lunes, 31 de octubre de 2016

Vialidad Nacional

Se hizo el vacío y árboles, cables telefónicos y cielo desaparecieron de golpe. Fueron unos tres segundos de caída libre. Mariana, mi mujer, pegó un grito al tiempo que dábamos contra el fondo duro de algo. Sentí el chicotazo del airbag en la cara, la explosión de una cubierta delantera y a continuación oscuridad y silencio. Tomi empezó a berrear, giré la cabeza y seguía atado a su sillita. Mi mujer había abierto la guantera y con ojos desorbitados parecía preguntar ¿qué paso? ¿qué paso? a la luz del interior. Quise abrir la puerta pero en algún lado se trababa, empujé con el hombro hasta que cedió.
La oscuridad era casi total, el lugar parecía una especie de cueva o caverna de forma y dimensiones imprecisas, unos cuatro metros arriba –lo más campante - el agujero por el que habíamos caído.
Pasaron unos segundos densos en los que solo percibí el latido de la sangre en las sienes y de golpe una voz:
- ¡Caballero!
El instinto me hizo dar un salto hacia atrás.
- ¡Caballero, no se asuste!
Busqué en la negrura. Por el timbre carrasposo era la voz de un hombre mayor. Finalmente lo vi: un individuo bajito y calvo que estaba a unos cinco metros, llevaba unas bermudas y una camisa abierta por la que le asomaba el vientre pálido y redondo. Unos metros más allá unas plegadizas y una mesita de camping y más atrás una vieja Chevy azul o gris con el tren delantero partido. En el asiento del acompañante se adivinaba la silueta de alguien más.
- Tuvieron suerte, una caída bastante limpia. ¿Para dónde iban?
Respondí, todavía atontado:
- Para la playa.
- Sí, obvio que para la playa, ¿pero para cuál?
- La Lucila.
- Buena elección. Menos gente que en Santa Teresita. Fortunato Asconzábal, un placer –dijo el hombrecito extendiendo la mano.
Vi que la silueta del Chevy había encendido la luz interior y saludaba.
– Aquella es Haydée, mi señora.
Toda la escena parecía sacada de un sueño o de una película de Terry Gilliam:
- Disculpe la curiosidad, pero ¿y ustedes qué están haciendo acá?
- Nosotros caímos a principios de mes.
Le escruté los ojos buscando alguna señal de burla, a continuación me volví hacia a la caverna, la Chevy, la mesa y las reposeras, para terminar en el pedazo de cielo azul del agujero del techo:
- ¿Y esto viene a ser…?
- Un bache.
Solté una risa involuntaria:
- No lo tome a broma, conozco la zona. Con mi mujer somos de Haedo pero venimos todos los veranos. Esta ruta no se arregla desde la segunda presidencia de Menem. Usted deja un agujero sin tapar y después si las napas están altas el agua hace el resto. ¿Respira la humedad?
Aspiré profundo. De golpe escuché el llanto de Tomi y caí en la cuenta de que me había olvidado de mi familia. Giré la cabeza al momento que sonaba la puerta del acompañante y mi mujer venía rengueando hacia nosotros.
- ¿Estás bien?
- Sí. Creo que me doblé el tobillo.
Por naturaleza desconfiada, Mariana midió al hombrecito y se agarró de mi brazo.
- Acá el señor está diciendo que caímos en un bache.
- ¿Un bache? ¿Cómo un bache? ¿Qué es, un chiste? 
Fortunato Azconzábal volvió a presentarse y repitió lo de su caída de principios de mes. Yo le presioné levemente la mano a mi mujer para que no insistiera con más preguntas.
- Pero ojo que no fuimos los únicos  –observó moviendo la cabeza hacia la derecha. En la penumbra, casi pegado al muro irregular, había un Corola oscuro y unos cuatro metros más allá lo que parecía ser un utilitario Renault.
Tomi volvió a llorar desde su asiento y Fortunato Azconzábal se volvió hacia la Chevy:
- Haydée, ¿queda leche para el nene?
Mariana le pidió que no se molestara.
- No es molestia, si la criatura llora lo más probable es que ya tenga hambre, es casi mediodía.
La señora del hombrecito, que ya se había bajado del auto, se acercó y con actitud amistosa le tomó el brazo a Mariana:
- Venga, tesoro, vamos a buscarlo que en nuestro auto tenemos más luz.
Al verla pasar a mi lado caí en la cuenta de que la mujer también llevaba puesta la malla, un pareo y ojotas. ¿Corríamos peligro? ¿Serían un par de psicópatas? Se comportaban como si estuviesen instalados en plena playa, sin embargo el instinto me decía que parecían inofensivos.
Como si hubiese estado esperando el momento en que quedásemos solos el hombrecito se me acercó:
-Venga, que voy mostrarle más –dijo, y de un bolsillo de la malla sacó una caja de fósforos. Con ambos brazos extendidos y cuidando de dónde apoyaba los pies, avancé junto a Fortunato Azconzábal hasta lo que parecía ser el  límite occidental de la cueva. El hombrecito prendió un fósforo: sobre el muro, comidos en la piedra o dibujados con tiza, había flechas con corazones y una decena de mensajes con distintos estilos de letra. Leí: “Inolvidables vacaciones con Rita y mamá, 3 de enero del 98” Leí: “Vélez campeón del Clausura. La Pandilla de Liniers. Noviembre de 2011”. Leí: “Fanny, te amo por siempre. Nahuel de Berazategui, 6 de julio de 2003”.
El hombrecito iba de las inscripciones a mi rostro esperando una reacción:
– A esta altura de la vida a mí ya no me asombra nada –dijo- pero convenga que si uno llega a contar esto quién le cree.
- Mire –agregó frotando varios fósforos juntos. Hubo un chasquido y un resplandor fuerte: a unos diez metros, semioculta por una concavidad de la pared, asomó la carcasa de una sedán.
- Desguazada –afirmó- debe haber sido de uno de los primeros. Mi teoría es que quedó tan rota que el propietario la abandonó y después los que le siguieron le fueron sacando las piezas con la ilusión de arreglar sus roturas.
Traté de componer la escena: el insólito desarmadero funcionando a unos diez metros bajo tierra, 
en la soledad de la ruta costera y a oscuras, sus huéspedes desesperados que desconectan cables, destornillan piezas y aflojan carrocerías mientras cuentan las horas hasta que alguien llegue a sacarlos. ¿Qué habría sido de aquella gente? ¿Cómo recordarían la experiencia? Todo suma, se me ocurrió pensar, de cada cosa que uno vive, por más absurda y arbitraria, se saca algo. 
- ¿Desde que usted cayó vio a alguien más? –pregunté.
- Solo al del Corola –dijo el hombrecito- un comisario retirado medio loco, tenía un arma y quería encender las cubiertas de los autos a modo de protesta. Por suerte vinieron a buscarlo.
- ¿A quién vinieron a buscar? ¿Entonces nos van a sacar? –la voz de Mariana nos sobresaltó. Se había acercado subrepticiamente y ahora inspeccionaba las inscripciones del muro.
- Depende, querida.
- ¿De qué depende?
- Del apuro que tengan y sobre todo del dinero.
Fortunato Azconzábal entonces explicó que las grúas comunes no servían para sacar los automóviles, así que los lunes miércoles y viernes cerca de las tres de la tarde pasaba un guinche hidráulico de una constructora de San Clemente y se asomaba por el agujero uno de los operarios. ¡Unos vivos!
Le pregunté por qué lo decía.
 - Cobran dos mil quinientos dólares para sacarlo y otros seis mil pesos por el acarreo.
- ¡Pero eso es un robo! –se indignó mi mujer- ¿No tendría que hacerse cargo Vialidad Nacional?
Fortunado Azconzábal la miró con una sonrisa compasiva. Quedamos en silencio, como retraídos cada uno en sus pensamientos, hasta que el hombrecito habló:
- Nosotros íbamos a almorzar. Tenemos sopa y tarta pascualina, para Haydée y para mí sería un gusto invitarlos.
Le agradecí el gesto, pero le dije que no se molestara.
- Además no queremos consumirles las reservas –agregó Mariana.
- Por la comida no hay problema –aclaró el hombrecito, y dijo que por la mañana pasaba el chico de una rotisería de San Clemente, que el vitel tone y las empanadas de carne eran muy recomendables, y que el muchacho también les traía las bebidas y les llenaba el termo para el mate.
- Un bache con delivery –dije yo. Mariana me traspasó con la mirada pero el hombrecito pareció asimilar la broma.
Aceptamos la invitación y almorzamos con ellos. Nos contaron sobre su familia, sobre el trastorno que representaba viajar en auto de Provincia a Capital y sobre la campaña de Deportivo Morón, el club del que eran socios. Luego de tomar el café Mariana puso la excusa de llevar a hacer dormir a Tomi, me llevó aparte y dijo con tono imperativo:
- Hay que ayudarlos.
Le pregunté cómo.
- Sin nos sacan de este agujero las vacaciones ya están perdidas, así que démosle la plata que podamos.
Si hay algo que me enamora de mi mujer, además de la curva de sus pechos y de cómo baila “Nada fuera del amor”, son sus raptos de generosidad. Le dije que estaba de acuerdo, hice una cuenta rápida y volví hasta la Chevy de los Azconzábal. Les dije que queríamos ayudarlos y podíamos facilitarle unos catorce mil pesos para que sacaran el auto.
El hombrecito me miró con sorpresa y en la expresión de su mujer percibí una indisimulada alarma. Algo parecía no estar funcionando. Fue ella quien se animó a hablar:
- Son muy amables pero no podemos aceptar.
Fortunato Azconzábal pasó la mano por sobre el hombro de su mujer y comprendí que estaban de acuerdo.
- ¿Y por qué no?
- Mire, tesoro, dejamos la casa bien cerrada, día por medio nuestra hija va a regarnos las plantas y a controlar que esté todo bien. Cuando uno sale de vacaciones ¿qué busca?
Hizo una pausa. Ambos esperaban mi respuesta.
- Descansar –aventuré.
- Exacto, descansar. Aquí abajo no estará la playa, ni el agua, ni el sol, pero eso no quita que estemos descansando.
- Y agregue además que se está fresco y que no funcionan los celulares –aportó el hombrecito- Sin hijos, sin nietos, sin sobrinos. La tranquilidad perfecta.
No supe qué decir, eran argumentos sólidos. Igualmente hice un último intento:
- ¿Y ante una urgencia, un problema de salud?
- El chico de la rotisería pasa todos los días –dijo la mujer- De verdad, no tienen por qué preocuparse.

A las tres de la tarde, como había predicho Fortunato Azconzábal, se asomó por el agujero un operario y contratamos el servicio. Primero se escuchó un ruido metálico y un par de minutos después se descolgó un grandote de mameluco azul  y a continuación un arnés que el sujeto fue pasando por debajo del chasis de nuestro Polo a la altura de las ruedas. El hombrecito observó con interés toda la operación, luego se acercó y me dio un papel:
- Solo le pido que cuando tenga señal llame a nuestra hija y le diga que está todo en orden. 
Subimos al auto y nos fueron remontando. A medida que ascendíamos la cueva se iba haciendo más pequeña e inocua, junto a las plegadizas y la mesa de camping el hombrecito y su señora nos contemplaban como a los tripulantes de una nave exploradora que regresa a la Tierra. Saqué la mano por la ventanilla y Fortunato Azconzábal levantó la suya.
- No se preocupe por nada. Fue un placer –lo escuché decir, antes de perderlo en la oscuridad para siempre.