jueves, 31 de mayo de 2012

Mala leche

-          Uno de esos  –se escuchó murmurar al hombre, señalando el maniquí que estaba junto a la puerta.

La empleada de la tienda pestañeó algo sorprendida:

-          ¿Un soutien? ¿Usted busca un soutien?

Santos “El Tuerto” Comesaña se sacó el sombrero, lo sostuvo nerviosamente con la punta de los dedos y movió la cabeza por la afirmativa.

-          Sí, cómo no. Dígame, ¿de qué talla? ¿Es para regalo?

Comesaña era un tipo estoico, habituado a la adversidad, sin embargo desde que había entrado a la tienda transpiraba como un pollo al spiedo. Mirando a ambos lados para constatar que las clientas que revolvían en la mesa de saldos no vieran lo que iba a hacer, aproximó el torso al mostrador y se abrió el saco. Bajo la camisa blanca, la empleada pudo apreciar la turgencia incuestionable de los dos senos femeninos.

-          ¡Ah, comprendo! –dijo la mujer y agregó bajando la voz: – No se preocupe por nada, hoy ya vendí seis a caballeros tan varoniles como usted.

¡Que no se preocupara por nada, qué fácil era decirlo!, trepidó de indignación. Hacía 30 años que trabajaba en el peor sector del puerto, a fuerza de astucia y brutalidad había logrado asomar la cabeza entre una mersa mitad bestias de carga, mitad delincuentes. ¿Seguro que no debía preocuparse? ¿Aquella mujercita iba a explicarle a él cómo manejar esa situación? Una respuesta soez le subió a la garganta, pero se contuvo.

La pesadilla había arrancado esa misma mañana cuando el Tuerto se levantó. Luego de afeitarse y cambiarse, se bebió a la carrera el mate cocido con leche en la cocina de la pensión y quince minutos más tarde, en viaje hacia la dársena, escuchó la noticia en la radio del ómnibus: las autoridades de salubridad advertían a la población que un compuesto en mal estado en la leche entera “La Martita” estaba produciendo una rara mutación en la población masculina. 

Santos Comesaña no era un tipo de suerte, la pérdida del ojo izquierdo en una disputa absurda se lo recordaba a diario, sabía que la patrona compraba leche entera “La Martita” para los pensionistas, él había tomado su habitual tasa de mate cocido con leche, así que las cartas estaban echadas.

El primer síntoma lo experimentó alrededor de las diez de la mañana, un hormigueo violento, como si la sangre de todo el cuerpo se le hubiese puesto a hervir, seguido de un sudor frío en la espalda. Al entrar en la garita de vigilancia el Chino, su joven compañero de turno, le hizo notar que caminaba raro.

-          ¿Qué pelotudez estás diciendo vos? ¿Cómo raro?  –reaccionó él, ya con la certeza de que lo que hubiese notado de extraño el muchacho, estaba inevitablemente relacionado con esa maldita leche.

-          No sé, raro, Don  Comesaña –repitió el Chino con expresión turbada.

Apenas una hora después, Comesaña descubrió lo que había advertido su compañero: los zapatos de golpe le bailaban, los pies se le habían reducido por lo menos dos números y al caminar debía hacer un esfuerzo enorme para no contonearse como esas mocosas que paseaban por calle Florida. Antes del mediodía ya habían comenzado a crecerle los senos.

A Santos Comesaña le gustaba trabajar cómodo, cuando el sol comenzaba a pegar fuerte y recalentaba el asfalto del playón de ingreso se lo veía ir de un lado a otro en mangas de camisa, dando órdenes, transpirando e insultando en explosiva algarabía; los que lo conocían esta vez lo notaron parco, reconcentrado, y –algo que causó extrañeza- por nada del mundo quería desabotonarse el saco.

Pasadas las doce salieron sucesivamente tres contenedores con frutas secas provenientes de República Dominicana, dos con abanicos y muñecos de tela con origen en Taiwán, e ingresó un embarque de aceite de oliva de San Rafael con destino al puerto de Hamburgo.

El vigilador supervisaba la entrada y salida de los camiones con su habitual solvencia sin embargo, al moverse, los dos senos eran una presencia anómala que le sacaban concentración y lo llenaban de fastidio. Pasadas las dos tuvo un cruce de palabras con el Turco Matta. El Turco, uno de los choferes más antiguos, era un tipo de cuidado, a partir de una cuestión turbia por un faltante en un embarque de gomina para el cabello habían discutido, apelando a su autoridad el Tuerto le había propinado un par de sopapos, y el otro estaba esperando que cometiera el mínimo error para exponerlo.

Alrededor de las tres la tarde la paciencia del Santos Comesaña había llegado a un punto de no retorno. El vaivén de caderas con un poco de buena voluntad podía controlarse, en cambio los senos habían tomado una dimensión tal que, por más que se encorvara y metiese el tórax para adentro ya se adivinaban bajo el saco abotonado. Para colmo de males, cuando daba alguna orden a los camiones la voz se le aflautaba en un falsete que por más que tosiera y simulara un catarro era imposible de justificar.

-          Así un hombre honrado no puede trabajar –lo escuchó mascullar entre dientes el Chino.

El jefe de seguridad pretextó una diligencia a las oficinas de la Aduana, dejó al muchacho a cargo de la garita y a paso rápido salió de la dársena y se tomó el primer ómnibus de regreso. Se bajó a unas diez cuadras de la pensión para evitar encuentros indeseados y cuando reconoció el escaparate de la tienda entró.

La empleada ahora le alcanzaba el paquetito con el corpiño. El Tuerto lo agarró y se lo introdujo velozmente en un bolsillo. La operación, a su juicio, no había despertado sospechas.

-          Esperemos que se solucione  –dijo la mujer volviendo a bajar la voz.  Comesaña se tocó el ala del sombrero con frialdad y salió a la calle.

Decidió recluirse en la pieza del pensionado para sopesar con tranquilidad la situación. Ya en el cuarto apagó la luz y se tiró a fumar en la cama. Más que indignado, lo aturdía el desconcierto, ¿cómo podía un hombre de 50 años, ya hecho como él, terminar convertido en hembra? Pensó en Albertito, el hijo de su hermana Delia. El pobre chico era manfloro, tenía ese defecto de nacimiento, le robaba la ropa a la madre, se depilaba las cejas. Pero Albertito quería ser una mujer, en cambio, ¿en qué categoría entraba lo suyo? ¿Había sido víctima de un capricho del destino? ¿De un accidente? ¿Dónde tenían la cabeza los fabricantes de esa podrida leche para provocar semejante desbarajuste? Demasiadas preguntas –se dijo- y él no tenía ni tiempo ni ganas para filosofías, era un hombre de acción y, sobre todo,  “¡necesitaba seguir siendo hombre, carajo!”

Esa noche, a la hora de la cena no se lo vio por la cocina, se quedó en el cuarto mordisqueando sin ganas unos bizcochos de grasa y se tomó media botella de grapa mientras escuchaba la radio: los informativos no aportaban demasiadas novedades, en las puertas de la empresa láctea se había reunido una manifestación con los familiares de los intoxicados. “Esas cosas no sirven para nada”, pensó. Las peripecias de una vida de sacrificios reafirmaban a Comesaña en un hosco escepticismo: “Los ricos y los poderosos están para dar las órdenes, los laburantes como él para bajar la cabeza y obedecer”.

Recién pudo conciliar el sueño de madrugada. Durmió mal, soñó con el Turco Matta. Estaban en el playón de descarga frente a frente. Presagiando pelea, el personal había formado un corro en torno ellos. El Turco llevaba algo en una mano y se lo extendía: 

-          Che, Tuerto, te traje un obsequio –decía, alzando la vos, con tono zumbón.

Comesaña agarraba el paquete, lo abría con desconfianza, era una cajita musical, levantaba la tapa y una bailarina diminuta vestida con un toutou rosa se incorporaba y se ponía a dar graciosos giros. Notó que entre los curiosos se forzaban algunas toses para evitar la risa. El desafío estaba echado. Dejó caer la cajita a un costado y dando un paso atrás sacó el cuchillo de la cintura. Comenzaron a medirse, girando, agazapados, haciendo rápidos amagues. Santos Comesaña debía agudizar la atención porque el chofer tenía fama de diestro con la navaja. De golpe, de la manera irracional con que suceden las cosas en los sueños, el Tuerto se sorprendía ataviado con la pollerita, las medias can can y las zapatillas con puntera de la bailarina, dejaba caer el cuchillo y elevando las manos por sobre la cabeza comenzaba a practicar giros sobre sí mismo. El  personal completo de la dársena estallaba en una carcajada. El Turco Matta, desparramado en el piso y sosteniéndose la barriga con ambas manos le decía algo que él no alcanzaba escuchar. Cuando conseguía detener el bailoteo Comesaña corría hacia la avenida para subirse al primer ómnibus que los sacase de aquel lugar, que lo excluyese del  oprobio.

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando el portuario se introdujo en el baño y se miró al espejo, el impacto fue mayúsculo: dos largos bucles de cabello ceniciento le enmarcaban el rostro y caían casi hasta tocar los hombros. Las facciones otrora duras y angulosas se le habían rellenado y poblado de mohines y gestos de una inédita delicadeza. Los hombros anchos y poderosos habían desaparecido, en su reemplazo menudeaban formas regordetas en brazos, en caderas y, por supuesto, en las dos macizas ubres de mujer. Desnudo y tembloroso, estuvo estudiándose largo rato sin dar crédito a lo que veía: salvo por el costurón que le cerraba el párpado derecho se notó un parecido notable con su hermana Elsa. Del ojo habilitado saltaron lágrimas ardientes y, por fin, Santos el Tuerto Comesaña lloró de amarga impotencia.

La situación era improcedente por donde la mirase, Comesaña era un tipo de otra época, solterón empedernido, nunca había sentido demasiado respeto por el sexo débil, lo juzgaba como una herramienta o para brindar compañía, o para satisfacer una necesidad física. Pero ahora la realidad lo tenía arrinconado en aquel excusado, mutando por una causa fortuita en aquello que menospreciaba y, por lo tanto, que desconocía y temía.

Superado el impacto inicial, estuvo largo rato husmeando que no hubiera movimientos en el pasillo, luego salió y se refugió en el cuarto. ¿En esas condiciones podía ir al puerto? Imposible. Con cuidado extremo volvió al pasillo y utilizó el teléfono común para hablar con la garita de vigilancia. Dio con el Chino, agravando la voz le pidió que cuando terminase el turno fuese a verlo, que le tenía un encargue.

Cuando el muchacho se presentó en la pensión, subió al primer piso y Santos Comesaña le abrió la puerta de la pieza, se quedó boquiabierto.

-          Es esa mala leche –dijo él con sequedad.

Aunque en pantalón pijama y camiseta, Comesaña había tenido la delicadeza de atarse las crenchas de su ahora aleonada cabellera con una colita y de ponerse el corpiño.

-          Escuchame, Chino, en algún momento voy a tener que salir de esta pieza así que tenés que conseguirme ropa.

Sin decir más le anotó la dirección donde había comprado el portasenos y le dio dinero. El otro fue hasta la tienda y volvió con tres vestidos, una blusa, dos polleras tableadas y dos pares de sandalias del 43. Luego el chico se ofreció a ir hasta la cocina a traer la pava con agua, Comesaña sirvió un plato con galletitas y compartieron unos mates.

El Chino lo puso al tanto de las novedades de la dársena, el entrerriano, uno de los operadores más antiguos de la grúa, también había resultado intoxicado. El Turco Matta hizo correr la voz de que lo había visto bajarse de la grúa y escapar del puerto emitiendo gemiditos y zarandeándose como una bataclana. Se rieron con ganas imaginando la escena, ya que el entrerriano era un hombrón entrado en carnes bastante mal arreado. La charla animó a Santos Comesaña y le obsequió unos minutos de distracción.

El día siguiente era sábado, sin embargo el Chino volvió a visitarlo. “Aunque algo atolondrado -pensaba el Tuerto- su segundo era un buen chico. Muy a su pesar, debía reconocer que le estaba tomando cariño”. Traía como novedad algo que no dejaban de repetir por la radio y, por lo tanto, que él sabía de sobra: la partida de leche había sido retirada del mercado, los médicos habían conseguido identificar el compuesto responsable de la intoxicación, aunque todavía no se encontraba el antídoto para revertir sus consecuencias. Visto que la cosa tendía a dilatarse y echando mano a sus influencias en la oficina de personal, Comesaña decidió pedir una licencia hasta tanto se fuese aclarando aquella historia.

Transcurrió la semana, encerrado en la pieza el Tuerto ora se condolía de su triste destino, ora era poseído por una furia violenta que buscaba infructuosamente algo o alguien en quién descargarse. Se mantenía al tanto de las novedades en la dársena a partir de lo que le trasmitía el Chino por teléfono, o de lo que le contaba cuando iba a verlo luego de cumplir con su turno. Pero el domingo siguiente, los acontecimientos tomaron un giro inesperado cuando el muchacho se apareció por la pensión con un ramo de flores.

Aunque difícil de sopesar en su real magnitud, hay que comprender que la interioridad del portuario estaba atravesando por un momento complejo: junto con los cambios físicos su sensibilidad, en tránsito de acomodamiento, era bombardeada por un millar de emociones nunca antes experimentadas. Así, detalles tontos, como un valsecito criollo escuchado por la radio, o los malvones florecidos de una maseta del pasillo, de repente y sin motivo aparente le provocaban un nudo en la garganta y hacían que el ojo sano se le llenase de lágrimas. O de golpe sentía el impulso irrefrenable de cantar y reír a los gritos, algo en otros tiempos inconcebible y lo más alejado de su carácter. ¿Debía aceptar aquella novedad o reprimirla?  ¿Seguía siendo Santos el Tuerto Comesaña, o estaba naciendo en él otro ser?

En cuanto a las emociones que lo unían al muchacho, la confusión obviamente no iba a la saga. ¿Cómo se da el tránsito de un sentimiento varonil a otro que no lo es tanto? ¿Qué es lo que se trastoca? Un atardecer de sábado, en que el Chino y él habían estado escuchando los partidos del ascenso, al ver volver al chico con la pava de agua proveniente de la cocina, el portuario supo que estaba enamorado.

El Tuerto Comesaña y el Chino se casaron un 3 de enero del año siguiente, fue una ceremonia discreta y, lógicamente, sin valor legal,  ya que corría el año 1967 y en el país una legislación sobre el casamiento entre personas del mismo sexo todavía era impensable. El responsable de desposarlos fue el hijo de su hermana Elsa, que habiendo postergado sus propios planes para transformarse en mujer, se había puesto a estudiar de cura.

Comesaña pidió la jubilación anticipada en el puerto y comenzó a coser para afuera. Un año más tarde su mutación física ya era completa; la pareja, entonces, decidió agrandar la familia. Consultaron a un obstetra con la idea de tener un hijo, pero había riesgos, el Tuerto ya era muy mayor para quedar embarazado, así que terminaron por adoptar una nena, a la que llamaron Marta en homenaje a la leche entera “La Martita”, responsable de toda aquella historia.

El problema de la mala leche tuvo solución, las autoridades sanitarias reaccionaron con relativa prontitud, se reemplazo el conservante responsable de la intoxicación y la empresa indemnizó a los afectados; sin embargo aquella partida del año 1966 cambió para siempre la vida de unos trescientos cincuenta varones adultos de la Ciudad de Buenos Aires, hombres de edades, ocupaciones y estratos sociales diversos, que como Santos Comesaña debieron elaborar un cambio en sus vidas, adaptarse y –con mejor o peor fortuna- continuar con sus existencias. Qué otro remedio.

martes, 22 de mayo de 2012

Estudio sobre el amor


Papi y mami se aman con locura. Eso se dicen cuando papi se aparece una vez a la semana, tira el maletín, se arranca la corbata, y los dos se empiezan a perseguir como perros rabiosos: "¡Te amo con locura!", se gritan, se arrancan la ropa, se muerden y a continuación se empiezan a decir cosas que no me animo a reproducir...

sábado, 12 de mayo de 2012

Perro Fernández

Yo sé que la movilización se nos fue de las manos, como alguno de ustedes señala la cosa se desmadró, se salió de cauce. Aprovechadores, oportunistas que esperan el momento para sacar su tajada hay siempre. La cuestión está en haber confiado, en no haber visto la jugada a tiempo, ¿se entiende? Nos utilizaron, nos jodieron bien jodidos, y ahora con la cúpula desarticulada, la mitad de los compañeros enjaulados, toda esa gente herida gratuitamente, se va a hacer difícil cualquier movimiento futuro. Máxime con la opinión pública, con los medios en contra. Ustedes son periodistas, no es cierto, les hago una pregunta: ¿piensan realmente que no somos más que "perros troskos buscando desestabilizar a un gobierno democráticamente constituido"? ¡Con una mano en el corazón! ¡Es una ingenuidad, es absurdo! De sólo pensarlo se me erizan los pelos. ¡Usted, toque, pase la mano! Si quieren que hablemos seriamente de esto, primero hay que ir por partes: para empezar les digo que antes de lo de la plaza, lo que nosotros sentimos cada vez que golpeamos las puertas del poder fue la peor de las indiferencias, siempre, fue darnos de frente contra una pared. No somos unos improvisados, me entiende, no somos arribistas, no nos compran con un hueso. Nuestra lucha, nuestro reclamo no es de ahora, venimos sufriendo desde hace muchísimo y, tal vez, "el ladrido de plaza Francia" fue la gota que rebalsó el vaso, el punto de saturación. Y que nuestras bases, hambrientas de justicia, inmediatamente abrazaron como símbolo. Miren, yo no voy a justificar nada, pero hasta el peor de los cuzcos pulguientos necesita de un símbolo, de una bandera. Eso a uno lo ayuda a vivir, ¿se comprende? El "ladrido de plaza Francia" fue una reacción totalmente lógica. Ojo, no quiero decir que fue algo planeado, pero era un estallido que ya estaba en el aire, que se olfateaba, ¿me entienden? Sólo era cuestión de tiempo. Lo de aquel paseador, como ustedes bien dicen, fue la chispa que encendió la mecha. Está bien, el pobre chico tal vez tuvo más de lo que se merecía, fue un instrumento, pagó el pato por los abusos que venía cometiendo la Asociación de Paseadores y Afines que, entre paréntesis, nunca se hizo eco de nuestros reclamos. De cualquier forma fue una pérdida gratuita: morir estrangulado por las correas de sus propios clientes, en pleno centro de la ciudad, quizás fue excesivo, lo admito, pero digamos que toda revolución necesita sus mártires, a veces un hecho de esta naturaleza sirve para encauzar el malestar que se viene produciendo por años de expoliación. Inmediatamente, el suceso de plaza Francia se contagió a las plazas vecinas, inquilinatos, edificios de departamentos, hasta sumir a toda la ciudad en un largo y expansivo ladrido de libertad. ¿Libertad contra quién? ¿Cómo libertad contra quién? ¡Cómo quiere que no muestre los dientes, viejo, mire la pregunta que hace! ¡Las ordenanzas municipales sobre deposición en la vía pública, el control del sexo en las plazas, los malos tratos y el hacinamiento a los que nos someten los paseadores, la actitud discriminatoria de las administraciones de consorcio, la torturante vida de preso en balcones de reducidas dimensiones, los intentos de frivolizar nuestros reclamos sacando a relucir la instalación de todas esas peluquerías y boutiques caninas, la importación provocadora de compañeros de otras latitudes, razas trasplantadas de la Siberia o de las campiñas inglesas que sufren el desarraigo y no comprenden nuestra idiosincrasia, que provocan el menosprecio del verdadero habitante de estas tierras, el perro criollo argentino! ¡Libertad contra quién! ¿No le alcanza? ¿Le parece poco, eh? Pero, bueno, centrémonos en los sucesos posteriores: la movilización a Plaza de Mayo. El acto estaba planeado para las cinco de la tarde, a las tres empezaron a llegar las primeras columnas. Por Avenida de Mayo ingresaron las seccionales del interior y del Gran Buenos Aires, que se ubicaron sobre la derecha, cada una con sus pancartas: la Asociación de Lucha contra la Perrera, el Grupo Anti-bozal y el Frente Cachorros de Izquierda ocuparon el lado izquierdo. A las cuatro llegó la columna de Perras Contra la Castración y a las cuatro y media ya estaba todo listo. En primer término tenía que hablar el Secretario General del Gran Buenos Aires, después un representante de Perros de la Calle y como cierre venía yo. Como les decía al principio: nos utilizaron vilmente. El nuestro es un nucleamiento de masas y como tal no hace distingos de ideas ni de banderías, nuestra intención, nuestro mandato fundamental es hacer escuchar la voz de los de abajo, de los maltratados, de los oprimidos, de los sometidos al oprobio y la injusticia. Pero nos utilizaron. Al inicio mismo del discurso del compañero del Gran Buenos Aires ingresaron infiltrados, un grupo de choque, perros dogos con las caras cubiertas, no más de diez, pero que irrumpieron como verdadera jauría (señala a un periodista) Si no me equivoco fue su diario el que publicó que pertenecían a nuestra agrupación. Los medios como siempre tergiversan la verdad. ¡Yo le digo que no, que no pertenecían a ninguna agrupación, me entiende, eran violentos, mano de obra desocupada, mercenarios que se venden al mejor postor! Entraron por el centro, con una pancarta que decía "Brigada Rintintín", fíjense, si hasta parece una tomadura de pelo. Un plan absolutamente orquestado. Atropellaron sin siquiera ladrar, dando dentelladas a diestra y siniestra. Las compañeras de Perras Contra la Castración fueron las primeras en reaccionar. Se produjeron algunas refriegas. Fue la excusa perfecta para el paso siguiente: cuando del lado del puerto avanzó la Brigada de Perros Policías, pastores alemanes dispuestos a reprimir. Ni la peor mente maquiavélica hubiese planeado algo semejante: esos pobres esbirros del poder debiendo hincar el colmillo en su propia especie, traicionar a su propia sangre. Desde el palco, comprendí que debía hacer algo, llegar hasta el micrófono, pedir calma, pero el desconcierto, las corridas habían llegado también al lugar que ocupábamos. Fue ahí, en ese preciso momento, fíjense, que nos dieron el golpe final, el tiro de gracia, como quien dice: primero se escuchó un ruido apagado de motores, alzamos la vista y vimos recortarse en el cielo al Escuadrón de Helicópteros de la Prefectura, que hizo unos vuelos en círculo y se aproximó hasta el centro de la plaza y, fíjense ustedes, cuando estaban a unos veinte metros de altura, los muy traicioneros, abrieron los depósitos y nos bombardearon con un centenar de gatos espantados, que un poco por el susto y otro por la desorientación, empezaron a arañar, a morder y a correr sobre los lomos de los treinta mil compañeros que ocupaban la plaza. Y entonces si vino el descontrol, se imaginarán que la jauría enloquecida ya no estaba en condiciones de razonar, inútil fue alertarlos sobre el manejo tramposo. La masa desquiciada salió a morder, destruir, saquear, incendiar, violar, en una venganza reivindicativa, una locura destructora que no acaba. Finalmente, escúchenme bien: el perro históricamente maltratado, vejado, expoliado, mostró su costado más oscuro y animal. Presten atención, y anoten, porque ahora sí que estamos enfurecidos, ahora sí que van a sufrir nuestra rabia, las fauces babeantes, los ojos inyectados en sangre, porque ya no va a haber compasión. ¡Podrán enjaularnos, medicarnos, matarnos de hambre, pero se acabó! ¡Es la peor de las batallas, es la guerra total! ¿Qué hace, viejo? ¿Para qué llama al guardia? ¡Grrrrrrrr! ¡Arffff! ¡Dirigentes políticos e intelectuales, amas de casa y paseadores, niños y periodistas, ha llegado la hora, me escuchan! ¡Grrrrrr! Hago un llamado a todos y cada uno de los perros del mundo. ¡Estamos rabiosos, finalmente estamos rabiosos: el perro de ciudad y el perro de campo, el perro de montaña y el perro de mar, estamos enardecidos, iracundos y no va a haber escape, no va a haber hueco, agujero o madriguera en el mundo donde ocultarse! ¡La guerra, la conflagración total! ¡Grrrrrrrr! ¡Arffff! Le repito: ¿para qué quiere al guardia? ¡Pero si estoy tras las rejas! ¡Grrrrrrrr! ¡Arffff! ¿Adónde van? ¡Vuelvan a sentarse! ¡Grrrrrrrr! ¡No se vayan, la entrevista no terminó, no se vayan! ¡Grrrrrr! ¡Arffff! ¡Guau, gauuuuu!....

miércoles, 2 de mayo de 2012

Último set

Tribunas de ‘court’ central, se está jugando un partido de un torneo internacional de tenis. Sentados, DELFINA y HUGH, los padres del tenista. La pareja gira la cabeza a izquierda y derecha siguiendo el juego. HUGH viste equipo de tenista, DELFINA por momentos hace cuentas frenéticas en una calculadora. Escuchamos el off de los golpes acompañados por los "¡ufff!" del tenista, de su contrincante ruso y aplausos.HUGH (tono de entendido): Un mix de trabajo y resistencia, con rutinas específicas de velocidad, preferiblemente en cancha y sin pelota…

DELFINA (abstraída en la calculadora): Me llevo dos, ocho por tres veinticuatro, dividido seis, más doce…

HUGH: Una labor de incentivación, para que el propio jugador se concientice y observe su rendimiento…

DELFINA: Cinco por tres, me llevo seis, cero al conciente…

HUGH: Descubrir el instante en el que se puede exigir y en el que uno debe decidir un descanso (perdiendo convicción) Y… ejem, y por su puesto subir a la red.

DELFINA (reaccionando): ¿Qué dijiste?

HUGH: Dije "y por supuesto subir a la red"

DELFINA: ¿Qué, no está subiendo?

HUGH: ¡Sí que está subiendo!...

DELFINA: ¡Pero dudaste!

HUGH: ¡No dudé!

DELFINA: ¡Dudaste, Hugh, dijiste ‘y por supuesto subir a la red’ y dudaste!

HUGH: ¡Delfina, te pido por favor!

Pausa, giran la cabeza a izquierda y derecha.
DELFINA: ¡Explicame!

HUGH: No dude, lo que pasa que hoy...

DELFINA: ¿Hoy? ¿Hoy? ¡Hablá!

HUGH: No lo veo enfocado. Está otra vez plantado en el fondo…

DELFINA: Si vos dijiste que jugara en el fondo (Pausita, vuelve a hacer cálculos, se escucha el off de los golpes) Así lo terminás confundiendo.

HUGH: ¡No digas pavadas!

DELFINA: Me confundís a mí, no lo vas a confundir a él.

HUGH: Él sabe.

DELFINA: Él no sabe, él es un chico: en setiembre cumple diecisiete.

HUGH: ¡Delfina, please! (intentando amabilidad) Estoy intentando analizar el partido, encontrar alguna variante que nos favorezca.

Giran la cabeza a izquierda y derecha, ella vuelve a hacer cálculos frenéticos.
DELFINA: Trescientos dividido tres, por cuatro… ¡No, Hugh, no hay caso, no cierra por ningún lado! ¿Qué vamos a hacer? (de golpe se bate el pelo, mira hacia el frente): ¡Ahora sí! ¡Nos están tomando de nuevo, sonreí, ponete derecho!

HUGH: ¡Dejame en paz!

DELFINA: Tendrías que haberte puesto algo más presentable: la chomba blanca con el pantalón de hilo. ¡Te digo que nos están enfocando!

HUGH: ¡Delfina, calmate!
Delfina hace sonrisitas frenéticas a la cámara, hace mohines, simula sorpresa, de golpe aplaude.
HUGH: ¡QUÉ HACÉS ANIMAL!

DELFINA (espantándose): ¡Ay! ¿Qué pasó?

HUGH (comienza a hacer los movimientos de los golpes): ¡Con el movimiento acompañá la pelota! ¡Tenés que buscar la paralela! ¡Por el amor de Dios! ¡Si parece enyesado!

DELFINA: No hablés así, me angustiás. ¿Qué vamos a hacer, Hugh, qué vamos a hacer? Hace ocho meses que no gana (vuelve a la calculadora) Son ciento ochenta mil dividido doce, me llevo tres, cero al conciente…. No llegamos a dieciseis mil dólares mensuales, hay que solventar los vuelos, los hoteles (se desespera) ¡La hipoteca, Hugh, vamos a perder la casa del country!

HUGH: ¡Shtt, pará, pará! (su rostro deja entrever que el tenista está mejorando, se incorpora) ¡Bien, Ramiro, bien! ¡Llevá el ritmo! ¡Bien!… Ahora tirá la paralela, el passing, bien Ramiro!... ¡Pelotealo! ¡Hora sí, aprovechá que está a la defensiva!… ¡Dale con drop, ves que podés!… ¡Vamos con el drive, bien Ramiro! ¡Ahora repetí el paralelo!

DELFINA (aplaude): ¡Ay qué divino!

HUGH (entusiasmo "in crescendo"): ¡Mové las piernas, bien! ¡El brazo extendido, cruzala! ¡Bien Ramiro! ¡Huevo, Ramiro! ¡Dale que no sabe! ¡Dale que es ruso!

DELFINA: ¡Muy bien, hijo!

HUGH (al contrincante): ¡Ruso botón, comunista! ¡Huevo, Ramiro, huevo Ramiro! (empieza a cantar) Oooooh / Ruso sos botón / sos botón, sos botón / ruso sos botón…

DELFINA (atónita): ¡Hugh!

HUGH (descontrolado): ¡Ruso, compadre / la concha de tu madre… / ruso, compadre / la concha de tu madre… Argentina, Argentina, Argentina…

DELFINA: ¡HUGH! (lo agarra de un brazo) ¡Basta! ¡El papelón que estás haciendo: estamos saliendo en todo el estadio! ¡Emprolijate ese pelo y sentate, haceme el favor!

HUGH (volviendo en sí): ¡No sé que me pasó, se me debe haber bajado el azúcar en sangre, perdoname! (pausita, se deprime) ¡Abandono, Delfina! ¡No puedo más!

DELFINA: No digas eso, por favor (recuesta la cabeza de HUGH en su hombro) Vení. Estás estresado, eso es lo que pasa.

HUGH: Por momentos mejora, pero enseguida se cae. Ya no sé que hacer. Miralo, da vergüenza (se agarra la cabeza, está al borde de la crisis)

DELFINA (incorporándose, al tenista): ¿Rami, baby, qué sucede?… Rami tu padre tiene razón ¿Estás desconcentrado? Vamos hijo, estás raro, yo sé que te pasa algo… No seas chiquilín, Rami… Es necesario que te comuniques… Recordá que somos un equipo Ramiro y en todo equipo lo que prima es la franqueza… Si callás no estás siendo sincero y eso es muy molesto…

HUGH: Dejalo, Delfina.

DELFINA (exasperándose): Indica que no agradecés todos los esfuerzos que hace tu padre, todos los esfuerzos que hago yo. Rami, te pido que reveas tu actitud. No tenés ningún derecho, es estúpido, es necio (cada vez más alterada) Además quiero recordarte que hubo un acuerdo, Ramiro: vos tenías que ganar…

HUGH: Dejalo.

DELFINA: Es ingrato tener que recordarte todo lo que nos debés. Sin nosotros serías un pobre chico sin futuro, sin una carrera (sacada) Te estás comportando como un imbécil, como un mocoso consentido, un semianalfabeto que lo único que sabe hacer es pegarle a una triste pelotita, y no lo voy a permitir. ¿Me escuchás? (agarrándose la cabeza) ¡No te soporto, ya no puedo escucharte: "¡Ufff!" ¡Ufff! ¿Qué sos, un perro, una especie de oso salvaje? Ni siquiera te expresás como un ser humano. ¡DESAGRADECIDO! ¡MARICÓN!

HUGH: ¡Delfina, pará!

DELFINA (en un ataque de nervios): ¿Es que no entendés? ¡Vamos a perder todo!

HUGH: No es para tanto…

DELFINA: ¿Hugh, qué somos sin él? ¿Pensaste alguna vez qué sos vos sin él? ¡Culpa de esa bestia sos un pobre tipo, un fracaso!

HUGH: Bueno, no hay que dramatizar, es nuestro hijo, mi amor…

DELFINA: ¡Das pena, sos un cero a la izquierda! Te disfrazás de tenista, das instrucciones todo el tiempo como si supieras.

HUGH: Sos demasiado dura con él. Hay que hacer de tripas corazón, mi amor…

DELFINA: ¿Sabés como se burlan de vos en el circuito? ¡Es tan vergonzoso! ¡Sos casi un imbécil!

HUGH: No deja de ser nuestro hijo. Calmate.

DELFINA (furiosa): ¡No me calmo nada! Estamos en la ruina, se acabó Sydney, se acabó Roland Garrós, nuestro sueño de vivir en Miami. El año que viene va a decidir por sí mismo, me dijo que odia el tenis.

(Pausa, giran la cabeza a izquierda y derecha, se escucha el off de los golpes acompañados por los "¡ufff!" del tenista y de su contrincante)

HUGH: Puedo retomar mis clases de paddle.

DELFINA: ¡No digas pavadas!

HUGH: Era buen profesor.

DELFINA: Tenías tres alumnos.

HUGH (se incorpora, de golpe soñador): ¡No hay que tenerle miedo al cambio, Delfina!

DELFINA: Ya no podría volver a ser pobre.

HUGH (se acerca, cariñoso): Volver a comer polenta…

DELFINA (le causa gracia): Arroz con aceite, con galletas marineras…

HUGH: Tomar el 71 hasta la casa de tu madre en Villa Adelina…

DELFINA: ¡Estás loco, olvidalo!

HUGH (se incorpora, la invita a seguirlo): ¡Dale! Tomémonos el próximo vuelo, volvamos a casa, armemos las mochilas y vámonos a Sierra de la Ventana en el Expreso Chevallier.

DELFINA (ilusionándose): ¿Como cuando éramos novios?

HUGH: Con los borceguíes, las bolsas de dormir. Un tiempo mágico. Podemos recuperarlo Delfina, yo siento que seguimos siendo los mismos.

DELFINA: ¿Te parece?

HUGH: ¿Qué nos ata? Sólo hay que animarse…

DELFINA (encantada): ¡Estás loco, Hugh, por eso te quiero!

HUGH: Dejemos a este desnaturalizado.

DELFINA: Qué ni siquiera es nuestro hijo.

HUGH: Es verdad, había olvidado que era adoptado. ¡DESAGRADECIDO!
DELFINA: ¡MARICÓN!

HUGH y DELFINA salen abrazados. Los ‘ufff’ del tenista y de su contrincante ruso se transforman en un único ‘ufff’ estirado del hijo, de suplica ante el abandono.

APAGÓN