jueves, 30 de marzo de 2017

Mala leche

-          Uno de esos  –se escuchó.  Con  voz ahogada, el hombrón señalaba hacia uno de los maniquíes que estaban junto a la puerta.
La empleada de la tienda pestañeó:
-          ¿Un soutien? ¿Usted busca un soutien?
Santos “El Tuerto” Comesaña se sacó el sombrero, lo sostuvo nerviosamente con la punta de unos dedos gruesos, de uñas percudidas, y movió la cabeza.
-          Sí, cómo no. Dígame, ¿de qué talla? ¿Es para regalo?
Comesaña era un tipo estoico, habituado a la adversidad, sin embargo desde que había entrado a la tienda transpiraba como un pollo al spiedo. Mirando a los costados para constatar que las clientas que revolvían en la mesa de saldos no vieran lo que iba a hacer, aproximó el torso al mostrador y se abrió el saco. Bajo la camisa blanca, la empleada pudo apreciar la turgencia incuestionable de los dos senos femeninos.
-          ¡Ah, comprendo! –dijo la mujer y prosiguió bajando la voz: – No se preocupe por nada, hoy ya vendí seis a caballeros tan varoniles como usted.
¡Que no se preocupara por nada, qué fácil era decirlo!, trepidó de indignación. Hacía treinta años que trabajaba en el peor sector del puerto, a fuerza de astucia y brutalidad había logrado asomar la cabeza entre una mersa mitad bestias de carga, mitad delincuentes. ¿Seguro que no debía preocuparse? ¿Aquella mujercita iba a explicarle a él cómo manejar esa situación? Una respuesta soez le subió a la garganta, pero se contuvo.
La pesadilla había arrancado esa misma mañana cuando el Tuerto se levantó. Luego de afeitarse y cambiarse, se bebió a la carrera el mate cocido con leche en la cocina de la pensión y quince minutos más tarde, en viaje hacia la dársena, escuchó la noticia en la radio del ómnibus: las autoridades de salubridad advertían a la población que un compuesto en mal estado en la leche entera “La Martita” estaba provocando una rara mutación en la población masculina. 
Santos Comesaña no era un tipo de suerte, la pérdida del ojo izquierdo en una disputa absurda se lo recordaba a diario, sabía que la patrona compraba leche entera “La Martita” para los pensionistas, él había tomado su habitual tasa de mate cocido con leche, así que las cartas estaban echadas.

El primer síntoma lo experimentó alrededor de las diez de la mañana, un hormigueo violento, como si la sangre de todo el cuerpo se le hubiese puesto a hervir, seguido de un sudor frío en la espalda. Al entrar en la garita de vigilancia el Chino, su joven compañero de turno, le hizo notar que caminaba raro.
-          ¿Qué pelotudez estás diciendo vos? ¿Cómo raro?  –reaccionó él, ya con la certeza de que lo que hubiese notado de extraño el muchacho estaba relacionado con esa maldita leche.
-          No sabría precisarle. Raro, Don  Comesaña –se atropelló el Chino con expresión turbada.
Apenas una hora después, Comesaña descubrió lo que había advertido su compañero: los zapatos de golpe le bailaban, los pies se le habían reducido por lo menos dos números y al caminar debía hacer un esfuerzo enorme para no contonearse como esas mocosas que paseaban por calle Florida. Antes del mediodía ya habían comenzado a crecerle los senos.
A Santos Comesaña le gustaba trabajar cómodo, cuando el sol comenzaba a pegar fuerte y recalentaba el asfalto del playón de ingreso se lo veía ir de un lado a otro en mangas de camisa, dando órdenes, transpirando y carajeando en explosiva algarabía; los que lo conocían esta vez lo notaron parco, reconcentrado, y –algo que causó extrañeza- por nada del mundo quería desabotonarse el saco.
Pasadas las doce salieron sucesivamente tres contenedores con frutas secas provenientes de República Dominicana, dos con abanicos y muñecos de tela con origen en Taiwán, e ingresó un embarque de aceite de oliva de San Rafael con destino al puerto de Hamburgo.
El vigilador supervisaba la entrada y salida de los camiones con su habitual solvencia sin embargo, al moverse, los dos senos eran una presencia anómala que le sacaban concentración y lo llenaban de fastidio. Pasadas las dos tuvo un cruce de palabras con el Turco Matta. El Turco, uno de los choferes más antiguos, era un tipo de cuidado, a partir de una cuestión turbia por un faltante en un embarque de gomina para el cabello habían discutido, apelando a su autoridad el Tuerto le había propinado un par de sopapos, y el otro estaba esperando que cometiera el mínimo error para exponerlo.
Alrededor de las tres la tarde la paciencia del Santos Comesaña había llegado a un punto de no retorno. El vaivén de caderas con un poco de buena voluntad podía controlarse, en cambio los senos habían tomado una dimensión tal que, por más que se encorvara y metiese el tórax para adentro ya se adivinaban bajo el saco abotonado. Para colmo de males, cuando daba alguna orden a los camiones la voz se le aflautaba en un falsete que por más que tosiera y simulara un catarro era imposible de justificar.
-          Así un hombre honrado no puede trabajar –lo escuchó mascullar entre dientes el Chino.
El jefe de seguridad pretextó una diligencia a las oficinas de la Aduana, dejó al muchacho a cargo de la garita y a paso rápido salió de la dársena y se tomó el primer ómnibus de regreso. Se bajó a unas diez cuadras de la pensión para evitar encuentros indeseados y cuando reconoció el escaparate de la tienda entró.
La empleada ahora le alcanzaba el paquetito con el corpiño. El Tuerto lo agarró y se lo introdujo velozmente en un bolsillo. La operación, a su juicio, no había despertado sospechas.
-          Esperemos que se solucione  –dijo la mujer volviendo a bajar la voz.  Comesaña se tocó el ala del sombrero con expresión gélida y salió a la calle.
Decidió recluirse en la pieza del pensionado para sopesar con tranquilidad la situación. Ya en el cuarto apagó la luz y se tiró a fumar en la cama. Más que indignado, lo aturdía el desconcierto, ¿cómo podía un hombre de cincuenta años, ya hecho como él, terminar convertido en hembra? Pensó en Albertito, el hijo de su hermana la Delia. El pobre chico era manfloro, tenía ese defecto de nacimiento, le robaba la ropa a la madre, se depilaba las cejas. Pero Albertito quería ser una mujer, en cambio, ¿en qué categoría entraba lo suyo? ¿Había sido víctima de un capricho del destino? ¿De un accidente? ¿Dónde tenían la cabeza los fabricantes de esa podrida leche para provocar semejante desbarajuste? Demasiadas preguntas –se dijo- y él no tenía ni tiempo ni ganas para filosofías, era un hombre de acción y, sobre todo,  “¡necesitaba seguir siendo hombre, carajo!”
Esa noche, a la hora de la cena no se lo vio por la cocina, se quedó en el cuarto mordisqueando sin ganas unos bizcochos de grasa y se tomó media botella de grapa mientras escuchaba la radio: los informativos no aportaban demasiadas novedades, en las puertas de la empresa láctea se había reunido una manifestación con los familiares de los intoxicados. “Esas cosas no sirven para nada”, pensó. Las peripecias de una vida de sacrificios reafirmaban a Comesaña en un hosco escepticismo: “Los ricos y los poderosos están para dar las órdenes, los laburantes como él para bajar la cabeza y obedecer”.
Recién pudo conciliar el sueño de madrugada. Durmió mal, soñó con el Turco Matta. Estaban en el playón de descarga frente a frente. Presagiando pelea, el personal había formado un corro en torno ellos. El Turco llevaba algo en una mano y se lo extendía: 
-          Che, Tuerto, te traje un obsequio –decía, alzando la voz, con tono zumbón.
Comesaña agarraba el paquete, lo abría con desconfianza, era una cajita musical, levantaba la tapa y una bailarina diminuta vestida con un toutou rosa se incorporaba y se ponía a dar graciosos giros. Notó que entre los curiosos se forzaban algunas toses para evitar la risa. El desafío estaba echado. Dejó caer la cajita a un costado y dando un paso atrás sacó el cuchillo de la cintura. Comenzaron a medirse, girando, agazapados, haciendo rápidos amagues. Santos Comesaña debía agudizar la atención porque el chofer tenía fama de diestro con la navaja. De golpe, de la manera irracional con que suceden las cosas en los sueños, el Tuerto se sorprendía ataviado con la pollerita, las medias can can y las zapatillas con puntera de la bailarina, dejaba caer el cuchillo y elevando las manos por sobre la cabeza comenzaba a practicar giros sobre sí mismo. El  personal completo de la dársena estallaba en una sonora carcajada. El Turco Matta, desparramado en el piso y sosteniéndose la barriga con ambas manos le decía algo que él no alcanzaba escuchar. Cuando conseguía detener el bailoteo Comesaña corría hacia la avenida para subirse al primer ómnibus que los sacase de aquel lugar, que lo excluyese del  oprobio.
A la mañana siguiente, muy temprano, cuando el portuario se introdujo en el baño y se miró al espejo, el impacto fue mayúsculo: dos largos bucles de cabello ceniciento le enmarcaban el rostro y caían casi hasta tocar los hombros. Las facciones otrora duras y angulosas se le habían rellenado y poblado de mohines y gestos de una inédita delicadeza. Los hombros anchos y poderosos habían desaparecido, en su reemplazo menudeaban formas regordetas en brazos, en caderas y, por supuesto, en las dos macizas ubres de mujer. Desnudo y tembloroso, estuvo estudiándose largo rato sin dar crédito a lo que veía: salvo por el costurón que le cerraba el párpado derecho se notó un parecido notable con su hermana Elsa. Del ojo habilitado saltaron lágrimas ardientes y, por fin, Santos el Tuerto Comesaña lloró de amarga impotencia.
La situación era improcedente por donde la mirase, Comesaña era un tipo de otra época, solterón empedernido, nunca había sentido demasiado respeto por el sexo débil, lo juzgaba como una herramienta o para brindar compañía, o para satisfacer una necesidad física. Pero ahora la realidad lo tenía arrinconado en aquel excusado, mutando por una causa fortuita en aquello que menospreciaba y, por lo tanto, que desconocía y temía.
Superado el impacto inicial, estuvo largo rato husmeando que no hubiera movimientos en el pasillo, luego salió y se refugió en el cuarto. ¿En esas condiciones podía ir al puerto? Imposible. Con cuidado extremo volvió al pasillo y utilizó el teléfono común para hablar con la garita de vigilancia. Dio con el Chino, agravando la voz le pidió que cuando terminase el turno fuese a verlo, que le tenía un encargue.
Cuando el muchacho se presentó en la pensión, subió al primer piso y Santos Comesaña le abrió la puerta de la pieza, se quedó boquiabierto.
-          Es esa mala leche –dijo él con sequedad.
Aunque en pantalón pijama y camiseta, Comesaña había tenido la delicadeza de atarse las crenchas de su ahora aleonada cabellera con una colita y de ponerse el corpiño.
-          Escuchame, Chino, en algún momento voy a tener que salir de esta pieza así que tenés que conseguirme ropa.
Sin decir más le anotó la dirección donde había comprado el portasenos y le dio dinero. El otro fue hasta la tienda y volvió con tres vestidos, una blusa, dos polleras tableadas y dos pares de sandalias del cuarenta y tres. Luego el chico se ofreció a ir hasta la cocina a traer la pava con agua, Comesaña sirvió un plato con galletitas y compartieron unos mates.
El Chino lo puso al tanto de las novedades de la dársena, el entrerriano, uno de los operadores más antiguos de la grúa, también había resultado intoxicado. El Turco Matta hizo correr la voz de que lo había visto bajarse de la grúa y escapar del puerto emitiendo gemiditos y zarandeándose como una bataclana. Se rieron con ganas imaginando la escena, ya que el entrerriano era un hombrón entrado en carnes bastante mal arreado. La charla animó a Santos Comesaña y le obsequió unos minutos de distracción.
El día siguiente era sábado, sin embargo el Chino volvió a visitarlo. “Aunque algo atolondrado –pensaba el Tuerto- su segundo era un buen chico. Muy a su pesar, debía reconocer que le estaba tomando cariño”. Traía como novedad algo que no dejaban de repetir por la radio y, por lo tanto, que él sabía de sobra: la partida de leche había sido retirada del mercado, los médicos habían conseguido identificar el compuesto responsable de la intoxicación, aunque todavía no se encontraba el antídoto para revertir sus consecuencias. Visto que la cosa tendía a dilatarse y echando mano a sus influencias en la oficina de personal, Comesaña decidió pedir una licencia hasta tanto se fuese aclarando aquella historia.
Transcurrió la semana, encerrado en la pieza el Tuerto ora se condolía de su triste destino, ora era poseído por una furia violenta que buscaba infructuosamente algo o alguien en quién descargarse. Se mantenía al tanto de las novedades en la dársena a partir de lo que le trasmitía el Chino por teléfono, o de lo que le contaba cuando iba a verlo luego de cumplir con su turno. Pero el domingo siguiente, los acontecimientos tomaron un giro inesperado cuando el muchacho se apareció por la pensión con un ramo de flores.
Aunque difícil de sopesar en su real magnitud, hay que comprender que la interioridad del portuario estaba atravesando por un momento complejo: junto con los cambios físicos su sensibilidad, en tránsito de acomodamiento, era bombardeada por un millar de emociones nunca antes experimentadas. Así, detalles tontos, como un valsecito criollo escuchado por la radio, o los malvones florecidos de una maseta del pasillo, de repente y sin motivo aparente le provocaban un nudo en la garganta y hacían que el ojo sano se le llenase de lágrimas. O de golpe sentía el impulso irrefrenable de cantar y reír a los gritos, algo en otros tiempos inconcebible y lo más alejado de su carácter. ¿Debía aceptar aquella novedad o reprimirla?  ¿Seguía siendo Santos el Tuerto Comesaña, o estaba naciendo en él otro ser?
En cuanto a las emociones que lo unían al muchacho, la confusión obviamente no iba a la zaga. ¿Cómo se da el tránsito de un sentimiento varonil a otro que no lo es tanto? ¿Qué es lo que se trastoca? Un atardecer de sábado, en que el Chino y él habían estado escuchando los partidos del ascenso, al ver volver al chico con la pava de agua proveniente de la cocina, el portuario supo que estaba enamorado.
El Tuerto Comesaña y el Chino se casaron un cinco de enero del año siguiente, fue una ceremonia discreta y, lógicamente, sin valor legal,  ya que corría el año 1967 y en el país una legislación sobre el casamiento entre personas del mismo sexo todavía era impensable. El responsable de desposarlos fue el hijo de su hermana Elsa, que habiendo postergado sus propios planes para transformarse en mujer, se había puesto a estudiar de cura.
Comesaña pidió la jubilación anticipada en el puerto y comenzó a coser para afuera. Un año más tarde su mutación física ya era completa; la pareja, entonces, decidió agrandar la familia. Consultaron a un obstetra con la idea de tener un hijo, pero había riesgos, el Tuerto ya era muy mayor para quedar embarazado, así que terminaron por adoptar una nena, a la que llamaron Marta en homenaje a la leche entera “La Martita”, responsable de toda aquella historia.

El problema de la mala leche tuvo solución, las autoridades sanitarias reaccionaron con relativa prontitud, de allí en más se reemplazo el conservante responsable de la intoxicación y la empresa indemnizó a los afectados; sin embargo aquella partida del año 1966 cambió para siempre la vida de unos trescientos cincuenta varones adultos de la Ciudad de Buenos Aires, hombres de edades, ocupaciones y estratos sociales diversos, que como Santos Comesaña debieron elaborar un cambio en sus vidas, adaptarse y –con mejor o peor fortuna- continuar con sus existencias. Qué otro remedio.

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