jueves, 1 de mayo de 2014

Alto Impactum

(historia urbana)
El 118 se detuvo en la esquina de Ugarteche con una frenada larga y taladrante. Como cada noche yo subí sintiendo que no era eso, que mi vida estaba en la piel de otro, alguien tirado en la cama viendo la tele, leyendo, o cenando en su casa con su mujer y sus hijos, no por calles semivacías en mitad de la noche. Recuerdo que esto fue por febrero o marzo de 2000, por ese tiempo trabajaba de operador nocturno en una empresa de seguridad satelital de vehículos (ese tipo de empleos que se toman por tres meses, y cuando uno quiere acordarse hace dos años que vive como una especie de hombre-búho implume a contrapelo del mundo. Recuerdo el calor y el ómnibus casi desierto, con las ventanillas abiertas, cruzando las bocacalles a una velocidad temeraria.


- ¡Señoras y señores, voy a distraer su amable atención…

El tipo había subido en algún momento que no puedo precisar. Con la mirada perdida en la ventanilla, mientras rumiaba mi desdicha, la verdad que no había reparado en su aparición.

- Hoy traigo para ofrecerles una promoción de Fábricas Extensoro, el inigualable “casco para estamparse contra la pared Alto Impactum”…

Como es fácil de imaginar, las últimas palabras hicieron que volviera la cabeza como un periscopio. Era un sujeto flacucho, de unos treinta años, con una barba de dos días y una camiseta de la selección nacional absurdamente combinada con un pantalón de vestir y unos mocasines gastadísimos.

 Mientras desplegaba el espich para nadie, ya había sacado de una mochila un ejemplar del producto y lo exhibía con su mano derecha. Era un casco ordinario, uno de esos de color amarillo utilizados por los operarios de las compañías de electricidad, con una presilla de plástico para ajustar al mentón.

- Totalmente recubierto de fibra de vidrio. Con su sistema de amortiguación “still stop” el casco para estamparse contra la pared Alto Impactum, evita cualquier tipo de lesión en corteza craneana y cervicales… 

 Al tiempo que hablaba, comenzó a colocarse el casco que había sacado y a ajustárselo cuidadosamente con la presilla. Cuando terminó la operación, dio un largo suspiró:

- Claro que en estos tiempos de discursos vacíos, las palabras poco importan, por lo que si no les incomoda voy hacer a una demostración que ilustrará cabalmente sobre las virtudes del producto.

Y sin otro preámbulo el tipo tomó carrera y se tiró como un torpedo por sobre dos asientos desocupados de la tercera fila. Lo miré boquiabierto. Dio contra el canto de una de las ventanillas abiertas, el casco y debajo la cabeza  hicieron un sonido seco. Rebotó como un  muñeco y cayó de culo en mitad del pasillo.

Tras semejante acto, clavé la vista en el espejo del chofer buscando algún tipo de  orientación, allí me encontré con la mirada desconcertada de los otros seis pasajeros. El conductor levantó unos ojos soñolientos, nos miró, miró al tipo que todavía yacía en el suelo y volvió a lo suyo.

Más que provocadora o escandalosa, pensé, aquella escena era sobre todo deprimente. En el apocalíptico recorrido nocturno al que, por ese tiempo, me obligaba el empleo, había conocido a varios de estos personajes: un mentalista que tras entrar en trance alteraba las luces de los semáforos, un hombre-vegetal que mostraba como le nacían helechos de los sobacos, un trío de karatecas que simulando un duelo con nunchacos terminaron asaltando al pasaje completo. Era como que por las noches la ciudad dejaba escapar por una horas a estos paradigmas de la desesperación y los transportes públicos, vaya uno a saber por qué, se transformaban en una especie de Arca de Noé que los reunía segundos antes del final.

Mientras pensaba esto, el vendedor suicida ya había logrado recuperar la vertical y consciente de haberse adueñado de nuestra atención, enumeraba con vehemencia:

- Contra superficies de granito, fórmica, mármol, ladrillo hueco, korlok, hormigón. Contra asfalto, cerámicos, pisos de madera, columnas de alumbrado, cartelería. El casco para estamparse contra la pared Alto Impactum, viene provisto de una revolucionaria perilla que gradúa su sistema de amortiguación…

De la mochila, había sacado otro casco y señalando un minúsculo botoncito rojo en uno de los bordes internos, lo extendía hacia la mujer mayor que iba en la primera fila.

- Sin compromiso de compra, señora.

La mujer agitó las manos con un rictus de asco. El tipo pareció no acusar recibo y llevando dos dedos a la parte interna de su Alto Impactum, agregó:

- Si observan, yo en este momento estoy ajustando mi unidad para “pisos flotantes, metálicos o entarugado”. Veamos los resultados.

Esta vez no nos tomó desprevenidos. Así, la señora que no había querido recibir el casco, un tipo con pinta de encargado de Mc Donalds abrazado a una rubiecita, un pintor u obrero de la construcción que minutos antes dormía, dos adolescentes con ropa de gimnasia que iban en el fondo y yo, nos arrellanamos en las butacas para ver lo que venía.

Con otra corta carrera, el tipo saltó, describió una comba y se clavó de cabeza contra el piso del pasillo, entre la anteúltima fila de asientos individuales y el hueco de la puerta trasera.

Los chicos de equipo de gimnasia, que habían levantado las piernas para evitar ser golpeados, no pudieron reprimir el entusiasmo:

- ¡Buenísimo, máquina!

La señora mayor, en cambio, ya se había incorporado para increpar al chofer:

- ¿No piensa intervenir? ¡Claro! ¡Ustedes son todos iguales, dejan subir a cualquiera y el que se los tiene que aguantar es el pasajero!

El conductor esta vez ni se molestó en mirarla.

Me pareció bien. Si algo había aprendido en estos itinerarios nocturnos era que ante situaciones como esa lo aconsejable era dejar al personaje expresarse libremente sin intervenir. Aunque sonara a poco ciudadano, uno siempre podía bajarse en la próxima parada, pero el chofer debía cumplir su turno de ocho horas completo y, en definitiva, no hacía más que salvaguardar la cordura para llevar el pan al hogar.

Volviendo al vendedor de Alto Impactum, el tipo se había incorporado y se frotaba la cintura con una mano. Después de hacer una pausa para recobrar el aliento, carraspeó para aclararse la voz y retomó el espich:

- Extremadamente ligero y con componentes dermatológicamente testeados, el casco para estamparse contra la pared “Alto Impactum” protege además contra accidentes de tránsito. El peatón que lleva su Alto Impactum ante la inminencia de un atropellamiento no tiene más que inclinar la cabeza y adelantarla a modo de paragolpes. De gran duración y resistencia en condiciones climatológicamente adversas, también protege contra macetas, deposición de aves, broches para la ropa, cascotes, tapas de termo, o cualquier otro objeto que pueda caer por accidente de un balcón o un edificio en obra… 

Había que reconocer que no se expresaba mal y los argumentos de venta eran convincentes. Cada tanto interrumpía la perorata y situando rápidamente la vista en algún punto decía “¡Cómo no, ya estoy con usted caballero!”, como si alguien invisible para los demás se hubiese mostrado interesado en revisar un casco.

A los chicos del fondo el palabrerío los aburrió:

-¡Dale, titán, dale!

- ¡Hacele otra!

El tipo detuvo el discurso y pareció sopesar la situación. Se hizo una pausa en la que sólo se oyó la marcha del ómnibus acelerando por Luis María Campos.

Entonces yo escuché bajito:

 - ¡Por favor, que no siga, Gabriel!

La dueña de la voz era la rubiecita novia del encargado de Mc Donalds. Asiento de por medio con el mío, la parejita era la única que apenas si había girado para ver la performance.

Luego del pedido la chica se había apretado contra el hombro del novio. Más obligado por la circunstancia que convencido, el encargado de Mc Donalds giró la cabeza e increpó al vendedor:

- ¡Che, podés terminarla! 

Pero cualquier protesta era inútil porque el vendecascos ya se había lanzado a otra frenética prueba de calidad desde el fondo. Con una curva de gozo en los labios y en cámara lenta (al menos, esa fue mi percepción) pasó volando a mi lado y se clavó como un misil aire-aire contra la máquina expendedora de tickets.

 El choque fue escalofriante: una detonación hueca acompañada de un alegre tintineo de las monedas en la caja metálica. El tipo rebotó, dio con las costillas contra el lateral de los asientos dobles de la primera fila y aterrizó a mis pies.

Miré la nuca flaca bajo el casco amarillo, el gastado número diez de la casaca de la selección. No puedo explicar cómo ni por qué, pero supe que en aquella acción desenfrenada había algo de heroico, una especie de terca protesta contra el mundo. Se me cruzó imaginar su día de trabajo. ¿Desde qué hora vendría haciendo esos vuelos de la muerte? ¿Habría sido una idea suya, o se trataba de una estrategia de venta de la empresa?

De golpe el tipo alzó la cabeza y nuestras miradas se encontraron. Pensé en decirle que arriesgaba la salud injustificadamente, que se dedicara a otro producto, pero sentí pudor. Observé que a un costado del cuello tenía un surco de sangre seca, el tipo lo adivinó y me devolvió una mirada de orgullo.

El breve diálogo mudo fue interrumpido por la señora del asiento individual:

- ¡Obsérvele la mirada! -me dijo, como si lo que yacía el piso fuese una rara mutación de insecto- ¿No lo nota? ¡Eso hace la droga!

Desde su incómoda posición, el vendedor giró la cabeza y le sonrió con expresión idiota.

 - Cincuenta pesos es su valor –dijo.

En ese momento se produjo el error o, por lo menos, eso es lo que yo interpreto. Aunque suene extraño hablar de error en una situación ya de por sí rara. Sencillamente sucedió que el encargado de Mc Donalds y su chica se pararon para descender.

Es difícil introducirse en la cabeza de cualquier mortal para saber lo que piensa, lo que siente o cómo reacciona ante determinados estímulos, cuánto más si se trata de mentalistas hipnotiza-semáforos o vendedores suicidas de cascos. Lo que presumo es que al tipo lo apabulló la responsabilidad, sintió que su performance no había sido lo suficientemente concluyente, que había flaqueado y prueba irrefutable de ello era esa parejita que se incorporaba como si tal cosa para bajar del ómnibus. Semejante liviandad, tamaño desapego demostraban a las claras que él no había alcanzado el objetivo, eso hacía peligrar su reputación, ponía en jaque su salario y, por qué no, el futuro económico de Fábricas Extensoro, la empresa a la que representaba.

Eso pensé yo que estaba pensando el tipo mientras volvía incorporarse, se colgaba al hombro la mochila de tela de avión, y en tanto nos miraba uno a uno con expresión de abierto desafío, se ponía a resoplar como un gimnasta olímpico ante la prueba más difícil.

Reculó dos largos pasos hasta quedar casi junto al chofer (creo que sólo yo advertí que movía la perillita de su Alto Impactum para “superficies de cristal, vidrio templado o acrílico”) y arrancó como un Fórmula 1 hacia el cristal de la luneta trasera. Tres pasos antes de llegar, se impulsó con ambos pies y levantó vuelo. Ante el tremendo impacto el vidrio se astillo y en el sitio del choque se hizo un agujero de unos setenta centímetros de diámetro por el que pasó como un ariete con puntera amarilla el vendedor de Alto Impactum.

El encargado de Mc Donalds y su chica quedaron petrificados a mitad de pasillo, la mujer del primer asiento dio un alarido. Por suerte el 128 estaba detenido esperando paso en el semáforo de Jorge Newbery.

Me incorporé temiendo lo peor, corrí hasta el fondo y me abrí paso entre los chicos de equipo de gimnasia que se asomaban por el vidrio roto. Era un milagro: el tipo ya estaba de pié, tanto él como el casco parecían ilesos. Sólo noté que le sangraba un codo. Uno de los chicos le gritó:

- ¿Máquina, estás bien? 

El tipo nos miró con esa rara expresión de desafío plantada todavía en la cara, dijo algo pero el colectivo arrancó y el estrépito de la acelerada no nos dejó escuchar. Y se quedó ahí, junto a la garita del 118 y un cartel luminoso de desodorantes Rexona. Es la última imagen que conservo.

Seguí con ese trabajo nocturno durante otros seis largos meses hasta diciembre de 2000. Mentiría si no dijera que más de una noche esperé ver ascender al colectivo al vendedor de cascos “Alto Impactum” pero, se sabe, la ciudad es una gran bestia hambrienta que no para de engullir historias. Quizás cambió de rubro, trabaja en otra línea, o (y esto se me antoja como la salida menos cruel) tal vez hizo un último vuelo fatal, contra una superficie demasiado dura para su acto desesperado.