tiene sentido norte-sur, por lo tanto, el banderillero enfrenta el tránsito automotor así y mueve la bandera en este sentido. Entonces, es el brazo izquierdo, el que soporta la carga laboral y el que termina afectado.
El gremio, entonces exigió qué cada playa constara de dos sectores, uno a cada lado de la arteria vehicular, de forma tal que implementando un sencillo sistema de turnos rotativos los banderilleros pudieran trabajar un tiempo de cada lado y solucionar el problema. La cosa, decía el gremio, se resolvía con más inversión.  “¡Un completo disparate! -respondió la patronal- Ni juntando a todos los dueños de playa, ni asociándonos con capitales externos se podría solventar algo así”.
Después se  apareció uno de los principales socios capitalistas de los playeros e hizo otra propuesta: que el Gobierno de la Ciudad cambiara la dirección del tránsito una vez cada quince días para que pudiésemos trabajar los dos brazos. Pero tampoco prosperó. Al final, no hubo acuerdo y, bueno, trajeron a esos muñecos de Taiwán a batería, con la cara de Menem, de De la Rúa, ¿los ubican?  Esos del piloto amarillo con capucha (mima los movimientos del muñeco).
Les digo algo, yo con los muñecos nunca tuve ningún problema. Es más, me hice muy amigo de uno. Gallardo, le decía yo, por el Muñeco Gallardo. Lo esperaba hasta el cambio de turno y nos íbamos a tomar unas cervezas por ahí. Qué se yo, me decía: bien o mal somos todos laburantes, para qué embromarnos entre nosotros, ¿no?
Y bueno, esto fue en octubre o noviembre, si mal no recuerdo, y ahí nomás la gremial hace una reunión y deciden los sabotajes. Yo nunca supe exactamente cómo lo hacían, pero al parecer venían por la noche agarraban a los muñecos y les ponían líquido de frenos en las baterías. ¡Fue un descontrol! Los muñecos de golpe empezaron a estacionar los automóviles en cualquier parte, se subían a los capots de los autos y se ponían a zapatear, manoseaban a las clientas, o les agarraba un ataque como de epilepsia, se ponían a temblar y les salía un líquido azul por la boca. ¡Un desastre! A los dueños de las playas les llovieron los juicios, tuvieron que contratar servicios de seguridad que igual eran burlados. Al final las playas fueron atacadas por patotas a sueldo y tuvo que intervenir la Gendarmería.
Como dije, no entiendo nada del tema, pero creo que en la lucha por los derechos del trabajador hay métodos y métodos, y con los métodos violentos siempre algún inocente paga el pato.
Bueno, ese inocente fui yo. Según supe después, fue a uno de los pesados del gremio al que me le crucé entre ceja y ceja, la razón era mi relación con el Muñeco Gallardo, entendían que a través de él yo le pasaba información a la patronal y estaba saboteando la medida de fuerza. Así que en uno de los choques me agarró un grupo contratado de la barra de Almirante Brown y me dieron de arriba y de abajo, de frente y perfil (lee en la carpeta) Una semana en terapia intensiva con pérdida de conciencia, fractura de cráneo, un hematoma sangrante en el vaso, seis costillas rotas, desprendimiento de retina de un ojo y una quebradura de tibia y peroné en la pierna izquierda.
Pero la cosa no terminó ahí, estando internado en la clínica me llegó el telegrama de despido: “Por agitador y violento, Playas de Estacionamiento S.R.L. prescindía de mis servicios”. Para los dos bandos de una guerra incomprensible, entonces, yo era el culpable. Y después de eso, la verdad que no estuve bien.  En esa playa yo hacía lo que me gustaba, había vivido momentos felices, tenía a mis amigos. Y un día la vida te golpea y te quedas desnudo y sin nada. Entré en un pozo depresivo, todo el día metido en la cama, tapado con dos frazadas, incluso hasta pensé en atentar contra mi vida (abre la carpeta y lee)  “Cuando un evento traumático desborda la capacidad de objetivación del Ser, sobreviene la crisis. El afecto, el contacto con el Otro, convocan a través de su praxis a un encuentro primario con el Yo. Ser, Cuerpo Objeto y Sensorialidad, actúan entonces como vehículo logrando el compromiso y reconociendo al Otro como puente hacia lo sensitivo”.  ¿Se entiende? Yo tardé pero finalmente comprendí esas palabras: para salir de ese estado yo necesitaba de mi amigo, necesitaba recuperar mi relación con el  Muñeco Gallardo. Yo había hecho una amistad, y en los momentos desesperados, cuando uno por ahí está pensando en cometer la peor de las locuras, necesita la palabra de un amigo. Bueno en este caso no la palabra, porque Gallardo no se expresa verbalmente.
Entonces, un par de compañeros que habían ido a verme a la clínica se pusieron en campaña para encontrarlo. El día del ataque el Muñeco había desaparecido y no habían vuelto a verlo por la playa. Comenzaron a rastrearlo por la zona, finalmente lo encontraron en la feria de San Telmo trabajando de hombre estatua.
Y así se reanudó nuestra relación, volvimos a disfrutar de la mutua compañía. Yo necesitaba volver a trabajar, así que decidimos emprender algo juntos. Para ser sincero, con este brazo y con las habilidades de Gallardo para hacer de hombre estatua, podríamos haber conseguido trabajo fácil en un circo, o en el programa de Mauro Viale, pero no es mi estilo, yo soy un tipo de perfil bajo, no me veo en el mundo del espectáculo y la verdad es que tenía otra idea.
Comercialización de banderas y banderines. Al por mayor y al por menor. Empezamos como prueba piloto en la cancha de Villa Dálmine y nos fue bien. En poco tiempo nos fuimos extendiendo y ahora cubrimos toda la Primera A y los torneos de ascenso. Incorporamos cuatro vendedores, pedimos un crédito y armamos una pyme. El Muñeco Gallardo se encarga del departamento contable y la atención a proveedores, yo hago la parte de marketing y, aunque no lo necesitamos, sigo vendiendo: lo disfruto tremendamente. Cuando subo a las tribunas, se fijan en el brazo y no pueden dejar de comprar. El otro día a la salida de Nueva Chicago-Lanús sucedió algo hermoso: me encontré con un ex cliente de la playa. Fue una alegría, dijo que me reconoció a la distancia, por la forma de mover la banderita.
¿Bronca? No, creo que no tengo bronca. Sé que lo que viví fue una injusticia, pero el mundo está lleno de injusticias mucho más grandes y, sin embargo, la gente sigue viviendo. Pero de todas formas, creo que uno debe ser fiel a sus sueños, seguirlos siempre, cueste lo que cueste.
Yo ahora tengo un sueño y quiero cumplirlo. No sé, por ahí es una pavada, pero me gustaría hacer la llegada de un Gran Premio de Fórmula 1. Ver entrar por la recta a esas tremendas máquinas, el estruendo de los motores, la gente con la boca abierta de la emoción y yo agitando y agitando y agitando la bandera a cuadros. Siempre tuve esa fantasía.

APAGÓN

domingo, 13 de septiembre de 2015

Pancután

Su nombre real era Juan Carlos, pero en algún momento alguien de nosotros le puso Pancután. Pancután por esa crema para las quemaduras que se vendía en las farmacias, pero sobre todo porque desde que empezamos el colegio, en la cabeza de Juan Carlos, en su imaginación, nunca había habido otra posibilidad que la de hacerse bombero voluntario. Era una especie de designio: su padre había sido bombero, su tío era bombero y desde el útero materno, creo, Pancután ya venía haciendo prácticas, cursos y ese tipo de cosas que, supongo, hacen los aprendices de bomberos en los cuarteles y en los patios traseros de las casas de otros bomberos.

Ahora que lo pienso, hasta recuerdo una clase de gimnasia en que hizo una demostración de salvataje, lo veo al gordo Suárez tirado en el piso haciendo de asfixiado y escupiendo con asco mientras Pancután, compenetradísimo, le atenazaba la mandíbula y pegaba los labios a los suyos haciéndole la respiración boca a boca.

Más allá de ese destino ineluctable, Juan Carlos no era un mal tipo, era despierto, bastante simpático, pero sobre todo había en él un elemento que instantáneamente lo transformaba en alguien atractivo: era ese tipo de gente a la que –a su pesar- siempre le suceden cosas extraordinarias, las sabe narrar y mientras uno lo escucha se pregunta por qué nunca, ni por asomo, en su perra vida le sucede algo parecido. Doy un ejemplo: desde que tengo uso de razón, creo, yo viajo en ómnibus de larga distancia, si hago una somera cuenta solamente desde que estoy en Buenos Aires debo haber hecho 650 viajes Retiro-Junín y viceversa; en esa cifra nada despreciable nunca me ocurrió que una chica muy atractiva, mayor que yo, sentada en la butaca vecina, en viaje nocturno se durmiera, soñara, y en la oscuridad de la ruta me abrazara y besara murmurando el nombre de un desconocido. Bueno, a Pancután le pasó, y a la intolerable edad de los dieciseis. A este tipo de cosas llamo yo extraordinarias.

Con Juan Carlos hicimos, completo, el secundario, después yo me vine a vivir a Buenos Aires, lo vi dos o tres veces más y finalmente nos perdimos en la noche de los tiempos. Hasta que hace un mes recibo un llamado del Gordo Suárez: Tenés a Pancután internado cerca de tu casa, por qué no te caes a ver cómo está, me dice. Yo ni siquiera sabía que estaba en Buenos Aires. Al parecer, nuestro amigo había pedido un traslado siguiendo a una novia y hacía tres años que prestaba servicio en un cuartel de Villa Crespo. Apurate porque parece que la palma, agregó, todo delicadeza, el Gordo. ¿Y por qué se va a morir?, quise saber. Suárez no tenía la menor idea, precisamente era lo que tenía que averiguar y después que lo llamara.

Pancután estaba internado en el Hospital General de Agudos Dr. Abel Zubizarreta. Fui a verlo un miércoles por la tarde, pero antes de subir a su pabellón hablé con los médicos para saber con qué iba a encontrarme: al parecer, en un procedimiento algo no anduvo y había sido rescatado por sus compañeros del interior de una iglesia reducida a cenizas. Milagrosamente no tenía heridas ni quemaduras exteriores pero había sufrido una importante insuficiencia respiratoria y sus pulmones estaban muy dañados.
La sala de Terapia Intermedia era un cuarto largo, de techos altos, con unas quince camas separadas por biombos. A mitad de aquel pabellón lleno de olores y monitores titilantes, la enfermera corrió una cortinita y ahí estaba Pancután, atado al sachet del suero, la mitad de la cara cubierta por una mascarilla de oxígeno y con una mirada filosófica clavada en el cielorraso: ¡Tero, qué hacés por acá!, cuando me vio se le encendieron los ojos. Tenía mejor cara que la última vez que nos habíamos encontrado, ni por las tapas parecía alguien a punto de dar el último suspiro. Le dije que el gordo Suárez me había avisado del accidente. ¡Qué accidente, vos también con lo del accidente!, pareció molestarse, yo me desconcerté, pero casi en el acto sus ojos volvieron a sonreír: No puedo forzar la máquina, dijo señalando la silla que estaba junto a la cama, pero si me tenés paciencia puedo contarte. Para eso vine, le mentí.

 La enfermera nos advirtió que podía quedarme con la condición de que no metiéramos barullo y que él no se sacara la mascarilla, Juan Carlos le prometió que así se haría y la mujer desapareció. Aquella tarde de miércoles, entonces, como en una cápsula del tiempo, en esa sala de hospital volvió a operar el mecanismo echado a andar una y otra vez en el patio del colegio: Pancután –ahora con pausas regulares para conectarse a la mascarilla- contando una de sus experiencias inauditas, yo asintiendo y al mismo tiempo preguntándome si mi vida de los últimos años no sería más que una serie de aburridas repeticiones, de oportunidades desaprovechadas que ya no volverían a presentarse.

La cuestión había tenido su inicio una noche fría de invierno dos años atrás, Juan Carlos acababa de llegar al cuartel de Villa Crespo para cumplir con su turno cuando sonó la alarma. En algún lugar no muy lejano algo se quemaba. El equipo de bomberos se subió a la autobomba y sorteó oscuras bocacalles atronando y a la velocidad del rayo. El incendio era en un edificio de Av. Boedo, los dos últimos pisos de una torre de diez. Pancután y un compañero habían conseguido descolgarse desde una construcción vecina hasta los balcones de los departamentos afectados. Juan Carlos entró en lo que quedaba de un living, el edificio había sido evacuado pero al pasar junto a una puerta semi-obstruida, escuchó algo. Muy débiles, pero logré reconocerlos: eran gemidos –dijo removiéndose en la cama - Y al trasponer aquella puerta negra de hollín, Terito, mi vida cambió para siempre.

Sintetizando, Pancután había rescatado de aquel baño a una mujer joven, la chica había logrado salvar su vida introduciéndose en la bañera, el cuerpo desnudo cubierto con una gruesa capa de crema revitalizadora para cabellos florecidos. Tenía quemaduras en parte de la espalda y en una pierna pero estaba conciente. Juan Carlos la arropó con una manta empapada, la bajó en brazos por las escaleras de acero y cuando llegaron a tierra firme ocurrió el primer hecho extraordinario. Fue una señal, se apura a aclarar mi amigo: no hubo manera de desprender a la víctima del cuello de su salvador. Algo perplejo y con la venia de su superior, Pancután se subió a la ambulancia y tomándole una mano viajó con la desconocida hasta Hospital del Quemado.

Como todo en esta vida aquello pasó, Juan Carlos volvió a su rutina de mangueras y sacos antiflama, a compenetrarse en otro de sus infinitos cursos de entrenamiento, y terminó por olvidar el incidente. Transcurrieron seis largos meses hasta que otra noche fría de invierno volvió a sonar la alarma: otro edificio de la zona, los últimos dos pisos, las mismas características. Te juro, Terito, que el corazón casi se me sale por la garganta cuando por entre el humo de aquel baño vuelvo a encontrármela. ¿A quién? A ella, a la misma chica. Parecía un mal sueño, una broma de pésimo gusto. ¿Qué posibilidades existen en una ciudad como Buenos Aires de volver a toparse con alguien en la situación extrema de un incendio? A Pancután le vaciló la voz, le brillaron los ojos y volvió a colocarse la mascarilla intentando desarticular la emoción. Las quemaduras de la chica esta vez eran algo más comprometidas. Como en un acuerdo tácito, él la alzó en brazos, la arropó y en silencio volvieron a descender las escaleras metálicas y, luego, a compartir el viaje de ida al hospital. Viajábamos mirándonos a los ojos como dos adolescentes, a mí se me agolpaban un montón de pensamientos pero no conseguía decir palabra. Timidez, falta de reflejos, no lo sé, la cuestión es que no pude sacarle un
teléfono, una dirección de correo electrónico...

La realidad gusta de las simetrías, como dice nuestro máximo escritor, o quizás se trate de una mano mayor (el que quiere puede llamarla Dios) que se divierte disponiendo las fichas para producir ciertas combinaciones, lo ignoro. Lo que sí puedo asegurar es que mi amigo no me estaba mintiendo, que su emoción era genuina, a Pancután la vida le acaecía como a cualquier hijo de vecino, nada más que en su caso algo se descentraba, se tornaba raro, y por culpa de ese enrarecimiento estaba ahora en aquella cama, quizás al borde de la muerte. ¿Qué podía reprochársele?
A partir de allí se sucedieron días angustiantes, algo había irrumpido en la vida de Juan Carlos para cambiarlo todo de sitio, se sentía desasosegado, comenzó a descuidar el trabajo. Me quedaba abstraído en la contemplación del fuego, la manguera se me caía de las manos, dice con tono amargo.

Transcurrió otro medio año para que en una noche fría volviese a escuchar la alarma anunciadora. Te juro Terito que no me sorprendió en absoluto, era como un llamado, una cita de plazo incierto que finalmente se cumplía. Otro edificio de la zona, los últimos dos pisos en llamas y como en un sueño propiciatorio, rechazando obstinadamente a cualquier otro socorrista que intentase acercarse, la exótica chica esperando por ‘su’ bombero. Las quemaduras esta vez le devastaban la mitad del cuerpo, su aspecto general, la verdad sea dicha, no era algo agradable de ver. Y camino al hospital, fue finalmente ella quien juntó el valor necesario para abrirme su corazón. Juan Carlos oculta la cara tras la mascarilla, aspira una profunda bocanada de oxígeno: Me confesó que al primer rescate yo había entrado en su vida para siempre y que la forma que había pergeñado para volver a encontrarnos había sido provocando esos incendios.
Misteriosos los caminos del amor, digo. Misteriosos y arrebatadores, agrega Pancután, y se le encarnan las mejillas. Ante semejante declaración, te imaginarás que sobraban las palabras: ella me quitó las antiparras, yo le arranqué las vendas, dolor y placer se fundieron en un mismo abrazo y en el interior de aquella pálida ambulancia se selló nuestra unión.

A partir de aquel momento, con una suerte de excitada alegría infantil, Pancután y Amaranta (ese era el nombre de la chica) sintieron que debían recuperar el tiempo perdido. En los siguientes tres incendios, la relación se afianzó, por el tono en que vibraba la alarma del cuartel Juan Carlos reconocía el llamado, se subía a la autobomba en un estado de irrealidad, se sentía exultante, generoso, en armonía con el mundo. Pancután sonríe: Trepaba a esos balcones con un ramillete de fresias, un CD de Cristian Castro, una caja de bombones. Se le escapa una carcajada seca que ahoga tras la mascarilla: Tratá de imaginarme trasponiendo las llamas con una caja de bombones, que en cuestión de segundos quedaban reducidos a una pasta aguachenta. Nos causaba una gracia enorme, nos reíamos como locos.

El interior de aquellas ambulancias era el refugio ideal para el encuentro de los cuerpos: con la complicidad de los paramédicos, en el trayecto hasta el Instituto del Quemado y arrullados por el ulular de la sirena, Juan Carlos y Amaranta se hacían el amor sin egoísmos. A continuación, él mismo ayudaba con las curaciones. En dos palabras: eran felices.

Pancután hace una pausa e intenta introducir en sus pulmones maltrechos algo de oxígeno: Pero, claro, nada podía ser tan sencillo. En el entorno más próximo no tardaron en surgir voces disonantes. Primero fueron sus compañeros del Cuartel, luego los médicos: el estado físico de Amaranta se deterioraba vertiginosamente. Las heridas no alcanzaban a curar que ya su cuerpo volvía a ser agredido por el fuego.

¿Se justificaban tales advertencias?, se queja mi amigo. ¿Acaso no era el cuerpo arrasado de ella el símbolo palpitante de nuestra historia de amor? Hoy, transcurrida una semana de mi visita al hospital, no puedo dejar de pensarlo: si al encuentro de dos soledades se le quitan las circunstancias, los detalles que por únicos e irrepetibles de allí en más los definen y van a acompañarlos por el resto de sus vidas, ¿qué queda? No voy a justificar ni a cuestionar la decisión tomada por los enamorados, pero si así había nacido aquella historia, lo más sensato era que así continuase.

Pese a las dificultades y a los peores pronósticos el romance, obstinado, prosiguió. Pancután y la chica alquilaron un departamentito y llegó el momento de  las presentaciones familiares. Los padres de ella vivían en Catamarca y el trato fue vía telefónica, la complicación fue con la madre de Juan Carlos. La expresión de Pancután se ensombrece: Como es lógico deducir, a esa altura del fuego Amaranta había perdido completamente el cabello, cejas y pestañas estaban arrasadas y su oreja derecha se había reducido a una pasa disecada. Ocurrió que a pesar de todas las advertencias y reconvenciones previas al viaje, cuando fueron a buscar a su madre a la terminal de ómnibus, la mujer armó tal escándalo que terminaron los tres demorados en la oficina de Prefectura. Después, como sucede habitualmente, pudo más el cariño, suegra y nuera congeniaron y terminaron por aceptarse.

Se dio a partir de aquí, esa tregua mágica en la que el hombre y la mujer van descubriendo si la decisión de compartir una vida es un espejismo o una realidad posible. A medida que la iba descubriendo, Terito, Amaranta se tornaba más y más fascinante: la pasión que ponía en cada cosa, su alegría a pesar de las dificultades, terminaban por contagiársete. Había encontrado a la mujer que uno sueña, por la que espera toda su vida. ¿Comprendés lo que digo?

Seis meses más tarde, finalmente, otra noche fría de invierno la pareja contrajo matrimonio. El escenario elegido fue la Iglesia Nuestra Señora de La Merced. Pancután se detiene y me clava unos ojos alucinados: ¡Terito, fue un espectáculo cinematográfico! El campanario y la alta cúpula lamidos por las llamas, los compañeros del Cuartel, los familiares y amigos asistiendo, hechizados, desde la vereda de enfrente, Juan Carlos con su uniforme de gala irrumpiendo hacha en mano, el pesado portón que se resiste ante los primeros golpes, que finalmente cede y se entreabre: y en el interior, junto al altar mayor, aguardando, primorosa, casi mística, la imborrable imagen de la novia, con su velo, su cola y su vestido blancos, en vivas llamas.


Llegué hasta la mitad de la nave central, dice Pancután, y hasta ahí recuerdo. Más tarde supo que sus compañeros lograron rescatarlo, que estuvo luchando por su vida dentro de  una carpa de oxígeno durante una semana. Juan Carlos me toma del brazo y dos lágrimas, ahora sí, afloran sin que pueda impedirlo: Ella y yo lo sabíamos, Terito, un último incendio marcaría el final del camino. Pero yo te pregunto: ¿quién tiene asegurado nada en esta vida?
¡Nadie, Pancután, obviamente, nadie!

miércoles, 12 de agosto de 2015

Como el agua que moja

Personajes:
Mariela
Ernesto

Departamento despojado, mesa, dos sillas, sobre el fondo puerta de entrada, sobre un costado un espejo de pie. Vemos llegar a Mariela, viste un ambo de médico, deja la cartera, se pone a barrer, acomoda unos libros, se queda por un instante con la mirada perdida, llora, se contiene y recomienza la tarea. Entra Ernesto, con aire apático, lleva un maletín, todo en él denota rutina y naturalidad, salvo por el atuendo: viste un traje de superhéroe (remera y calzas al cuerpo, calzón, botas, capa, etc.) En el pecho y en el centro de la capa pueden leerse las iniciales S.E. de SuperErnesto.

ERNESTO: Hola, amor.

Mariela no responde, Ernesto deja el maletín junto a la mesa, al pasar delante del espejo se mira la capa. Sale de escena para ir al baño, tiempo, se escucha la descarga del depósito, regresa, se sienta.

ERNESTO: Qué calor está haciendo.

Mariela no responde.

ERNESTO: ¿Cómo te fue en la clínica?

Mariela no responde.

ERNESTO: Hoy tuve la boca seca todo el día. ¿Hay algo para tomar?

MARIELA: Hay jugo.

ERNESTO: Que bueno, ¿me traés?

Mariela, a desgano, sale.

ERNESTO (alzando la voz): Creo que queda una lata de cerveza en la puerta del congelador, te la cambio por el jugo, ¿dale?

Mariela vuelve con la lata, se la da y estudia a Ernesto largamente. Este abre la lata, toma tragos cortitos, al sentirse observado se incomoda.

MARIELA: Me agregaron guardias y tengo que trabajar el fin de semana. ¿Y a vos cómo te fue? (vuelve a observarlo) ¿Luchaste por la Justicia?

ERNESTO: Mariela, no empecemos.

MARIELA: ¿No empecemos? Yo no empiezo nada. ¿Acaso no estamos hablando de lo que hicimos durante el día? Bueno, yo te pregunto: ¿luchaste por la Justicia?

ERNESTO (con leve resentimiento): Sí.

MARIELA: ¿Sí qué?

ERNESTO: Sí luché.

MARIELA: Ves, a una pregunta, una respuesta. No es tan difícil.

ERNESTO: No, claro que no es tan difícil. Pero si usas ese tono...

MARIELA: ¿Qué tono?

ERNESTO: Ese tono. Decís ‘luchaste por la Justicia’ con ese tono. ¡Por qué hay que volver siempre a lo mismo, digo yo!

Ernesto se incorpora, se pone delante del espejo, hace poses de carrera, saca músculos.

MARIELA: ¿Sabés por qué? ¿Sabés por qué? Porque el sábado cumplimos un año de casados, por eso (lloriquea) Y esto es un desastre.

ERNESTO (yendo sobre ella): Mariela…

MARIELA (recházandolo): Estoy bien, dejame (contemporizando) Dale, contame qué hiciste.

ERNESTO: ¿De verdad querés saber?

MARIELA: Sí.

Mientras desarrolla el relato Ernesto en algún momento volverá a hacer poses frente al espejo.

ERNESTO (con entusiasmo): Estoy probando varias cosas, algunas más efectivas que otras. Hoy trabajé en dos. La primera es muy graciosa: vos viste cómo circulan los tacheros por el centro, se creen los amos, los dueños de la calle, circulan a mil, invaden carriles, paran donde se les ocurre, pero más que nada yo noté que en las bocacalles los tipos doblan como si tal cosa, y si estás intentando cruzar, por la senda peatonal, con el paso a su favor, más vale que corras, saltes o te tires a un costado porque te llevan puesto. Así que lo estuve pensando y me dije “Esto puede ser un trabajo para SuperErnesto”. Me voy a la esquina de Corrientes y Suipacha, me pongo delante del grupo de peatones que se forma esperando el semáforo, cuando da la luz verde veo por el rabillo del ojo que un taxi viene doblando y me le tiro encima del capot. El tipo clava los frenos, yo doy un par de tumbos aparatosos y caigo en el asfalto. ¡Gran quilombo gran!  Para serte sincero, al principio hay como un momento de confusión, al verme con el taje algunos creen que es una cámara sorpresa o algún tipo de publicidad callejera, pero cuando se dan cuenta de que va en serio llaman al SAME, se corta el tránsito, yo exagero, grito, simulo convulsiones. Y mientras parte de la multitud se preocupa por atenderme, el resto gira hacia el tachero y, primero con timidez y después cada vez más osados comienzan a putearlo, a patearle las puertas, a escupirle el parabrisas, un par meten las manos por la ventanilla y quiere sacarlo de los pelos. Despiertan del letargo, liberan su rebeldía ante el abuso, ¿se entiende? Y entonces yo aprovecho la confusión, me incorporo y me pierdo en la multitud.

Ernesto queda a la expectativa de la reacción de Mariela, pero esta, incrédula, no emite sonido.

ERNESTO: Acción dos: ¡esta es genial! Voy trotando por Mitre altura Montevideo –no sé si te lo dije, pero por la calle yo intento siempre trotar para que la capa flamee y se me vean las iniciales- Así que voy trotando por Mitre hasta que llego a Callao y me meto en la sucursal del Banco Nación. Multitud de gente, calor de cagarse, no anda el aire acondicionado, voy hasta el subsuelo, sector Cajas. Como de costumbre, larga cola y de tres ventanillas sólo una atendiendo. Me ubico en el último puesto, dejo pasar unos minutos y digo, así, como al pasar: “¡Claro, cómo si uno no tuviera nada que hacer, no cierto!”  No necesito mirar a alguien para percibir que entre los más cercanos hay como un removerse en sus lugares: el virus ha sido inoculado. Dejo pasar otro par de segundos y ya mirando de lleno a uno, agrego: “Yo no sé. Menos mal que son las cajas para clientes, ¿no?”. “¡La misma historia de siempre, señor!” –engrana el primero. “Sí. Tal cual, ¿me quiere decir porque no atienden las otras ventanillas?”. “¡A los tipos no les importa. Somos como ganado! –grita otro- ¡Peor que eso: somos pedazos de mierda!”. Y ya no hay vuelta: la cola empieza a sacudirse y se rompe. Gritos, puños en alto, algunos avanzan sobre el cajero, otros van contra los mostradores. Yo me voy hacia las escaleras. Y antes de salir, giro para echar una última mirada: alguien parado sobre el mostrador empieza a sacarse la ropa, otro salta con un matafuego en una mano. ¡Éxito total! Una nueva acción de SuperErnesto para socavar los cimientos de una sociedad mezquina… ¿Y? ¿Qué decís?

MARIELA: Vos te das cuenta, ¿no?

ERNESTO: ¿De qué?

MARIELA: ¿Cómo de qué? Esos no son actos heroicos, Ernesto, esas son pelotudeces.

ERNESTO: No son pelotudeces.

MARIELA: ¡Sí que son!

ERNESTO: No son pelotudeces. Si pensás así entonces hay que redefinir qué se entiende por  ‘pelotudez’ y qué se entiende por ‘acto heroico’.

MARIELA: ¡Por favor!

ERNESTO: Es que vos estás muy pegada al superhéroe yanqui, Mari, a Spiderman, a Batman. Te domina el estereotipo de Hollywood. En cambio yo te hablo del mundo real.

MARIELA: ¡No, yo te hablo del mundo real!  Vos no sos un superhéroe, Ernesto.

ERNESTO: Sí que lo soy.

MARIELA: No lo sos.

ERNESTO: ¿Ah, no? ¿Y entonces qué soy?

MARIELA: ¿Querés saber?

ERNESTO: Por favor.

MARIELA: Sos un pelotudazo de 30 años, casado reciente, sin un trabajo fijo, que vive en un departamento alquilado y sin muebles, y que si no fuera por su mujer, que se mata haciendo guardias, hace seis meses que viviría en la plaza de la esquina.

Ernesto intenta disimular el impacto, vuelve al espejo, se contempla.

MARIELA: ¿Podés dejar de hacer eso, por favor?

ERNESTO (volviendo a su silla): Okey, okey, te reconozco que por ahora son intervenciones menores. Pero aunque te suene difícil de creer, acá no hay nada improvisado. Acá hay un camino cuidadosamente delineado, hay un plan, una estrategia.

MARIELA: ¿Y cuál es esa estrategia?

ERNESTO: Lo que en marketing se conoce como ‘imponer la marca’. Tengo que empezar a hacerme visible, sentar presencia, para que la gente cuando me vea no se asuste.

MARIELA: ¡No se cague de risa, mi amor!

ERNESTO: Dije ‘no se asuste’. Para que vayan haciéndose a la idea de que en esta puta ciudad hay alguien que piensa en ellos, que los protege, que vela por sus derechos. ¡Claro que cuando logre mi super poder!...

MARIELA: ¿Tu súper poder?

ERNESTO: Sí (bajando la voz, vigilando que nadie escuche) El rayo paralizante.

MARIELA: ¡¿El rayo paralizante?!? ¡¿El rayo paralizante?!? (Mariela, se pone  a temblar, sufre una crisis de nervios, se agarra de la mesa como si estuviera a punto de caerse, Ernesto la sostiene) ¡¿El rayo paralizante?!?

ERNESTO: Vení, sentate, Mari. Hoy estás muy tensa.

MARIELA: ¡Por favor, escuchate, Ernesto! Si cuando salimos a la calle le tenés miedo a los perros, cuando el mes pasado discutiste con el diariero tuvimos que dormir una semana con la luz prendida ¿A quién te vas a enfrentar? (Tiempo) ¿Sabés?, yo no puedo creer que esté pasando esto: que vos estés así vestido, que hablemos de superpoderes. Por momentos me digo “Mariela, es una pesadilla, a la cuenta de tres vas a despertar”, pero cuento uno, dos, tres y no despierto, nunca despierto.

ERNESTO: Es que no tenés que despertar (mostrándose a sí mismo con las manos) Esto es real.

Mariela vuelve a lloriquear, se calma, advierte la presencia del maletín.

MARIELA: ¿Qué traés ahí?

ERNESTO: ¿Dónde?

MARIELA: ¿Me ves cara de idiota? En ese maletín, Ernesto, ¿qué traés?

ERNESTO: Nada.

MARIELA: ¡Soy tu mujer y quiero saber! (levanta el maletín, lo pone sobre la mesa, lo abre, de su interior saca un gran libro de tapas duras, lee)  “10 claves para el desarrollo del Superhéroe Moderno”

Mariela emite una risita histérica, Ernesto le arrebata el volumen.

MARIELA: Y de dónde sacaste…  Ah, sori, mirá la pregunta que se me ocurre…

ERNESTO: ¡Me lo consiguió mamá, sí! ¿Y qué?  Este es un libro casi imposible de conseguir,  es prácticamente un incunable.

Mariela se incorpora, camina nerviosa buscando las palabras.

MARIELA: A ver, Erni, por si no te diste cuenta: ¡Tu mamá… está TOTAL COMPLETA REMATADAMENTE LOCA!

Ernesto se incorpora y comienza a salir.

MARIELA: ¿Adónde vas?

ERNESTO: Si vamos por ese lado me niego a seguir dialogando.

MARIELA (cambiando): ¡No, esperá, perdóname! (por señas lo invita a sentarse junto a ella, lo toma de las manos) Mi amor, esto que voy a decirte puede sonar feo, pero tu madre me mira mal, yo no le caigo bien.

ERNESTO: No hables así.

MARIELA: Es la verdad, Erni, creo que desde la primera vez que nos vimos, no pegamos onda, no sé, no me quiere.

ERNESTO: Eso es injusto, a su modo, pero mamá te aprecia.

MARIELA: Erni, yo creo que hay formas y formas de intentar sacarse de encima a una nuera (lloriquea, lo señala) Pero no ‘esto’.

ERNESTO: ¿Qué querés decir?

MARIELA: Es tremendamente cruel, es vergonzoso…

ERNESTO (apartándose): ¡Yo no soy un títere de mamá!

MARIELA: No dije eso.

ERNESTO: Con otras palabras pero es lo que insinuás. Y estás completamente equivocada.  Cuando yo nací ella tuvo una iluminación, intuyó que era un ser especial, ella descubrió que yo tenía este potencial y que estaba bendecido por una misión.

Durante este parlamento Ernesto va a realizar el ejercicio del “rayo paralizante”. Abre el libro, observa una ilustración, saca del maletín una varilla con una piola y una arandela atada en el extremo, inserta la varilla en algún orificio en la parte superior del espejo, hace pendular la arandela, se coloca a distancia, respira, se prepara y gira teatralmente clavándole la mirada, sosteniéndose ambas sienes con los dedos, e intentando que la arandela detenga el vaivén. Repite la operación varias veces.

ERNESTO: Pero antes de asumir ese mandato yo debía experimentar el mundo de la gente común, debía crecer, adquirir experiencia. Yo y otros como yo, porque no soy un caso aislado, hay muchos más, la lucha audaz en defensa del inocente existe desde tiempos inmemoriales, ha ido creciendo y multiplicándose…

MARIELA (observando el accionar de Ernesto): ¿Qué hacés?

ERNESTO (en la suya): Generosidad, desinterés, sacrificio por el otro, son el combustible de esta misión. Aunque te suene presumido, los tipos como yo, desde el llano, a veces desde el anonimato más absoluto, somos los santos modernos.

MARIELA: ¿Podés responder qué hacés?

ERNESTO: Ejercito.

MARIELA: Vos sabés que no lo entiendo. Lo pienso, le doy vueltas y no lo entiendo.

ERNESTO: ¿Qué cosa no entendés?

MARIELA: Semejante cambio, Erni. Cuando yo te conocí estudiabas Administración de Empresas, ¿te acordás? eras ambicioso, tenías sueños. Y eras encantador. ¿Te olvidaste de eso?

ERNESTO (se sienta junto a Mariela, cambiando): ¿Cómo voy a olvidarme?

MARIELA: Nos íbamos a ver el amanecer a la Costanera, esperábamos a que abrieran los puestos de flores y me comprabas un ramillete de fresias.

ERNESTO: Y desayunábamos en el bar de Aeroparque, café con leche con churros. Y yo me iba durmiendo en la mesa mientras vos cantabas. ¿Qué cantabas?

MARIELA (canta): Memoria hostil de un tiempo de paz / sin paz / Narices frías de una noche atrás.

ERNESTO Y MARIELA (cantan a dúo): Besos por celular / las momias de este amor / piden el actor de lo que fui… *

ERNESTO: Y cuando te quedabas a dormir en casa, si llegaba mamá tenía que esconderte en el placard (Ríen)

MARIELA: Yo me enamoré de ese chico, Erni, ¿dónde quedó?

ERNESTO: Acá, mi amor, ese y este somos la misma persona.

Mariela se ensombrece, se incorpora.

ERNESTO: ¿Qué pasa?

MARIELA: Hoy hablé con mi hermana. Quiero que me digas algo y que, por favor, seas honesto. ¿Qué le dijiste a Mati? ¿Qué le metiste en la cabeza? 

ERNESTO: ¿A Mati?...

MARIELA: Sí, a Mati.

ERNESTO: Ah, nada, estuvimos hablando. Me preguntó algunas cosas y… 

MARIELA: Tiene siete años, Ernesto. ¡A vos evidentemente algo en la cabeza no te funciona! ¿Sabés que el domingo, en la pileta, tuvieron que hacerle reanimación durante cinco minutos porque casi se ahoga? Dijo que estaba (hace con los dedos comillas) ‘ejercitando’ para desarrollar el poder de la respiración abajo del agua.

ERNESTO: No puede ser.

MARIELA: ¡Sí puede ser! (lloriquea) Carla me dijo que no quiere que vuelvas a verlo. Y que mientras yo esté con vos, tampoco. Mati es mi ahijado. ¿Qué opinás de eso?

Ernesto también se incorpora, vuelve al espejo y se estudia.

ERNESTO: Que hay que ser fuertes, Mari. Las resistencias, la incomprensión son parte la lucha.

MARIELA: ¡Escuchate! ¡Ni vos te crees lo que estás diciendo!

ERNESTO: No me agredas.

MARIELA: Yo no te agredo. Mirá, Erni, discúlpame que te baje de tu nube de pedos pero necesitamos plata. ¿Alguna vez vas a traer algo parecido a un sueldo? ¿Dónde cobran vos, Linterna Verde, Superman? ¿Con qué bancos operan? Yo tengo necesidades concretas, necesito irme de vacaciones, necesito que compremos un auto, no puedo seguir cruzando toda la ciudad en tres colectivos para llegar a la Clínica.

ERNESTO: Me estás presionando.

MARIELA: No te estoy presionando, te hablo de la realidad. Quiero una vida normal, con planes, con ocupaciones normales, me quiero hacer socia del Club de Amigos, ir a tomar sol los fines de semana. El mes que viene mis padres y Carla alquilan casa en Cariló, ¿por qué nosotros no podemos ir?

ERNESTO: Basta, Mariela.

Ernesto rumbea hacia el dormitorio.

MARIELA: ¡No te escapes! (lloriquea) Si por lo menos siguieras usando esa máscara.

ERNESTO: ¡Sabés que me irrita las mejillas!

MARIELA: ¡Pero no te reconocen, Ernesto! ¡Andar por el barrio es tan vergonzoso! ¿Sabés las cosas que me dicen en el trabajo? En la Sala de Guardia me pegan carteles. La semana pasada tuve que ir a hablar con el Director, me dijo que lamentaba mi situación familiar, me ofreció una licencia.

ERNESTO: ¡Basta, Mariela!

MARIELA: ¡No, basta las pelotas! ¿Y nuestros hijos? ¿Recordás lo que planeamos? Yo en un año más quiero tener, primero una nena, después el varoncito (lo señala, el llanto le impide continuar) Te imagino… yendo así a las reuniones de padres de la escuela, corro al baño y vomito.

ERNESTO: ¡Basta, Mariela! ¡BASTA! ¡MARIELA, MIRAME! ¡MARIELA, MIRAME!

Mariela lo mira sin comprender, Ernesto se lleva los dedos a las sienes y le lanza ‘el rayo paralizante’. Mariela queda petrificada. Tiempo.

ERNESTO: ¡Mierda, funcionó! ¡Mariela! ¡Mariela! ¡Uno, dos! ¡Funcionó! (de la sorpresa y la satisfacción pasa a la desesperación, intenta hacerla volver en sí) ¡Mariela! ¡Reaccioná! ¿Y ahora cómo se hace para hacerla volver? (corre hasta el libro, busca) En algún lado tiene que decir. ¡Nada, no dice nada! La puta madre (la sacude con desesperación) ¡Mariela, mi amor! (le apoya el oído en el pecho) ¿Le late el corazón? ¿La asesiné, eliminé a mi mujer? (lloriquea, busca en el maletín el celular, llama) Hola, mamá, hola, escuchame: asesiné a Mariela… No lo sé, estábamos discutiendo, perdí la cabeza y usé ‘el rayo paralizante’… (levantando la voz) Qué usé ‘El rayo paralizante’… Sí, funcionó, ¿no es increíble?... Sí, claro que estoy contento. ¡No, me hacés decir cualquier cosa, cómo voy a estar contento si asesiné a mi esposa! ¡No reacciona, mamá! (llora)…  ¿Desaparecer el cuerpo? ¿Cómo desaparecer el cuerpo? ¿ESTÁS DEMENTE?…  Sólo a vos se te ocurre hacer chistes en un momento así. ¡No estoy para bromas!... ¿Ah, sí? ¿Estás segura? Mirá que en el libro no…. A ver, dejame ver, después te llamo, chau, chau (deja el celular, se acerca a Mariela y le aplaude en la cara. Esta vuelve en sí en el acto) ¡Ay, qué suerte! Qué susto, mi amor (la abraza) pensé que te había perdido para siempre.

MARIELA: ¿Qué pasó?

ERNESTO: Nada, nada, olvidate.

MARIELA: ¿Decime qué pasó? ¿Sufrí un desmayo? No recuerdo nada.

ERNESTO: Te paralicé. Fue ‘el rayo paralizante’, finalmente funcionó.

MARIELA: ¡¿Qué decís?! (se enfurece, le pega con los puños en el pecho) ¡VOS SOS UN INSANO! ¡SOS UN ENFERMO! ¡SE ACABÓ, ESTOY HARTA, ERNESTO! (va a la habitación, vuelve con una valija, la apoya sobre la mesa, la abre) Hasta acá llegamos. Yo no puedo seguir con esta locura (vuelve a salir, regresa con una pila de ropa y la pone dentro y la cierra)

ERNESTO: Mariela, por favor, ¿qué decís?

MARIELA: Se acabó, me voy, no tiene sentido que sigamos de esta forma.

ERNESTO: Pero yo te quiero.

MARIELA: Es que somos muy distintos, somos el agua y el aceite, Erni. Así no se puede vivir.

ERNESTO: No es tan complicado, yo te acepto como sos, vos aceptame a mí.

MARIELA (lloriquea): No quiero que sigamos lastimándonos. Es doloroso, pero esa capa absurda, tus misiones, tu rayo paralizante, para vos son más importantes. Yo no quiero competir con eso.

ERNESTO: Es que no tenés que competir, mi amor, esto es algo a lo que no puedo renunciar, como el viento que agita los árboles, como el agua que moja, es algo que está en mi naturaleza, es lo que me configura como individuo, ¿comprendés? Por favor, no te vayas.

MARIELA: Sori. No puedo.

Mariela corre melodramáticamente hacia la puerta, se detiene, amaga volverse y finalmente sale. Pausa. Ernesto va hacia el espejo. Se observa por unos segundos y rompe en llanto. Va en busca del celular.

ERNESTO: Hola. Se fue… (levantando la voz) Qué se fue, mamá, que Mariela me abandonó…  ¡Sí que la tiene, sí que la tiene! ¡Tiene toda la razón: yo soy el culpable! ¡Yo la perdí! (llora)…. Ya lo sé, ya lo sé. Por supuesto que me acuerdo, pero ahora no lo voy a decir… ¡Mamá, basta, ahora no lo voy a decir!…  (por lo bajo, a desgano) “SuperErnesto del lado de la gente”…  No, basta, ¿querés que me escuchen los vecinos? (levantando algo más la voz) “SuperErnesto del lado de la gente”, ¿estás contenta? …  (animándose paulatinamente) Pienso, pienso, no soy negativo. Ya lo sé, ahora con ‘el rayo paralizante’ se abre otro panorama... No, creo que no necesito nada (vuelve al espejo y se mira las botas) Les puse las plantillas. Estas se lucen más, además  son más cómodas (se mira el traje) Los colores están bien, el rojo no me convence del todo, creo que la gama del violeta combinaba más. ¿Sabés qué? Fijate si la capa se puede hacer de alguna tela más liviana. Al mediodía, con el sol en la espalda te mata. Podría ser un raso o algún material más fino…

Con el diálogo telefónico la luz va disminuyendo.

 APAGÓN.



*“Spaghetti del rock” - Divididos